Dada la eṕoca decembrina actual nos preguntamos por el sentido de lo religioso. El tema supone una interpretación de este fenómeno humano, demasiado humano. A su vez, toda interpretación descansa necesariamente en algún prejuicio. No hay, en este sentido, escape al prejuicio, ello a pesar de las connotaciones negativas que suelen asociarse con dicha palabra. Y es que lo peor se asocia con el prejuicio, especialmente lo peor ideológico. Se dice que el racismo, la aporofobia, la homofobia, la misoginia son prejuicios que impulsan, como efectivamente impulsan, prácticas discriminatorias y criminales. Ahora bien, tomada en su acepción más primitiva, la palabra “prejuicio” no ha de resultar necesariamente negativa y peligrosa, sino simplemente lo que suponemos como base a la hora de juzgar. Suponemos, por ejemplo, que hay una realidad externa a nosotros, por lo que el sano juicio nos lleva a evitar cruzar la calle hasta que esté libre de vehículos, pues suponemos que los mismos nos infringirán graves daños al colisionar con ellos. Y así, cualquier juicio descansa en supuestos no juzgados, descansa en “pre-juicios”, no hay escape
Al igual que cualquier estructura el lenguaje y los prejuicios habilitan y limitan al mismo tiempo. Hablar una lengua nos habilita a comprender el mundo de una determinada forma y nos limita para comprenderlo de otra. Por eso aprender otra lengua no es un simple trasponer términos, sino también, y sobretodo, entrar en otro mundo. Gracias a la lengua hablamos, formamos una comunidad, intervenimos en el mundo, informamos de peligros, expresamos sentires. La lengua habilita y limita al mismo tiempo. Los pre-juicios habilitan el juicio y limitan otras potenciales perspectivas de juicio. De este modo, los prejuicios son más o menos habilitantes, más o menos limitantes, por lo que conviene estar a la caza de los mismos, una caza en la que al final siempre saldremos derrotados. La actitud de la duda, que parte del supuesto de que podemos estar siempre siendo engañados en un determinado momento, constituye un prejuicio bastante habilitante para pensar posibilidades muy diversas, y así abre el camino al pensamiento reflexivo y crítico. Por eso, generalmente al poder, al que sea, le resulta poco grata la duda. El rey no quiere que la duda lo desnude, por lo que convoca a la lealtad y asume el dudar como traición. La lealtad al poder descansa, por supuesto, en otro pre-juicio, el de que el poder, el que sea, no nos engaña. Podrá usted juzgar cuál de los dos, el de la duda o el de la lealtad, le parece en principio más limitante.
El campo religioso resulta uno de los más ricos en prejuicios, por lo cual siempre se dificulta su abordaje. Procuremos un ejercicio de interpretación, un ejercicio hermenéutico, bastante adecuado tanto en lo metodológico como en lo ético. Su formulación explícita se la debemos a uno de los grandes maestros del siglo pasado en la materia, Paul Ricoeur. Se trata de combinar dos voluntades interpretativas, una que llamó escucha y otra que denominó sospecha. La primera busca captar el sentido de lo que se dice ajustándose lo más posible a lo que se transmite a partir del contexto de la comunidad de habla respectiva y las reglas lingüísticas y consensos semánticos de dicha comunidad. Una vez hecho este procedimiento, la voluntad de escucha quiere aprender positivamente el sentido de lo dicho, sin mayor crítica pero con reflexión, captando el valor afirmativo de lo dicho. La voluntad de sospecha supone esta escucha inicial para, a diferencia de la misma, poner en duda el sentido explicitado por lo dicho, generalmente vinculándolo a alguna forma de dominación. La sospecha cava a fondo para captar relaciones ocultas de poder en los discursos que analiza. Una propuesta metodológica amplia buscará establecer un diálogo entre ambas voluntades, una dialéctica entre escucha y sospecha, con el propósito de fusionar los horizontes de lo que afirma un discurso dado y la crítica sobre el mismo, una fusión entre los intereses comprensivo y emancipatorio del conocer humano. Como quien diría, busco entender entablando un diálogo con el discurso respectivo poniendo al desnudo mis limitaciones, de otro modo se imposibilita el diálogo sincero, para después someter a duda el sentido de lo entendido con miras a superarlo en una nueva interpretación, una que no dejará de ser momentánea, no definitiva, y por consiguiente, sometida a nuevas dudas y síntesis. El diálogo, en esta dirección, no termina, aunque a veces por razones prácticas haya que interrumpirlo hasta un nuevo encuentro. Es el toma y daca de la escucha y la sospecha, el toma y daca de la aventura humana.
Fue precisamente Ricoeur quien bautizó a Marx, Nietzsche y Freud como los maestros de la sospecha, pues los tres resultan paradigmáticos en el ejercicio de la duda para desnudar al poder. Para los tres filósofos los sentidos de los discursos religiosos son imposiciones ideológicas, de la voluntad de poder, de un inconsciente que somete al pretendido sujeto soberano. “La religión es el opio de los pueblos” (Marx), nunca mejor dicho que en el contexto de la guerra del opio, del sometimiento de China al Imperio Británico y su afán capitalista por hacerse con el comercio de la conocida droga, tan cara por vinculado a lo religioso para los chinos. Como el opio, la religión, pensaba Marx, adormece a los pueblos con la promesa de una felicidad ultraterrena reservada para los más pobres, que son los más queridos por Dios. Y esa religión es para Nietzsche el engaño del rebaño, del hombre-masa dirá después Ortega y Gasset, que precisa de un pastor que lo someta para su guía. Zarathustra llega a esta conclusión y descubre que ha cargado un muerto por dos mil años (los que tiene el cristianismo). No muy lejos, Freud hablará de una ilusión, la ilusión de un padre todopoderoso, Dios, uno que puede lo que no puede mi limitado padre biológico: protegerme del sufrimiento y la muerte. Dios padre, todopoderoso, me acompaña siempre, para protegerme… y para vigilarme. Así la religión es opio que somete a los pueblos, cobardía humana e ilusión, vana ilusión. Ya antes de estos maestros Ludwig Feuerbach, quien enseñó a Marx el camino de la crítica a Hegel, denunció la religión como alienación humana. Todo lo que vieron Marx, Nietzsche y Freud lo anunció Feuerbach: dominación alienante, sometimiento a un pastor (o clase) e ilusión. No es Dios quien creó al ser humano a su imagen y semejanza, ha sido este quien en su imaginación pervertida ha creado a su imagen y semejanza a un Dios elevado a la máxima potencia, nos dice Feuerbach.
La sospecha, la duda y su base prejuicial, pretendieron haber demolido la religión. Pero ya asomamos que todo discurso pertenece a un contexto determinado. Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud son herederos de la Ilustración, practican incluso una ilustración de la ilustración, superan con creces las ingenuidades sobre el poder de la conciencia y de la razón de sus generaciones precedentes, la reflexión corta por encandilada de Descartes y Kant, pero no dejan de tener la esperanza, quizás con la salvedad de Freud, de que el humano vencerá las sombras, de que la ideología se superará en una sociedad sin clases preesclarecida científico-técnicamente, o que el Übermensch (“superhombre”) desprendido de la masa hará de su vida una obra de arte. Hasta el propio Freud pensó en algún momento que una sociedad psicoanalizada podría vivir con menos dolor, ser un poco más dueña de su destino, aminorar su sino trágico. Todos ellos son hijos de ese contexto ilustrado y su articulación con lo que significó las revoluciones francesa en lo político y la industrial en lo económico. Aquella la supresión del antiguo régimen de una nobleza de “sangre azul” que gobernaba en contubernio con la Iglesia, esta la asunción de un pretendido ilimitado dominio técnico sobre la naturaleza. Si bien los maestros de la sospecha y su precursor se referían a toda religión, en realidad su loable crítica se dirigía realmente al cristianismo de su tiempo, prejuzgaron toda religión por lo que observaron en el cristianismo eclesiástico y popular y sus vinculaciones con las formas de dominación premodernas que aún sobrevivían en el siglo XIX.
Otros teóricos de la época, como Émile Durkheim, Max Weber, Georg Simmel, Karl Jaspers, Martin Heidegger o Ernest Bloch, practicaron en sus interpretaciones de lo religioso una voluntad de escucha que, sin estar exenta de crítica, comprendió el sentimiento de lo religioso en una clave más amplia que el cristianismo de los maestros de la sospecha. Para Durkheim, por ejemplo, lo religioso es consustancial a la condición humana. Allí donde el mundo se divida en una esfera de lo sagrado y en otra de lo profano hay un sentir religioso, un sentir que re-liga (une en comunión) a mujeres y hombres en una comunidad. Lo sagrado es la esfera de lo valorado como inviolable, y allí donde está estará lo religioso, así sea que esa religión carezca de Dios o Dioses, de iglesia y de dogma explícito, como es el caso de los derechos humanos que Durkheim entendió como la religión secular de nuestro tiempo. Acaso, ¿para estos DD.HH. no resulta inviolable el derecho a la vida y a partir del mismo muchos otros? Confundir lo religioso con un Dios, con una iglesia o con una doctrina es incomprender la riqueza humana de este sentimiento por la limitación de un prejuicio dado no sometido a sospecha, con lo cual dicha sospecha resulta también limitada por una insospechada soberbia monológica. Sin embargo, a pesar de esta limitación deben reconocerse los peligros de lo religioso cuando se institucionaliza, peligros de los que bien nos alertaron los filósofos y los hechos poco salvíficos de muchas iglesias de los que está llena la historia de la humanidad, incluida los de una iglesia que se autoproclamó marxista y que llegó a tener un Sumo Pontífice llamado Secretario General.
Podemos concluir que, una vez tomados en cuenta los no pocos riesgos del asunto, lo religioso expresa por una parte aquello que compartimos como valioso de nuestro ser en comunidad, lo sagrado; por otra parte, expresa aquella esperanza de superar lo que nos causa dolor; y, finalmente, mediante la imagen de un más allá, presente en todo sentir religioso, reconoce nuestros límites humanos, nuestra finitud. Dicho lo cual, pareciera que no habrá comunidad ni espera posible sin algún tipo de sentimiento religioso. Más importante aún me parece el asumir nuestra finitud, nuestro ser falible, limitado, pues es un paso fundamental para entendernos mejor, para suprimir nuestras soberbias frankensteinianas en lo político y ante la naturaleza, soberbia tan presente en los discursos de Elon Musk, Jeff Bezos, Donald Trump y tantos otros en la triste actualidad. Hace falta más escucha, más apertura al diálogo, un diálogo que sólo será efectivamente real cuando reconozcamos esa nuestra finitud y agucemos el oído para ampliar nuestros horizontes y practicar dicha amplitud de cara a la vida y sus más diversas manifestaciones.
Publicado originalmente en el portal Aporrea: Artículo