sábado, 9 de noviembre de 2024

El aparecer y desaparecer de la naturaleza

                                                                                                                                Por Javier B. Seoane C.

En el cuarto libro de la “Metafísica” Aristóteles dice que el ente se dice de muchos modos. Lo ejemplifica con lo sano afirmando que se puede hablar de la salud en el sentido de lo que la produce, de lo que es un síntoma de la misma, de lo que la conserva, de lo que la perjudica, etcétera. En la historia del pensamiento arrancan con esta lección aristotélica muchas consideraciones y algunas corrientes relevantes como la fenomenología, que hace de las formas intencionales del aparecer de los objetos a la conciencia su campo de estudio. Siendo el gran tema de nuestro tiempo la cuestión ecológica, queremos preguntarnos por el aparecer del concepto de naturaleza ante nosotros, esto es, cómo se nos presenta conceptualmente la naturaleza. No seremos exhaustivos, estamos ante un artículo breve y quien escribe resulta más que todo novato explorador de estos caminos. Así, solo mencionaremos algunas formas de representarnos la naturaleza.

La naturaleza se nos puede presentar como espectáculo sublime. Kant cierra la “Crítica de la Razón Práctica” expresando su asombro por la inmensidad del cielo estrellado que nos cubre. Hay aquí un dirigirse a la naturaleza cósmica, supralunar diría Aristóteles. Pero el cosmos de Aristóteles ya no es el universo que habita Kant. Y aunque usemos como sinónimos “cosmos” y “universo” el primero se aplica mejor a la concepción antigua y cristiana medieval del mundo que a aquella otra que ya ha comenzado con todo derecho con Galileo y llega hasta el Big Bang de nuestros días. El “cosmos”, diría mi maestro Alfredo Vallota, recientemente ido, es pariente de “cosmética” en tanto que orden jerarquizado, finito, armónico y bello de todo lo que hay. En Tomás de Aquino, por ejemplo, hay un completo ordenamiento de los seres que van desde la perfección de Dios, pasando por los ángeles, el humano, los animales, vegetales y finalmente los inanimados como las piedras. El cosmos creado por Dios es un orden que en su totalidad tiende a la perfección, tiene un centro (muy terráqueo) y se lo concibe básicamente finito. los seres inferiores sirven de instrumento a los superiores. En cambio, el universo de la ciencia moderna se nos aparece como energía, como sometido a las mismas leyes en cualquier parte, sea supralunar o sublunar, como infinito y por consiguiente sin centro, en constante expansión y devenir. La fórmula E=m.c2 es una clara expresión de este universo que para nada expresa el cosmos antiguo y medieval. Nosotros, en nuestro tiempo, tenemos buenas razones para creer en el universo, tanto como los antiguos tenían buenas razones para creer en el cosmos. ¿Cuál es el verdadero? ¿Ninguno de los dos quizás? Puesto que verdad también se puede decir de muchos modos, suspendamos la respuesta. Digamos sólo que son conjeturas, que la teoría de la creación divina y la teoría del Big Bang tiene semejante estructura lógica. Al comienzo Dios y luego todo lo demás que está debidamente ordenado, o al comienzo el gran estallido y luego lo demás que sigue en constante expansión, en contante reordenamiento. Un niño de seis años torturaría al sacerdote con la pregunta ¿y de dónde salió Dios?, como torturaría al astrofísico con la pregunta ¿y de dónde salió aquello que estalló? El sacerdote y el astrofísico probablemente se pongan de acuerdo para mandar al carajito a jugar . 

Quedémonos con la naturaleza sublunar, con nuestro planeta Tierra, con este mundo tan nuestro y tan maltratado por nosotros, por este mundo terrenal que parece que nos está vomitando del mismo modo que nosotros vomitamos aquello que nos intoxica. Pues bien, esta naturaleza se nos puede aparecer también como contemplación estética tal como se expresa en las artes plásticas o en la poesía. El pintor hispano-venezolano Manuel Cabré (1890-1984) nos dejó maravillosos cuadros sobre El Ávila, o el Guraira Repano, pues esta cordillera montañosa, este Sultán de la ciudad de Caracas como lo denominó el poeta Pérez Bonalde, se dice también de muchos modos. En sus cuadros El Ávila aparece majestuoso, inmenso, elevándose sobre un valle muy botánico, con cuantiosos árboles y arbustos, con maravillosos y verdes prados. En sus cuadros Cabré nos hace aparecer un Ávila imponente a la vista, hermoso, bello. Como en las pinturas del romántico alemán Casper David Friedrich (1774-1840), lo humano y sus producciones se presentan pequeñas frente a la grandeza de nuestro entorno ecológico. También El Ávila resulta esplendoroso para la actitud del turista o la del deportista que lo recorre con placer. Son estas unas representaciones optimistas y hermosas de la naturaleza. 

También podemos conseguir representaciones pesimistas en las artes, negativas de lo natural. El Goya tardío es un maestro genial del horror, en otro tiempo quizás habría inventado el género del terror en el cine. Precisamente otro aparecer de la naturaleza, otra forma de decir lo natural es como amenaza. Generalmente la mitología está repleta de estas representaciones horrorosas. Igualmente, muchos de los tradicionales cuentos infantiles nos presentan lo natural como peligro, como mundo inhóspito. El bosque de esos cuentos es oscuro, los árboles toman formas monstruosas, los lobos nos acechan, se quieren comer a Caperucita. Allí están alojadas ancianas brujas, con verrugas en la nariz, que endulzan a Hansel y Gretel para luego cocinarlos en su olla mondonguera. También en la filosofía tenemos este aparecer negativo. Para Thomas Hobbes la naturaleza es un estado permanentemente salvaje, de imposición del más fuerte. También en Freud hay una naturaleza agresiva y destructiva. No pocos documentales sobre la vida silvestre parecen creados por auténticos sádicos, nos muestran como un gran felino apresa una joven cebra y tiñe de rojo su blanquinegro cuerpo tras hincarle los colmillos. En esta perspectiva, el Ávila no es el de Cabré sino el de la tragedia de La Guaira en 1999. Más que brotes verdes de vida es muerte. La representación de una naturaleza inhóspita, amenazante, sanguinaria está por doquiera en nuestra cultura y en otras también.

Pero si hay una naturaleza sangrienta, roja, también hay otra que se aparece verde y amable. Los partidos ecológicos se llaman partidos verdes. Rousseau piensa que la guerra de todos contra todos la genera la civilización y no nuestro primigenio estado natural. Ya vimos que algo de ello hay en Cabré o Friedrich. Muchos documentales de la vida silvestre, seguramente la mayoría, nos muestran animales que cohabitan sin mayores problemas, sinergias vegetales y animales, solidaridad natural. La literatura universal está repleta de imágenes bucólicas. Goethe escribe una “Teoría de la Naturaleza” demasiado verde, botánica hasta los tuétanos, pero no de plantas que destruyen plantas sino de plantas que se cobijan entre sí. El romanticismo hasta la época comeflor de los años sesenta ni se diga. Verde, que te quiero verde.

Finalmente vemos el aparecer de la naturaleza como instrumento, muy capitalista este ver, como muy socialista y lamentablemente latinoamericano urbano. El Ávila del geólogo, del farmacéutico o del agrónomo se presenta como un conjunto de propiedades. Cuando pasamos a la aplicación científica pues surge la moderna tecnología y la naturaleza aparece como instrumento al servicio humano. La filosofía moderna fundada en Bacon y Descartes sostiene este concepto instrumental, busca los métodos adecuados para el control y dominio de la naturaleza. Al comienzo de la era moderna esta instrumentación y afán de dominio tenía un propósito ético, hacer más amable la vida humana, curar las enfermedades, hacer del mundo un gran hogar. Con el transcurrir del tiempo parece que se tornó borroso este fin. Tenemos entonces a Pinky y Cerebro tratando de conquistar el mundo para saciar su sed de poder. Ya antes, Mary Shelley, lo denunció en su Frankenstein, el Prometeo moderno. Hoy el potencial de la ingeniería genética confirma su relato.

Ciertamente la naturaleza es sangrienta y es también botánica, es maravilla para la contemplación tanto como instrumento para realizar nuestros deseos, los sanos y los insanos. Pero sobretodo la naturaleza es vida y por eso la cuestión ecológica es hoy cuestión de vida o muerte. Sin vida desaparecerán los apareceres de la naturaleza. Vida es aquí no una representación más  sino una condición necesaria de la existencia, una condición ontológica insoslayable. Hacer que prevalezca la vida tiene como tarea urgente superar nuestra alienación con la naturaleza, nuestra balurda forma de entender la realidad como confrontación de sujeto y objeto, de hombre y mundo. Somos sus hijos, nacimos de ella, fuimos engendrados en su histórico desplegar. Naturaleza viene de “nato”, nacer. En el griego antiguo la palabra para ella es Physis y significa también nacer, brotar. Naturaleza se asocia en casi toda cultura con fertilidad para la vida, su signo es por ello femenino. Superar la alienación es reconocernos como parte de esa totalidad y construir un hogar en esta Tierra no contra ella sino con ella. Ahora que Trump regresa anunciando la vuelta al fracking para producir petróleo y más petróleo, para consumir más y más, ahora que hasta el partido verde alemán impulsa la explotación de carbón como solución al problema energético generado por Rusia, ahora que sabemos que en 2023 se batió el récord de emisiones de CO2 a la atmósfera, ahora que la española comunidad de Valencia está bajo las aguas, ahora que el niño y la niña se tornan más agresivos, ahora que en vez de aparecer la naturaleza amenaza con desaparecer, resulta más urgente que nunca actuar para preservarla, actuar en un efectivo cambio civilizatorio. Organizarnos para ello constituye la clave del futuro.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 8 de noviembre de 2024: Artículo

lunes, 4 de noviembre de 2024

Notas para una revolución ecológica

Javier B. Seoane C.

Decíamos en nuestro anterior artículo que muchos son los temas de nuestro tiempo, pero que la cuestión ecológica resulta fundamental pues, literalmente, se trata de un tema de vida o muerte. Nos aproximamos también a una definición de racionalidad como relación calculada entre medios y fines socialmente compartida. Dado este esbozo de definición cabe decir que hay distintos tipos de racionalidad según los fines que nos proponemos. Si son valores como la justicia, la libertad, la fraternidad u otros semejantes hablamos de una racionalidad material por ser la cultura su materia. Hay, por el contrario, una racionalidad formal orientada hacia el logro de fines instrumentales siempre y cuando sean viables. Si tu me propones que desayunemos mañana en el planeta Marte te respondería que aún siendo una idea interesante la cosa no es viable pues no hay medios a la mano para lograr esa meta. Si me dices, en cambio, que desayunemos mañana en Ciudad de México pues te diré que ello resulta viable si salimos cuanto antes, tomamos un vuelo que nos lleve y dispongamos del dinero para pagar los costos. La meta se puede cumplir si disponemos de medios eficaces y eficientes para lograrla. La racionalidad aquí se orienta por el cálculo a partir de estos criterios: eficacia y eficiencia. En otras palabras, si el fin es viable el summum de racionalidad se logra al seleccionar entre todos los medios disponibles aquel que cumpla en menos tiempo, con mayor calidad y al menor costo su logro. A cualquiera que se le explique este cálculo de medios para el logro de fines instrumentales puede entenderlo, por lo que para Max Weber, gran teórico de este campo, se trata de una racionalidad universal por formal, por ser mero cálculo matemático o cuasimatemático.

En otras entregas hemos afirmado reiteradamente que la evolución de occidente, y hoy parece que no sólo de occidente, apunta a extender la racionalidad formal, instrumental, técnica, estratégica a las diversas instituciones públicas de nuestras sociedades. El modelo capitalista, y también el socialista, operan básicamente con esta racionalidad. Es la racionalidad del negocio moderno, pero se extiende a todas partes. Lo político, por ejemplo, deviene cálculo estratégico y si para ello hay que inventar noticias falsas, teorías de la conspiración o trampear elecciones pues se hace, y punto. Los comandos de campaña tendrán para ello sus mejores estrategas. Ya no digamos lo militar o lo deportivo, espacios desde siempre estratégicos. Hasta las relaciones personales se vuelven estratégicas, la amistad deviene conveniencia y el discurso romántico retórica para la consecución de un objeto de deseo sexual. La racionalidad formal cosifica al otro, lo convierte en medio para mis fines, cosifica el mundo. Max Horkheimer continuó la reflexión weberiana y llamó a esta racionalidad socialmente extendida racionalidad instrumental. Nosotros estamos de acuerdo, pero preferimos el término de “racionalidad estratégica” cuando el accionar implica al otro u otros como medio o medios para saciar mi voluntad.

La racionalidad instrumental y estratégica impacta directamente en nuestros entornos ecológicos. Para ella la naturaleza deviene instrumento para saciar nuestros apetitos. La naturaleza es un objeto, una cosa al frente de nosotros los sujetos. Nos hemos alienado de la naturaleza, diría Schelling. No nos reconocemos como parte de ella. Salir de la crisis ecológica exige otra racionalidad, una racionalidad material en tanto que orientada por valores. Presento seguidamente cuatro gruesos órdenes temáticos como parte importante de la agenda para la discusión abierta de los contenidos de la nueva racionalidad ecológica que se exige. Su orden no implica jerarquía pues hay una articulación compleja y dialéctica entre los mismos. A saber,

1. La constitución de otro orden productivo en lo económico, tanto el sustentado por el capitalismo depredador como el del socialismo realmente existente que para nada se queda atrás en su vocación destructiva de la naturaleza.  El crecimiento tiene límites naturales. Se precisa una economía amable con el ambiente, hay que romper con la producción para el crecimiento indetenible de los productos internos brutos nacionales, hay que romper con la idea de al menos un vehículo particular para cada ciudadano, con un sistema para el crédito permanente y el consumo suntuario. Entre muchos objetivos, urge un mundo basado en el transporte público, en la generación de energía limpia, en la desarticulación de la industria armamentista, en una producción de alimentos más de orden vegetal y menos de orden animal. 

2. La constitución de otro orden axiológico, de otros valores culturales. Comprendernos como parte de un todo, de una naturaleza que es sujeto y no objeto, de una realidad natural compleja por los múltiples factores que participan en sus ciclos y su creación y que el conocimiento humano no logra, y muy probablemente no logrará, dominar en su complejidad. Sería importante entrar en diálogo serio con otras cosmovisiones como es el caso de muchas amerindias u otras orientales tradicionales, incluso en la propia visión antigua y medieval del cosmos que a partir de Galileo y Newton reemplazamos por un universo mecánico semejante a un reloj suizo. Este otro orden cultural, esta especie de transmutación de los valores, es seguramente la tarea más difícil para conformar otra racionalidad. Torcer la cultura es más difícil que torcer una gruesa barra de acero con los dedos de una sola mano. Se trata de un cambio generacional cuyo medio es otra socialización y otra educación, pero para que se haga posible tiene que surgir entre nosotros la necesidad de ese cambio. Si bien ha crecido una sensibilidad ecológica en el último medio siglo falta mucho por hacer en este terreno para que llegue a volverse mayoritaria la necesidad del cambio.

3. Pasar a otro orden en los diferentes niveles políticos. Pensemos en un escalímetro. Hablemos de un escalímetro sociopolítico. Tenemos varias escalas de medidas, desde la comunal municipal hasta la global pasando por la nacional. Una nueva racionalidad ecológica exige un nuevo orden político en todas las escalas. Se requiere reforzar el nivel comunal por ser el más inmediato en su relación y en sus afectaciones con el entorno ambiental. Hay que generar políticas públicas dirigidas a la formación de comunidades arraigadas y apropiadas con sus entornos ambientales, comunidades que desarrollen una ética compartida de la responsabilidad y del cuido. Para que estas comunidades no sean atropelladas y desplazadas por los intereses de los grandes poderes políticos y económicos, se precisan políticas para reforzar a escala nacional los nexos intercomunitarios, la formación de un Estado nacional que no descanse en la atomización individual, únicamente en los votos de individuos aislados. Reforzar las comunidades sólo será posible reforzando su fuerza política orgánica en la toma de decisiones estatales. Pero demos vuelta una vez más al escalímetro sociopolítico. En la escala global ha de emerger otro orden internacional si se quiere la institucionalización de una racionalidad ecológica. Hay que empoderar a todos los estados y no sólo a un pequeño club de poderosos. La actual ONU y su consejo de seguridad resultan repulsivos para la revolución ecológica que el cambio climático, que el desastre natural generalizado demanda. Hay que reforzar y empoderar los organismos multinacionales que encarnan la nueva racionalidad, instancias como la UNESCO, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales en materia ambiental. Salvar el planeta pasa por transversalizar desde lo local hasta lo global una democracia efectivamente participativa con comunidades empoderadas. Pasa por trastocar todo lo político en otra política y en una dialéctica permanente entre todos los niveles.

4. Hablamos de comunidades en un sentido clásico de la teoría social, es decir, en el sentido de vínculos sociales afectivos y vivenciales por oposición a vínculos meramente funcionales. La gran ciudad es el lugar de estos últimos, es el lugar del anonimato, de la muchedumbre solitaria. No conozco al albañil que necesito para un trabajo, tampoco a la mayoría de los vecinos del rascacielos de apartamentos que habito. Lo que nos une son los servicios que ofrecemos uno al otro. En el vínculo comunitario, en cambio, hay una convivencialidad, un habitar compartido de lo público, de la plaza, del parque. La escuela es también casa comunitaria, sitio de representaciones culturales o discusiones políticas, un espacio apropiado para la convivencia. Las comunidades prosperan ciertamente en pueblos, pero también en ciudades pequeñas o relativamente medianas que son mucho más amables con el ambiente. Así, requerimos de otro orden sociológico, de otro tipo de instituciones a ser articuladas por una racionalidad ecológica.

Todos estos temas pueden quedarse sólo en buenos deseos, en proclamas de ocasión. Prácticas de onanismo intelectual, académico. Mera gimnasia cartesiana con un imaginario geniecillo maligno. Y nuestra sabiduría popular es clara: deseo no preña. ¿Qué hacer? Organizarse. Urge un nuevo manifiesto del partido, un partido ecológico mundial. Los verdes que existen, y que hoy por ejemplo gobiernan en varias coaliciones como la alemana, están devorados por la racionalidad estratégica e instrumental del poder establecido. Han llegado a la desfachatada propuesta de volver al carbón ante la crisis energética que ha resultado de la invasión a Ucrania. Sus máscaras ya no engañan. Lo que fue ya no será. Las nuevas generaciones no entienden el legado recibido de la revolución cultural del 68. Urge un nuevo manifiesto para un partido sustantivamente ecológico con una racionalidad ecológica también sustantiva, con contenidos. Como aquel Manifiesto de Marx y Engels, urge un manifiesto ecológico que comprenda la historia dentro de la naturaleza y dé pistas de cómo organizar las fuerzas de cambio. Un manifiesto que retome la undécima Tesis: los filósofos han interpretado el mundo, lo que se trata es de transformarlo, de transformar un mundo depredador de la naturaleza toda. Aquí hemos considerado cuatro órdenes temáticos en lo social, lo económico, lo cultural y lo político, cuatro órdenes temáticos entendidos como aportes para una auténtica agenda pública en materia ecológica. Ya hay quienes trabajan en ello y en todas las latitudes. Continuaremos con esta discusión. Feliz semana.

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 1º de noviembre de 2024: Artículo

Mary Pili, la corona y el perdón

  

Javier B. Seoane C.

Dicen algunos puristas de la lengua que no se pide perdón, que se ofrecen disculpas como reconocimiento de agravios cometidos. Si la etimología del verbo perdonar viene del latín perdonare, que se compone del prefijo “per” en el sentido de intensificar a la palabra que acompaña, en este caso “donare” que significa “donar y “dar”, pues no les falta razón por cuanto el perdón es un acto de dar. En cambio, “disculpa” se compone de “dis” y “culpa” que unidos vienen a significar el reconocimiento de una culpa. La verdad, la discusión me parece baladí como suele ocurrir muchas veces con el purismo, mientras no llegue al poder por supuesto. Los lenguajes son modos de vida (Wittgenstein), juegos sociales que establecen las comunidades lingüísticas. Las palabras significan lo que su uso social quiere que signifiquen. Y en latinoamérica pedir perdón es un acto de reconocer una culpa y asumir la responsabilidad ante unos daños realizados, hayan sido intencionales o no. Con este último significado trabajaré en este corto escrito. A los puristas les deseamos larga vida y un buen café en conversación con Milei o la Meloni si así gustan. 

¿Debe pedir perdón la corona española a México, y seguramente a toda latinoamérica, por los daños humanos cometidos durante la conquista y la colonia? En estos días escuché a Carlos Raúl Hernández en una entrevista con un amigo suyo decir que no, que el señor Hernán Cortés, pobrecito, fue todo un edificador de civilización. Que gracias a él y sus descendientes México fue en el siglo XVIII la capital más importante del mundo. Poco le faltó para decir que París fue su imitación. Que la malinche sí fue una mujer seria. Dijo que, por otra parte, los salvajes incas también fueron civilizados por Pizarro y sus seguidores. Después, en la misma entrevista televisada, no se dejó de hablar a ratos acerca de la posverdad (!). A falta del emoticón adecuado permítanme el signo de admiración. Por falta de ignorancia no va a padecer sufrimientos Don Carlos Raúl. No obstante, hay quienes creen que la historia fue otra, que hubo agravios, y no cualquier tipo de agravios, sino unos muy graves, contra la humanidad. Se replicará que esa vaina de humanidad y derechos humanos no era la discusión de aquel tiempo tan inmensamente lejano, o que los auténticos violadores eran esos indios salvajes. No sé. Vainas de tiempos de posverdad, dirán.

España fue en y para latinoamérica Bartolomé de las Casas. Sin duda precursor de un cristianismo amplio que ya apuntaba a los modernos derechos humanos. Fue también Sepúlveda. España construyó una civilización, también destruyó otras. España tuvo mucho de Quijote, y también de Sancho. Fue conquista, y como toda conquista fue violencia. Hay dos Españas decía Antonio Machado, alguna te ha de helar la sangre.  Una de ellas está bien simbolizada por la cruz de Santiago. Espada y cruz a la vez. Cruz para clavar en las entrañas de los infieles. El mito de España, de su fundación como Estado es la cruzada. Primero contra los moros, luego en la cristianización de América. Después, la cruzada más reciente de Franco contra rojos, masones y judíos aliados en una conspiración mundial contra la regia España católica. Esa cruz fue violenta en América. Por supuesto, también muchas de aquellas civilizaciones precolombinas eran violentas. La historia de la violencia está en todas partes. Pero ello no ha de justificar ni lo ocurrido ni lo que se quiera proyectar a lo por hacer. A la corona española no le vendría mal pedir perdón por los agravios. No todo fue, querido Felipe, bueno como dejaste entrever en tu discurso en Ciudad de México, aquel que despertó la solicitud de perdón de AMLO y hoy de Sheinbaum. Pues no olvidemos tu discurso, ese fue el contexto del que surgió la reacción del gobierno de México, como aquel discurso tuyo en Cataluña generó otra no poco adversa. Muchas cosas buenas lega España a la humanidad, cosas geniales. Y también otras no tan buenas. El perdón pedido por la corona sería, además de un acto diplomático, una sanación propia para toda España y su encuentro con la América hispana. Esperemos que la regia soberbia pueda comprenderlo algún día y actuar en consecuencia.

Mary Pili Hernández, reconocida periodista, también ha pedido perdón. Dijo que al menos ella le pide perdón a la juventud venezolana por la demolición de un país que los ha ido expulsando, que no cobija sus anhelos de futuro, que los desarraiga de su tierra. Dice con dolor que ella así lo siente, que ha tenido una cuota de responsabilidad como ex-ministra de la Juventud y como figura pública. Del mismo modo invita a que todos aquellos que han tenido responsabilidad de gobierno en las últimas décadas lo hagan. Amplía incluso más. Señala a las generaciones adultas que no hemos sabido resolver un país mejor para nuestros hijos, como toda madre y todo padre auténtico quiere para su descendencia. Pues este cúmulo de desaciertos ha sido resultado de una empresa colectiva y generacional. De unos y otros. Con ello no queremos repartir  responsabilidades por igual, las cuotas son distintas. Quienes han ejercido el poder político, el gobierno, tienen las mayores. Mas, ello no exime de la petición a otros que tengamos menores, por pequeñas que sean. No cabe duda que los problemas del país se han agudizado en los últimos años, pero no olvidemos que muchos vienen de larga data, de antes del 98 también.

He seguido por años a Mary Pili. Me parece una profesional, y sobre todo una dama, seria y muy solidaria. No comparto algunas de sus identificaciones, pero reivindico su actitud pedagógica en la formación de la opinión pública, su esfuerzo permanente por presentar un diálogo argumentado sobre los problemas que nos aquejan, su talante comprometido con las causas de los sin voz, su valentía ante un poder que se torna cada vez más opresivo con la disidencia, con la diferencia. Pidamos perdón a nuestros jóvenes, y no sólo a ellos. Se ha causado dolor, mucho dolor. Sufrimientos que han resultado del crimen contra seres humanos y contra el futuro. Es hora de detener el empeño destructivo. ¿Por qué es tan difícil pedir perdón? ¿A quién afecta el pedirlo?  ¿El reconocer que se han causado graves daños? El Rey de España no pide perdón, no tuerce su brazo, pensará. Orgulloso y con altivez marcha al igual que muchos de los gobernantes de nuestros países. No quieren sanar, su enfermedad es ya vicio y lo más grave, se vuelve tóxica contaminación pública, envenenamiento de nuestros sentires y acciones.

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 18 de octubre de 2024: Artículo

Hacia una racionalidad ecológica

Javier B. Seoane C.

Muchos son los temas de nuestro tiempo. La pobreza sin duda uno de ellos, aunque lo considero un tema subordinado al de la democracia, siempre y cuando no se entienda a esta en el estrecho corsé de un juego de partidos por el poder en un sistema político, siempre y cuando no se la entienda en la triste representación colectiva de una cuestión meramente política en donde lo político va con “p” minúscula. En el marco de este angostamiento de la democracia es que a las formas de dominación establecidas les conviene que pensemos el asunto. Sin embargo, hay que ir a la raíz, si hay pobreza no hay democracia en sentido amplio, no hay una sociedad que garantice las condiciones mínimas para el ejercicio de la libertad de todos y no de unos cuantos que histéricamente a lo Milei o a lo Díaz Ayuso gritan por “más libertad”. Entiendo la democracia como un êthos, un modo de vida ético, un modo compartido de ser y hecho carácter en nosotros como personas.

Superar la pobreza y otros temas de nuestro tiempo pasa porque se preserve la vida y, por eso, el principal tema de nuestro tiempo es la cuestión ecológica. Un irónico podría responder que la pobreza se supera suprimiendo la vida, y no hace falta reconstruir el entimema en silogismo categórico para decir que tendrá necesaria razón lógica en su responder. Pero si apostamos por la vida, y no solo la nuestra, el problema ecológico resulta de extrema urgencia. El tener que justificarlo habla ya de cierta aberración. Digamos, de entrada, que enfrentar realmente el cambio climático y demás asuntos ecológicos exige otra racionalidad y cierta nutrición metafísica. Antes de que me confundan con discípulo de Conny Méndez, a quien sin duda puedo escuchar en su cantar, paso a explicar.

Sin ánimos exhaustivos, empecemos por cierta definición de racionalidad. El gran teórico en este campo ha sido Max Weber (1864-1920). El mexicano Enrique Leff siguiéndolo nos dice: “Una racionalidad social se define como el sistema de reglas de pensamiento y comportamiento de los actores sociales, que se establecen dentro de estructuras económicas, políticas e ideológicas determinadas, legitimando un conjunto de acciones y confiriendo un sentido a la organización de la sociedad en su conjunto. Estas reglas y estructuras orientan un conjunto de prácticas y procesos sociales hasta ciertos fines, a través de medios socialmente construidos, reflejándose en sus normas morales, en sus creencias, en sus arreglos institucionales y en sus patrones de producción.” (1) La racionalidad, por ejemplo, es la que permite que un conductor pueda circular por las vías pues hay unas pautas que nos hemos dado para establecer un orden en el sentido de la marcha de los vehículos. Más allá de ello, los ingleses no resultan irracionales porque conduzcan por el lado izquierdo. Son sus pautas, sus reglas, nosotros lo hacemos por la derecha. Lo importante es que en uno y otro caso se trata de acuerdos sociales. De modo que la racionalidad es social, no hay sociedad humana que pueda reproducirse en el próximo amanecer sin una racionalidad. Que ello supone la aristotélica definición del humano como animal racional, sin duda. Pero esa racionalidad aristotélica sólo es una facultad innata si se quiere, una forma sin contenido. El contenido se lo da la vida social. 

Cabe destacar de la definición expuesta que las racionalidades sociales se reflejan en las normas y creencias. No sé si el verbo “reflejar” sea aquí el más adecuado, pues hay en todo ello una dialéctica en el sentido de que si bien las formas de racionalidad se “reflejan” en las creencias a su vez estas formas se constituyen desde las creencias. En todo caso, racionalidad y creencias para nada se excluyen, se complementan. A propósito de ello, Max Weber distinguía entre racionalidad formal y racionalidad material. Sobre la primera, bastante aristotélica, señalaba que tenía una forma universal, quiere decir que no depende de los contenidos culturales. Decía en uno de sus ensayos metodológicos que cualquiera en cualquier cultura y época puede entender las operaciones aritméticas, por ejemplo la suma de 2+2, siempre y cuando se le expliquen debidamente las reglas aritméticas. Esta racionalidad formal, muy anclada también en la teoría kantiana del conocimiento, es, en efecto, como las matemáticas, formas sin contenido. Dos más dos es cuatro, independientemente de lo que estemos sumando: manzanas, peras, marcianos, asesinos en serie o monjas carmelitas. No obstante, una historia cultural de las matemáticas (subrayo el plural) nos presenta una gran variedad en las mismas. Cuentan que las antiguas de Grecia y Roma eran insuficientes. Carecían de carácteres propios como los arábigos y cosa rara, carecían del cero. ¿Eran insuficientes para qué? Sin duda para las formas modernas del cálculo. Toda insuficiencia comporta relatividad. Ahora bien, ¿por qué griegos y romanos carecían del cero? Pues hay consenso entre muchos historiadores en atribuir tal carencia a su concepción metafísica, más precisamente, a su concepción del mundo. La misma era predominantemente hilemorfista, es decir, el cosmos es un continuum de materia, no existe el vacío, no es posible. Si no hay vacío tampoco hay cero. ¿Los llamaremos por ello “irracionales”? ¿Somos nosotros más racionales por considerar la posibilidad del vacío? Parece que matemáticas y creencias no son tan ajenas como a veces la escuela nos enseña. 

Por oposición a la racionalidad formal, Weber hablaba de “racionalidad material” para referir a aquellas formas de pensar y actuar vinculadas a valores que como tales resultan materias culturales. Por ejemplo, el sistema de administración de justicia de Venezuela y de Colombia no pocas veces enfrentan conflictos con miembros de la comida Wayúu de nuestra compartida Guajira. Parece que el valor de la justicia reparativa no se entiende igual en la administración de origen occidental que en la administración de nuestros hermanos guajiros. El Ché luchó por la libertad de los pueblos oprimidos. Empleó medios eficaces y eficientes, un ejército armado para lograr su fin. Empero, el concepto de “libertad” del Ché parece que no era el de los Rangers o el de los socialdemócratas, por solo citar algunos casos. ¿Son los Wayúus unos irracionales? ¿Lo era el Ché? No parece ser el caso. Tampoco lo son los Rangers o los socialdemócratas. La oposición weberiana entre racionalidad formal y material es sólo típica ideal. En realidad una y otra se permean. No hay racionalidad que opere sin creencias, como ya vimos con el caso del cero en las matemáticas. Justo aquí, en este punto de reflexión, entra la cuestión metafísica.

Ortega y Gasset se maravilló con la distinción que el castellano hace entre “ser” y “estar”. Decía el filósofo de El Escorial que las ideas las tenemos, mientras que en las creencias estamos. Nada más cierto. Estamos instalados en las creencias, ni las pensamos, constituyen nuestro mundo de la vida, la “actitud natural” ante el mismo. Que afuera de mi hay vacas y que son fuente de ricos alimentos es tan obvio como para un indú que son intocables y sagradas. No sé si quepa calificar a alguno, a mi o al indú, de irracional. Lo más probable es que lo que él ve en la vaca y lo que yo veo esté cómodamente instalado en nuestras creencias, en nuestra metafísica, o mejor por más preciso, en nuestra concepción del mundo. Las vacas son sagradas en un mundo, son carne o lácteos en otro. Y hay más de un mundo. Pero cuando estamos desnutridos metafísicamente quizás hay uno solo y muy pobre. 

Lo que llamo “desnutrición metafísica” se explica bien con un antiguo debate en las ciencias humanas y sociales, el debate entre “civilización” y “cultura”, a veces mal entendido en términos excluyentes. Oswald Spengler lo describió bien al referirse al occidente moderno. Mucho antes que los posmodernos, Spengler apreció hacia 1918 que la cultura occidental moderna se estaba agotando y que sólo iba quedando la civilización que forjó. La cosa es bien compleja, pero irrespetuosamente la simplificaré con el error que ello comporta. “Civilización” refiere a la parte material que produce la cultura, sus artificios técnicos, sus formas urbanas, sus maquinarias y también la tecnología estatal, jurídica y política, la racionalidad social propiamente establecida. “Cultura” remite a la parte de las creencias, los valores que sustentan el sentido de la vida personal y cooperativa, la concepción del mundo o metafísica epocal. Como estrellas solares las culturas irradian en su juventud con toda energía su sentido, el significado que producen y por el que vale la pena vivir y dar la vida. Cuando Spengler habla de la decadencia de occidente se refiere a que sus fuentes culturales son una estrella en proceso de muerte, y las estrellas muertas, ya sabemos, todavía irradian luz en nuestro cielo por un largo tiempo. En otras palabras, con el período que va entre el Renacimiento y la Ilustración de los siglos XVIII y XIX la cultura occidental floreció en lo que hemos denominado “la modernidad”. Pero a partir de 1914 el síntoma claro es de un agotamiento cultural. Cual canto de cisne el período de entreguerras fue vanguardista en lo estético y en lo político, desde los Picasso hasta los Lenin, pero ese canto poco duró, y el vaticinio de Spengler parece cumplirse. Los últimos cien años ya no producen utopía, sólo distopías, desde la lluvia ácida hasta los Blade Runner, pasando por los mundos de Huxley u Orwell. Queda, eso sí, la fascinación civilizatoria, el tener la camionetota y la casota, el último iphone y la miss operada debidamente con siliconas, las mismas con las que se operó su pareja, masculina o femenina poco importa. Ruben Blades lo llamaría “Plástico”. Queda el plástico, la silicona, lo civilizatorio que fascina, el sentido se agota. Debes ir al gimnasio todos los días, mantener una ascética del cuerpo que te mantenga en forma y alargue esta vida, la única que queda. Se trata de referentes de desnutrición metafísica, de falta de trascendencia más allá de lo material civilizatorio, de un pensar que nos lleve a preguntar por el sentido del vivir, que interpele más al ser que al tener.

La cuestión ecológica exige inexorablemente nutrirnos de otra cosmovisión, una en la que la naturaleza no devenga en mero objeto de manipulación y consumo, una en la que como aquel viejo personaje Rumildo no necesitemos movernos en automóvil particular para ir al supermercado de la esquina, una que supere el abominable mito de que el producto interno bruto debe crecer lo más posible todo el tiempo y en la que a falta de dinero el crédito inunde cualquier resquicio de vida, una en la que la fascinación por el vehículo eléctrico tome conciencia de que las baterías desgastadas pueden ser un mal peor, una en la que la cacería deportiva o las corridas de toros no sea gustoso signo de alcurnia y cultura, una que reconozca que estamos atrapados en una perversa razón técnico-instrumental y económica de la que se alimentan tanto capitalismo como socialismo. Exige una cosmovisión que entre en dialéctica con otra sensibilidad y con otra racionalidad que entienda a la naturaleza como sujeto y a nosotros los humanos como una parte de ella, su parte más inteligente. Ello supone salir del occidente agotado culturalmente, al menos el que conocemos. Sobre el contenido de esta sensibilidad y el concepto de una racionalidad ecológica queremos hablar la próxima semana en el próximo artículo. Hasta entonces amigas y amigos.

(1) Enrique Leff (comp.): Ciencias sociales y formación ambiental, Gedisa, Barcelona 1994; p. 31.

Publicado originalmente en el Portal de Aporrea el 25 de octubre de 2024: Artículo