jueves, 1 de julio de 2021

Vertebrar a Venezuela

Javier B. Seoane C. 

“Se forma así un triángulo vicioso en el cual, por la falta de integración social, económica y política, la conflictividad política incide negativamente en el crecimiento económico, lo cual agrava las tensiones sociales que, a su vez, impiden el crecimiento económico y el progreso político y social. Por su parte, la falta de estabilidad económica impide la disminución de las tensiones sociales y el consenso político necesario para superarla”. (Juan Garrido Rovira y Maxim Ross: Origen y contenido del concepto de integración nacional). 

I 

Muy difícil se ha vuelto pensar en Venezuela, más difícil escribir lo que se piensa y más complicado aún orquestar una publicación periódica. Por eso, en estos tiempos con tono apocalíptico hay que celebrar una publicación dedicada a la integración social, especialmente si la sociedad de la que emerge esta publicación padece invertebración, por remitir a una conocida metáfora de Ortega y Gasset. Ha de ser todo un desafío para la Universidad Monteávila y su Centro de Estudios de Integración Nacional llevar a cabo esta tarea. Deseemos la mejor de las suertes a esta empresa humanística pues sus éxitos seguramente serán también los del país. Los dos trabajos que comprenden el primer número de la Revista de Integración Nacional, de enero-marzo de 2021, trabajos a cargo de Juan Garrido Rovira y Maxim Ross, muestran con rigor de pensamiento y laboriosidad académica la urgencia de reflexionar e investigar el tema de nuestro tiempo: un nuevo proyecto integrador que establezca objetivos consensuados en lo social, lo económico y lo político, agreguemos también lo cultural, para la Venezuela de las próximas décadas. Latinoamérica muestra éxitos inéditos cuando se logran acuerdos consensuados e inclusivos entre los diferentes actores sociales, económicos y políticos. Ciudades como Bogotá, Medellín o Curitiva son muestra de ello. La Venezuela que emergió a partir de 1959 también. Pero hoy aquella Venezuela se agotó y Garrido Rovira y Ross que bien lo saben se preocupan por convocarnos a recrear una nueva etapa nacional. Muy de acuerdo me encuentro con su invitación y con las primeras reflexiones que dejaron en la prometedora Revista. Tan de acuerdo que pasajes de sus trabajos han sido empleados como epígrafes de las partes de este ensayo, pues esos pasajes nos han orientado gratamente para estampar las palabras que siguen. Cuando se escribe para presentar las conclusiones de una larga investigación el resultado suele ser una sistemática exposición en forma de tratado o artículo para una revista especializada. Pero se puede escribir también como esfuerzo de esclarecimiento tanto personal como colectivo pues, después de todo, la frontera entre lo personal y lo colectivo siempre es borrosa. Se obtiene así con frecuencia una exposición ensayística, abierta al diálogo crítico y a la corrección futura. Este último es el caso de estas “Notas” que presento como apuntes de cuaderno para contribuir a orquestar una agenda de discusión sobre las crisis de Venezuela y algunas de las vías de su superación. Presento de antemano mis disculpas al lector por la complejidad siempre inacabada que pueda encontrar en las siguientes páginas y apelo a su comprensión con este escritor en formación (o, quizás, deformación). Creo que decir en ciencia social “crisis de integración” guarda cierta redundancia. En cierto modo, toda crisis comporta problemas de integración. No obstante, la redundante noción de “crisis de integración” conserva un sentido importante al referirse no a una crisis coyuntural sino a una más de fondo, a una crisis estructural. Estas notas aluden a nuestra crisis de integración. Pasaré primero una breve revista sobre la relevancia de la pregunta por la integración en el pensamiento social moderno. Seguidamente, ensayaré una aplicación de algunos conceptos de este pensamiento al caso venezolano del último siglo y cerraré con algunas propuestas para el debate de su superación. 


II 

“La falta tradicional de una visión integradora de lo político, lo económico y lo social...” (Juan Garrido Rovira y Maxim Ross: Origen y contenido del concepto de integración nacional). 

La teoría social moderna, base interpretativa de las ciencias sociales, emergió como respuesta a los problemas de desintegración generados por la transformación de los vínculos tradicionales de las relaciones sociales en las formas modernas. Las obras clásicas de Marx, Tönnies, Durkheim, Simmel y Weber giran en torno a la pregunta de cómo han de construirse nuevos vínculos sociales cuando los antiguos, fundados en las creencias sagradas, han perdido su fuerza legitimadora para las instituciones. Las revoluciones modernas generaron cambios acelerados y de fondo que se manifestaron en una continua crisis sistémica con base en crónicas insuficiencias en los procesos de legitimación de las instituciones sociales. La revolución científica, con sus sucesivos capítulos en la astronomía, la física, la química, la biología y las ciencias sociales, no sirvió a la promesa protestante de encontrar a la divinidad en el libro de la naturaleza. Antes, contribuyó a desarrollar un potencial técnico y tecnológico inédito en nuestra historia humana, uno sobre el que está montado nuestro mundo actual, mas no contribuyó a crear una narrativa que sirviese de fundamento a la nueva concepción del mundo que exigían los nuevos imperativos de racionalidad de la nueva organización social. En la filosofía se expresó como crisis de la metafísica. Dominante durante parte de la antigüedad y la edad media occidentales, la metafísica pareciera haber tenido su canto de cisne en la Ilustración, intento fallido de reencantar el mundo (Weber) mediante la Diosa Razón. Ya Goya, el genial artista español, anunció tempranamente que esa Razón produce monstruos. Por su parte, la revolución francesa y su irradiación por Europa y las Américas fulminó la legitimación política ancestral dando paso al ideario moderno de la democracia y de los derechos humanos no sin generar décadas de turbulencias. De ese transitar tormentoso por el siglo XIX surgieron las ideologías que nos acompañan, a la derecha y a la izquierda aparecieron estos discursos pseudocientíficos con pretensión legitimadora del poder político. Estas ideologías fraccionaron la sociedad moderna en distintos grupos de interés cuya mediación se dificultaba por los procesos de secularización ya avanzados por la revolución científica y la Ilustración. Toda esa fragmentación se agudizó con la revolución industrial. La industrialización configuró estos tiempos marcados por la racionalidad técnica del cálculo, de la eficiencia y la eficacia. Extrajo el reloj mecánico de los monasterios y lo sembró en nuestra cotidianidad. La vida toda se organizó a partir de la medida del espacio y, especialmente, del tiempo. Todo lo sólido se desvanece en el aire, decía Marx en el siglo XIX. Todo se torna líquido, dice recientemente Bauman. Simmel esbozaba en el Berlín de 1903 la metáfora que luego Chaplín haría visual en Modern times: el ser humano atrapado entre los engranajes de una gran máquina. En este newtoniano mundo de la mecánica terrestre las narrativas del sentido de la vida quedan confinadas a la vida privada, aquella que se desarrolla allende las puertas de la fábrica o de la oficina. A la par, las revoluciones urbana y agrícola generaron la sociedad de masas de nuestro tiempo, las antinomias de la democracia moderna que previó primero Tocqueville y un siglo después, al paso de la triunfal marcha del fascismo sobre Roma, Ortega y Gasset. La sociedad industrial trajo consigo progreso y regreso: el dominio técnico sobre la naturaleza se consolidó y también la lucha de clases, la marginalización, la pobreza frente a la riqueza. Hoy, en un tiempo postindustrial (Bell, Touraine) no cabe entendernos sin todo lo que ha significado la revolución industrial, desde el timbre de la escuela que anuncia la entrada hasta la organización del Holocausto en Auschwitz. La teoría social nunca ha abandonado la pregunta por la integración en el mundo moderno. Sin duda, este eje permanente de reflexión e investigación responde a las continuas crisis sistémicas de los últimos siglos y sus sucesivas revoluciones. Las obras más recientes de Anthony Giddens, Zigmunt Bauman, Alain Touraine, Ulrich Beck, Jürgen Habermas, Agnes Heller, entre muchos otros, critican la carencia de un efectivo cemento de la sociedad en un mundo extensamente instrumentalizado y postmetafísico, archipiélago de credos, algunos irreconciliables entre sí. La interrogante de estas horas sigue siendo, aludiendo a un título de Touraine, ¿podremos vivir juntos? En un importante capítulo del trayecto de la teoría social, Talcott Parsons elaboró su conocido sistema AGIL como metodología de análisis de los sistemas sociales. Allí presenta que toda sociedad debe satisfacer cuatro imperativos funcionales vinculados con las letras AGIL, a saber: (A) adaptación a los sistemas ambientales y otras sociedades, la función económica; (G) de goal, el establecimiento de metas que dirijan la acción colectiva, la función política; (I) integración por medio del establecimiento de pautas normativas de la vida social y su institucionalización para darle un carácter orgánico mediante grupos primarios como la familia y grupos secundarios como los entes propios de la sociedad civil y la comunidad, la función sociológica; y, (L) latencia, el sostenimiento y reproducción del marco axiológico y narrativo que da sustento a la significatividad de nuestro ser económico, político y social, la función cultural. De este modo, cualquier análisis de una sociedad pasa por considerar las complejas interacciones entre lo económico, lo político y lo sociocultural. ECONOMÍA POLÍTICA SOCIEDAD CULTURA El cuadro con sus cuatro compartimentos resulta de aceptación cuasi-universal en la ciencia social contemporánea. Trascendió el estructural-funcionalismo de Parsons y lo hace suyo, por ejemplo, un teórico crítico de la brillantez de Habermas. Este lo nutre más al identificar que los dos cuadrantes superiores (economía y política) operan en la modernidad como sistemas propiamente hablando, la racionalidad imperante en ellos es sistémica y estratégica, afín a la teoría de juegos. El sistema económico con sus subsistemas vinculados a lo productivo, la circulación, lo monetario y financiero, etc. El sistema político con los principios sustentados en el voto y sus subsistemas de partidos políticos, organizaciones civiles, organismos estatales, etc. En cambio, Habermas haciendo suyas las tradiciones fenomenológica e interaccionista simbólica llama la atención que los dos cuadrantes inferiores más que sistemas en sentido riguroso se levantan sobre la base del mundo-de-la-vida (Lebenswelt), un mundo estructurado desde las cosmovisiones o concepciones del mundo (Weltanschauungen), desde lo narrativo, lo significativo que da sentido a la vida, tanto la personal como la colectiva. Su racionalidad más que estratégica es comunicativa, es decir, se dirige al entendimiento, descansa en el consenso, el acuerdo. En otros términos, estamos ante modelos diferentes de racionalidad, modelos que han de integrarse y que de no hacerlo generarán crisis sistémicas. Cabe, entonces, hablar de una integración sistémica. El teórico alemán afirmará entonces que la integración que se tiene que dar entre las instituciones y los actores sociales en el cuadrante inferior izquierdo, integración propiamente social, solo se garantiza con una integración mayor: la que se tiene que dar entre los cuatro cuadrantes del sistema AGIL, la integración sistémica, siendo el caso que se puede dar de diferentes formas. Puede acontecer, como en la modernidad europea y norteamericana, que los sistemas económico y político colonicen el mundo de la vida, los espacios socioculturales, generando sociedades con problemas de integración por factores individualistas impuestos desde una racionalidad estratégica imperial que desaloja las narrativas de sentido del ser de lo público (la escuela, la administración pública, etc.). El dinero y el poder se tornan fines en sí mismos y se imponen comportamientos anómicos en aras del logro estratégico de beneficios. Asistimos así a un tipo social en permanente amenaza de disolución, en el que todo está permitido y ha de imponerse la ley de la selva. Todo se instrumentaliza y lo que no se refugia en la esfera de lo privado, como la familia, también en franca desintegración en un mundo sediento de un êthos que otorgue sentido a la acción humana. Un mundo, para decirlo con G. Lukács, con mucho individualismo pero sin individuos (en un sentido próximo al kantiano). Empero, puede darse el caso contrario, que el mundo de la vida colonice a los sistemas económico y político generando interferencias que vuelvan crítica la integración social. Esta parece la hipótesis más aceptable para los países latinoamericanos y el mal llamado tercer mundo. En este caso, las cargas socioculturales (religiosas, morales, estéticas) generan resistencias a la racionalidad estratégica moderna de lo económico y lo político. Idearios revolucionarios, reivindicaciones culturales de pasados étnicos y otras narrativas propias de cada situación se articulan con exaltaciones populistas y una vez instaladas en el poder político buscan redirigir la economía y el Estado por modelos que colisionan con el sistema económico global. El resultado suele ser la desintegración crítica de las relaciones económicas y el enfrentamiento anómicos de fuerzas políticas que impacta en la destrucción de las instituciones sociales. Se trata, si se quiere, de una crisis sistémica por “inflación narrativa”. Como cabe apreciar, la teoría social distingue entre integración social de las instituciones y los actores e integración sistémica, una mayor en la que las esferas de lo económico, lo político y lo sociocultural forman complejos bucles para potenciarse u obstaculizarse. La primera, la integración propiamente social se engarza con y depende de la integración sistémica. La cuestión de la integración social se trata del tema de nuestro tiempo, por seguir haciendo alusión a Ortega. Es el tema actual compartido por las ciencias humanas y sociales y la filosofía práctica, ética y política, una filosofía marcada en los últimos decenios por el debate entre liberales y comunitaristas, un debate que no pocas veces ha caído en la falacia de falsa oposición que tan bien acuñara y tratara el uruguayo Vaz Ferreira en su Lógica viva. Y es que no cabe pensar en las libertades y los derechos humanos sin comunidad, aunque la existencia de la comunidad no garantice por sí misma ningún derecho individual. El individuo como persona no emerge por generación espontánea sino desde instituciones y entes comunitarios como son la familia, la escuela, el vecindario, las iglesias o los grupos de pares. Por otra parte, estas instituciones y entes pueden tornarse totalitarias para las libertades de las personas. Llegados aquí, pasemos revista a algunas aristas que creo puede sugerir esta discusión para Venezuela y su vertebración. 


III 

“Con el ingreso petrolero desde los años 30 del siglo XX hasta el presente, se logra una integración relativa social a nivel nacional, pero la falta de igualdad de oportunidades y de puntos de partida (condiciones y circunstancias materiales diferentes entre los grupos sociales) impide una integración social que se materialice en la realidad”. Revista de Integración Nacional Nº 2 /2021  (Juan Garrido Rovira y Maxim Ross: Origen y contenido del concepto de integración nacional). 

Afirmar que Venezuela ha padecido las consecuencias de las revoluciones modernas sin haber tenido alguna de ellas no resulta hiperbólico. El ideario de la revolución francesa pronto llegó a nuestras élites mantuanas y apenas Napoleón invadió España aquí entramos en varias guerras al mismo tiempo: una civil primero como bien planteó Vallenilla Lanz, y luego, a esta se le yuxtapuso otra con la metrópolis. Por si fuese poco, la tónica época romántica y napoleónica se adueñó de nuestros militares y la guerra se extendió heroicamente por toda Sudamérica. Desde entonces la epopeya forma parte de nuestras narrativas, carácter epopéyico que en parte habíamos heredado de la España que se quiso ver como hija de una cruzada. Las guerras independentistas fueron devastadoras para Venezuela, el propio Bolívar ya en sus últimas horas, y visto lo poco que quedó en pie, se preguntó por el sentido de lo logrado. El tránsito que comenzamos a partir de 1830, bajo una considerable inflación narrativa republicana, pero carente del tejido social y económico para sostenerla, nos habla de un país bien metaforizado por Pino Iturrieta como archipiélago. Falto de carácter orgánico, era archipiélago entre su aspiración moderna, republicana, y los medios para lograrla. Era archipiélago político, fragmentación que marca hasta hoy las tensiones entre centralismo y federalismo, pendular ideológico según el momento histórico entre compartir el poder por un pacto de caudillos o concentrarlo en manos de uno que salga triunfante de una de nuestras guerras civiles. Un país destruido, sin caminos, nunca muy estimado en su pasado por la metrópolis hispana para establecerse, con poca población para la extensión de su territorio y la existente diezmada por eternas endemias y un analfabetismo generalizado. Cabrujas, en su conocida entrevista, “El Estado del disimulo”, nos recuerda que su madre para llegar a Mérida tenía que salir del país a Curazao y entrar de nuevo por el Zulia. Incomunicados florecía el caudillismo regional, factor de integración y mínima seguridad en un mundo desintegrado. En este contexto, el caudillo y la madre se convirtieron en las instituciones que integraban socialmente en forma mínima en medio del caos político, militar, económico y social, instituciones muchas veces contradictorias con el ideario del Estado republicano, ideario que anhelaba frecuentemente el discurso oficial del propio caudillo, pero que en su actuar político, necesariamente autoritario en la Venezuela archipiélago, echaba por tierra los potenciales democratizadores de sus orígenes igualitaristas y populares. Por otra parte, muy estudiada está la estructura matricentrada (Vethencourt, Grusson, De Viana, Moreno, Hurtado) de la familia venezolana. La madre es la figura central y no pocas veces la única en una institución familiar sometida a los vaivenes de una sociedad en permanentes guerras intestinas, guerras que arrasaron una y otra vez los establecimientos familiares, especialmente en las regiones no protegidas por la geografía montañosa. Así, la integración de esta familia, indiscutible base primaria de la sociedad, acontece con una fuerte carga emocional, vertical en su relación interna, empobrecida en sus recursos económicos, sin mayor amparo del Estado. La figura del caudillo y de la madre se superponen y complementan. Se superponen en su verticalidad y emotividad, en su necesario comportamiento autoritario pero a la vez protector, paternalista; en su mantener en una perpetua minoría de edad (Kant) al hijo o al “pueblo”. Se complementan en la medida en que el caudillo simbólicamente aparece como el padre perdido representando seguridad, integración. Se superponen en su reclamo de lealtad al grupo, al clan tribal, en su bloqueo a un êthos moderno fundado en relaciones abstractas, legal racionales, como las de ciudadanía. El tratamiento de estos temas corre el riesgo de quedar engarzado en prejuicios patriarcales, machistas, muchas veces enclavados con profundidad en reconocidas teorías como es el caso de muchas corrientes psicoanalíticas. Se precisa entonces aclarar que la atribución a la madre y a la mujer en general de caracteres más emocionales que racionales, de un êthos orientado al cuido y a la protección, se entreteje con el dominio patriarcal entroncado en la cultura. La mujer es formada por un “programa” sociocultural para la maternidad, la sensibilidad y el cuido. El varón es “programado” para la fortaleza, la racionalidad estratégica, para representar en esa racionalidad la ley, el orden legal racional (Weber). Estas “programaciones”, estos “softwares culturales” se despliegan desde todas las agencias socializadoras y cuentan con una larga tradición más que milenaria en los que se fundan. Más allá del condicionamiento biológico hablamos aquí de un condicionamiento sociocultural. Dicho lo cual, la cuestión del matricentrismo no resulta ajena a la consideración de que el déficit moderno, legal racional de nuestras instituciones públicas se fortalece con el bucle que se configura con el carácter autoritario, vertical y emotivo del caudillismo y el matricentrismo. Vemos así que las figuras políticas y sociales calan en una cultura profunda, inconsciente, prerreflexiva y muy espontánea en sus procederes. Caudillismo y matricentrismo que integra tribalmente, en grupos gobernados por un êthos de la lealtad al jefe, y que por ello mismo se constituye frecuentemente en un obstáculo a la constitución de un êthos universalizador. Así, intuitivamente creo que puede captarse la complejidad de cómo lo simbólico y lo institucional se retroalimentan y fortalecen al articularse, también en forma retroalimentaría, con un contexto económico precario. Venezuela se quería también, siempre desde sus élites, una economía integrada liberalmente al mercado mundial. Pero lo que quedó en aquel país de 1830 no daba para eso. Sin capitales, sin población y con una precaria producción cuyos fuertes eran productos lujosos para el mercado mundial como el café, el cacao, los cueros o el añil, carente de relaciones salariales y monetarias, imperante la propiedad terrateniente obtenida como ganancia de las guerras, huérfana de cualquier financiamiento, aquella Venezuela siguió enfrentada por sus conflictos sociopolíticos, por sus guerras intestinas, siguió siendo por un siglo un país palúdico, un archipiélago demográfico y económico. Las intenciones de instituir una economía próspera e integrada al mercado mundial se desvanecieron por las adversidades históricas y los patrones socioculturales heredados. ¿Cambiaría esta situación una vez conjugados el triunfo de un caudillo sobre todos los demás con una nueva base económica con mayor fuerza financiera? ¿Cambiaría una vez llegada la economía petrolera bajo la égida de un poderoso gobernante, centralizador y modernizador del Estado en cuanto a la administración de su hacienda pública y de la Fuerza Armada Nacional? ¿Cambiaría con la larga hegemonía de Juan Vicente Gómez y su tribu triunfante? La pregunta anterior admite diversas respuestas dependiendo de los aspectos que se analicen. De ahí su capciosidad. Mas su función retórica es pasar a otro capítulo de nuestra historia y las consideraciones que queremos poner sobre la mesa para repensar la integración sistémica y social nacional. Rodolfo Quintero, precursor de la antropología sociocultural venezolana, estudió los problemas de esta integración generados a partir de la implantación de la economía petrolera. En cierto modo hizo el antropólogo lo que el novelista Díaz Sánchez realizó con Mene: una aproximación etnográfica a la naciente sociedad venezolana del último siglo. Los escritos de Quintero sobre antropología del petróleo permiten reconstruir, a modo de una Matriuska, la formación del Petroestado a partir de la constitución de los primeros campos y las primeras ciudades petroleras. Destaca Quintero que el modelo petrolero se implanta en una economía y sociedad menguadas por los conflictos internos y sus consecuencias en la vida humana. Que se trata de un modelo que necesita de considerables inversiones de capital, de altas tecnologías sólo posibles por la inversión extranjera. Por otra parte, el campo petrolero demanda fuerza de trabajo calificada en diversos grados pero no muy cuantiosa. La economía petrolera produce desde temprano grandes ganancias y da atractivos beneficios a sus obreros y empleados en comparación con los obtenidos por los campesinos y capataces de las haciendas próximas, empobrecidos y en situación precapitalista y, en consecuencia, en condiciones de servidumbre. Pronto se vuelve el campo petrolero un polo de atracción para estos campesinos que en busca de un mejor futuro generan fuertes movimientos migratorios. Los campos petroleros tienen un inmenso potencial de circulación monetaria pero poca capacidad empleadora. Así, alrededor del campo petrolero se constituye toda una economía marginal, informal, que presta diferentes servicios a los trabajadores con empleo formal, desde el chiringuito que vende desayunos hasta el prostíbulo en el que en sus ratos libres cohabitarán obreros nativos y gerentes extranjeros. Tenemos entonces un gran poder económico, que desplaza la precaria economía tradicional por el abandono de los trabajadores de los entornos rurales y la capacidad importadora de rentables empresas comerciales que pondrán en el mercado interno productos más competitivos que los locales, mas, insisto, es un poder económico, el de la industria petrolera, que emplea poco. Y sin empleo, y sin “siembra” de la renta petrolera (Adriani, Uslar), la integración social, y la sistémica nacional, siempre estará amenazada por las formas anómicas que se desprenden de la informalidad que se extiende por todos los márgenes del campo petrolera. La delincuencia y criminalidad más diversa prospera para hacerse con parte de la renta, para redistribuir la riqueza por medios ilícitos y degradantes. Es aquí donde entra la Matriuska, pues el modelo del campo petrolero, la Matriuska menor, genera una copia semejante en la ciudad petrolera, la Matriuska intermedia, y, luego, otro modelo económico y social similar a nivel nacional, la Matriuska mayor. El campo es polo de atracción, no emplea, genera cinturones marginales de miseria a su alrededor. Pasará en la ciudad, pues los campos, como Lagunillas por ejemplo, se volverán ciudades. Pasará, finalmente, en el país todo cuando comience a vivir de la renta del petróleo. La anhelada “siembra” del petróleo nunca llegó a concretarse en la creación de un aparato productivo agropecuario e industrial nacional que sirviese de base a la creación de una Venezuela moderna que integrase a sus trabajadores con buenos empleos formales. Mucho se logró. El país dejó de ser palúdico y se volvió pionero a nivel mundial en la eliminación de muchas enfermedades endémicas. La transformación de la sanidad, con magníficos hombres como Gabaldón, duplicó en tres décadas la expectativa de vida del venezolano. El país se alfabetizó aceleradamente, se construyeron escuelas por doquier, se fundó el Instituto Pedagógico, la población universitaria se multiplicó geométricamente. Se llevó a cabo toda una revolución urbana, aunque nunca precedida por revolución agrícola ni revolución industrial alguna. Creció el sector terciario de la economía sin contraparte en los sectores productivos. Ciertamente el país se modernizó aceleradamente, las grandes autopistas, comparables a las de Los Ángeles ya en la década de los cincuenta, se cubrían de confortables vehículos y una red de carreteras permitió que se pudiera viajar de un lado a otro del país. Aeropostal fue una de las pioneras entre las aerolíneas comerciales del mundo, y la televisión llegó a muy pocos años de Estados Unidos y muy anterior a la mayoría de los países europeos. La autopista entre Caracas y La Guaira fue un espectáculo de ingeniería a nivel planetario con el túnel más largo sobre la tierra. El Aula Magna de la Ciudad Universitaria de Caracas se convirtió en orgullo arquitectónico de la nación y alojaría al poco de su inauguración a la Asamblea de la OEA. Y estos son sólo algunos de muchos ejemplos de esa modernización. Políticamente, y con base en las demandas de una pequeña clase media ilustrada que se venía formando desde inicios del siglo XX, se constituyó un sistema de democracia representativa que por primera vez en la historia republicana del país desplazaría a los militares del poder y comenzaría a pendular en una lógica bipartidista. Una sociedad civil incipiente comenzó a formarse en los núcleos urbanos, pero a diferencia de aquella pequeña clase media mencionada, los nuevos sectores medios crecían sin base orgánica en la economía productiva. Se desprendían de la extensión del Estado, han sido, en buena medida, una creación del Petroestado. Tempranamente se formó este Petroestado cuando para aprovechar las cargas impositivas y regalías sobre las concesionarias petroleras mantuvo históricamente sobrevalorado el bolívar. Expresión inicial de esta lógica fue el convenio cambiario Tinoco de 1934 que, a diferencia de casi todas las economías que devaluaban sus monedas nacionales para adaptar los sectores productivos al contexto de la Gran Depresión, aquí se ajustó el bolívar sobrevalorándolo dos veces ese año. Política cambiaría que condenaría históricamente la productividad nacional, pero política muy lógica si se piensa desde las necesidades sociales que aquel país palúdico y archipiélago tenía que atender desde el aparato estatal. La misma economía petrolera exigía para su buen desempeño que se atendieran dichas necesidades. Así, parece claro que la llamada “enfermedad holandesa” genera graves estados “febriles” en economías industrializadas cuando llega repentinamente una riqueza abundante en rentas sin contraparte productiva, pero genera síntomas más graves y destructivos cuando llega a economías miserables. La consecuencia ha sido la formación del Petroestado, favorecido por nuestras carencias y un contexto internacional de guerra fría que marcó pautas keynesianas en lo económico y de Estado benefactor en lo político. Este Petroestado se extendió modernizando el país. En cierto sentido, con la renta compramos aeropuertos, hoteles en las alturas de las montañas, medios de comunicación y muchos otros bienes, pero no compramos lo que no se puede comprar: los bienes socioculturales de la modernidad, de sus relaciones abstractas de ciudadanía y de instituciones públicas reguladas procedimentalmente por formas legales racionales. Se configuró una democracia representativa y fue por décadas exitosas y vitrina latinoamericana, pero sus pies eran de barro como de barro eran también los pies de la sociedad civil. Al carecer de base productiva, la democracia estatal y la sociedad civil no disponían de medios para consolidarse y sostenerse una vez entrado en crisis el modelo rentista. Dependían de esa renta y de las posibilidades que la misma ofrecía para mantener un consenso social y político comprado. Puede afirmarse que se compró integración social con renta. Más importante aún son los nudos culturales autoritarios y semitribales procedentes de nuestro tormentoso pasado. El Petroestado venezolano resultó paternalista y autoritario. Su poder financiero se conjugó con el juego electoral de la democracia representativa. La competencia partidista por el poder y las demandas profundas de una población marginalizada y de otra más reducida, middle class, que entraba en la lógica cultural de las modernas sociedades de consumo, reclamaban del juego político electoral más ofertas de bienestar y la competencia partidista estaba dispuesta en su sed de legitimación a ofrecerlas. Esta competencia electoral, la carencia de capitales privados y la estrechez productiva nacionales incrementaron el tamaño del Estado hasta que todo colapsó pues, para decirlo con Maza Zavala, en lugar de crecer éramos un cuerpo socioeconómico que engordaba, sin músculo y cada vez más demandante para los tiempos que habrían de venir. La socióloga Mercedes Pulido decía que el Estado venezolano se volvió tan poderoso que podía darle la espalda a la sociedad, y se la daba, salvo en los momentos de competencia electoral. Y se la dio con más fuerza a partir de los años ochenta cuando la quiebra del modelo rentista ya era evidente. Uslar señalaba que el Estado no vivía del trabajo de la sociedad sino que la sociedad vivía del Estado. Y a partir de los ochenta el Estado, salvo los capítulos breves y fracasados del Gran Viraje (1989- 1992) y de la Agenda Venezuela (1996-1998), ya cada vez menos pudo sostener esa sociedad y mantener los consensos otrora “comprados” con renta. Política, economía, sociedad y cultura forman un complex, un entrelazamiento que, en el caso venezolano, por razones históricas que aquí apenas se han esbozado, nunca lograron integrarse efectivamente por largos plazos y más bien han impulsado en lo social formas anómicas, marginalizadas, que refuerzan nuestro semitribalismo cultural, extienden la desconfianza e imposibilitan consolidar un adecuado capital social en el que nos encontremos como nación. La desintegración social y la desintegración sistémica se han vuelto crónicas a lo largo de cuatro décadas. ¿Cómo romper con el triángulo vicioso que el epígrafe de Rovira y Ross, ya bien nos mostró a la entrada de este ensayo? 


IV 

“...es vital para el país reflexionar sobre la necesidad de acordar un Proyecto Integrador en lo político, lo económico y lo social, mediante el ejercicio de una democracia consensuada cuyo objetivo fundamental sea la nivelación creciente de las diferencias de propiedad, educación y poder entre los venezolanos en el marco de un crecimiento económico sostenible”. (Juan Garrido Rovira y Maxim Ross: Origen y contenido del concepto de integración nacional). 

Espero haber ofrecido una apreciación más intuitiva que dianoética a la complejidad del fenómeno de la integración social y sistémica para el caso venezolano. El carácter discursivo, conceptual, resulta siempre inacabado por las diferentes dimensiones del asunto aquí tratado, por el poco espacio disponible para un breve ensayo y por las propias carencias del autor. En todo caso, quedamos satisfechos si esta lectura puede ofrecer algunos elementos para discutir y debatir sobre nuestro diagnóstico histórico y presentar algunas luces sobre su superación. Precisamente queremos concluir esbozando con unas pocas de esas luces. Venezuela atraviesa una crisis histórica decisiva, estamos al final de una etapa de nuestra historia. La crisis, para decirlo con la consabida definición de Gramsci, descansa en que lo nuevo todavía no ha nacido y lo viejo ya sólo da problemas insolubles. El modelo rentista sustentado sobre el petróleo ya no da los recursos para sostener las necesidades nacionales. Para valiosos especialistas (entre otros Urbaneja, Naim, Piñango, Coronil), ya desde finales de los años setenta este modelo resulta insuficiente. La creación y quiebre del Fondo de Inversiones de Venezuela en esa década se presenta como conocido indicador de los límites alcanzados por el rentismo, el Petroestado creado y la adopción desde los años cincuenta de políticas de sustitución de importaciones. De modo que no hay fuentes suficientes para cubrir adecuadamente los requerimientos para un crecimiento sostenible en el país. Por otra parte, al no haberse oportunamente modificado el modelo de desarrollo se ha llegado a una crisis de integración sistémica al generarse disrupciones y bloqueos severos en las interacciones de los sistemas económico, político y sociocultural del país. Así, a las crisis económicas de los años ochenta siguió en poco tiempo la evidencia de un quiebre social al final de esa década y de inmediato una crisis severa de legitimación del sistema político que dura, como las otras crisis mencionadas, hasta hoy. Hay también de fondo una crisis cultural que se expresa como una contradicción entre los bienes de la modernidad que la población anhela y nuestras prácticas políticas y cotidianas basadas más en vínculos primarios y semitribales que en relaciones de ciudadanía (González Fabre), pero también como crisis de motivación que se refleja en la pérdida de expectativas ante el futuro y en una de sus inmediatas consecuencias: los flujos de emigración que hemos visto en el último lustro, especialmente de personas jóvenes. Cabe hablar, entonces, de una crisis histórica en tanto que agotamiento de un período que se inició hace un siglo con el paso de la Venezuela agroexportadora a la petrolera, y de una crisis sistémica en cuanto que incapacidad para integrar los sistemas económicos, político y sociocultural entre sí. La crisis sistémica se agrava con fuerza en las dos últimas décadas como consecuencia de posponer la resolución de nuestra crisis histórica, de no iniciar un nuevo capítulo en nuestra historia, sino de haber incrementado el poder del Petroestado en detrimento de los lazos comunitarios, la sociedad civil y la iniciativa privada. Curiosamente todo esto bajo el intento de instituir un socialismo rentístico (Briceño León), aunque suene a oxímoron. En este punto, lo único que queda es crear una nueva etapa histórica que dé base a una nueva integración sistémica que garantice nuestra integración social. Seguidamente daremos cuenta de algunas posibilidades para construir esa nueva integración, siempre con fundamento en los cuatros cuadrantes de nuestro sistema: economía, política, sociedad y cultura. Venezuela tiene muchas posibilidades de desarrollo económico. Entre estas muchas quiero dar una tímida aproximación a las capacidades agropecuarias, turísticas y de emprendimientos vinculados a la sociedad de la información y el conocimiento. Para nada estas tres áreas agotan las potencialidades de Venezuela, cabe hablar también de emprendimientos en pequeña y mediana empresa y, por supuesto, de energía y minas. Cada región del país ofrece ventajas comparativas y vocaciones productivas (Ross) que pueden impulsar algunas de estas capacidades y emprendimientos. Hay que revitalizar la producción agropecuaria nacional en su diversidad. De lograrse con éxito aumentaremos nuestra seguridad alimentaria, el aumento de la competitividad en el mercado interno y de cara a la exportación al mercado mundial. Hay, para este último mercado, productos nacionales atractivos vinculados no solo al cacao, el café, el maíz, los granos, las carnes rojas y blancas y el pescado, sino también frutas tropicales, vegetales y flores. Se precisan fuentes de financiamiento para políticas públicas que impulsen colonizar los campos venezolanos abandonados por una población concentrada en unos pocos núcleos urbanos en la región costera. Se requieren políticas que recuperen infraestructuras viales, de irrigación y acueductos, de producción y distribución de energía eléctrica y servicios públicos, escolares y de salud. La universidad pública debe repensarse para fortalecer con becas y préstamos que hagan atractiva a estudiantes las áreas de agronomía y veterinaria. En esto último, el Estado, como el gran propietario terrateniente del país, podría financiar con buenas ventajas a los graduados en estas áreas tierras para la producción. Habría que democratizar el régimen de propiedad para incentivar sistemas de granjas llamados a aumentar la productividad y a generar una clase media en los campos de Venezuela. Se requiere esta lógica de la granja, intermedia entre el latifundio y el conuco, para revitalizar la agricultura nacional con bases socioeconómicas orgánicas. Precisamos hacer retroceder al Petroestado empoderando a los agentes económicos y su capital social, independizar materialmente al ciudadano del Estado. Un sector privilegiado en esta transformación es el turístico, para el que Venezuela tiene sobradas ventajas comparativas, todas las de las archifamosas islas del Caribe y más. Somos el país con el mayor litoral sobre este mar. Pero somos también selva y cordillera andina. Si España, potencia turística indiscutible, se enorgullece de su eslogan “España es diferente”, Venezuela resulta bien diversa y el secreto mejor guardado de estos lares. El circuito turístico ingresa divisas directa y constantemente y las ingresa al trabajador, al ciudadano de los sectores populares, del chiringuito, el taxi y la posada, entre otros. Puede servir para organizar comunidades locales enteras. Empero, para potenciar estas bondades hace falta de nuevo fuentes de financiamiento y políticas públicas y educativas orientadas a la infraestructura y a un cambio cultural que permita el mejor trato posible al turista. Venezuela tiene una juventud dinámica, una que ha emigrado y que podría volver con su experiencia bajo mejores condiciones nacionales, siendo el caso que los que no regresen potencialmente son vínculos para establecer redes socioeconómicas rentables. Con financiamiento y políticas públicas adecuadas pueden generarse dos o tres núcleos urbanos medianos en Estados como Guárico, Mérida o Monagas, por dar ejemplos, destinados al emprendimiento en tecnologías blandas de la sociedad de la información y el conocimiento. De nuevo aquí se requiere repensar nuestra educación superior. Instituciones universitarias, empresas y Estado tienen la capacidad para articular esfuerzos y disponer de medios con que volver atractivas, mediante becas y financiamiento de emprendimientos a graduados, las carreras técnicas que nutran esta economía del presente y futuro. ¿Pero cómo conseguir las fuentes de financiamiento en un país quebrado, con muy poco capital? ¿Cómo establecer unas políticas públicas y educativas inteligentes, políticas en función de enriquecer las vocaciones regionales como gusta decir el buen amigo Maxim Ross? Para estas preguntas no hay respuesta mágica. Tiene que rehacerse el sistema político nacional bajo parámetros modernos, pues desde aquí hoy se presentan los mayores obstáculos para un reconocimiento internacional que facilite financiamiento nacional. Precisamente asistimos a una de las aristas de nuestra crisis de integración sistémica: el sistema político bloquea el desarrollo del sistema económico, a su vez, la imposibilidad del crecimiento económico destruye la legitimidad del sistema político. La reconstitución institucional del sistema político exige que los actores políticos superen su actual limitación a una racionalidad estratégica orientada a la imposición de sus voluntades mediante el ejercicio electoral o, en su defecto, el ejercicio de desplazar al “enemigo”, que no adversario, por la violencia. La reconstitución institucional demanda una racionalidad orientada al entendimiento, al acuerdo razonable y reconocimiento entre las fuerzas políticas efectivamente existentes. Esta racionalidad comunicativa (Habermas) y discursiva (Apel) se ejerce bajo el principio de la mayor inclusión factible en los procesos de deliberación, tanto de los interesados como de los posibles afectados por las decisiones a tomar. Es el camino al que apuntan las teorías de la justicia (Rawls, Walzer, Dworkin) de nuestro tiempo, un tiempo marcado por la pluralidad, por la postmetafísica en el sentido weberiano de que en la modernidad los dioses han de retirarse de la plaza pública para evitar la guerra. En otras palabras, que las ideas de la felicidad, del bien supremo no pueden imponerse si se quieren evitar conflictos destructivos, que lo público demanda una ética de la justicia en la que puedan relacionarse y cohabitar, y hasta llegar a convivir, las distintas éticas del bien. Llegados a este punto entramos en la consideración de la retroalimentación entre el sistema político y el cultural, entre la lógica imperante de la acción política y la eticidad (Hegel) en tanto que urdimbre axiológica de una sociedad. Un êthos revolucionario, maximalista en sus aspiraciones, se rige por sus propias convicciones del bien supremo. No es de extrañar que su lógica sea la del todo o nada y sus ejes valorativos apunten a la lealtad al ideario que encarna un líder o grupo de líderes. Los ideales maximalistas revolucionarios reposan al final sobre la consabida jerarquía de vanguardia y retaguardia de la “Historia”. Ya apreciamos que la estructura familiar históricamente existente, emotiva y jerárquica, es una de las fuentes de esta cultura. Apreciamos que tiende a formas tribales. Al extenderse, también al modo de una Matriuska, desde la familia hasta el Estado, se replica este tribalismo y su sed de permanente lealtad permeada de fuertes cargas emocionales. Hecha esta cultura lógica política, exaltada como ideario revolucionario, se quiebran las instituciones democráticas que exigen el desalojo de los dioses de nuestra plaza pública. Refundar la democracia en Venezuela supone romper la lógica cultural tribal, maximalista y deficitaria en su racionalidad por la intervención de las emociones y la sed inagotable de lealtad al líder. Esta tarea es la más dificultosa, mucho más que el cambio del modelo económico. Doblar la cultura es más difícil que doblar una barra de acero templado con las manos. Es tarea intergeneracional transida por la actitud natural (Schütz) ante lo que cotidianamente somos, actitud inconsciente y prerreflexiva. Hay que esclarecer este fondo inconsciente mediante un ejercicio reflexivo colectivo. Mas, si ya para el individuo resulta difícil superar sus problemas psíquicos personales, pues solo acude a una terapia esclarecedora cuando su malestar se torna consciente e insoportable, mientras tanto reniega de su enfermedad, mucho más difícil es para una sociedad completa superar su psiquismo colectivo. La buena noticia es que estamos desde hace ya un buen tiempo viviendo experiencias traumáticas graves que despiertan la inteligencia natural (Dewey), que por estas experiencias la gente que somos hemos ido cambiando nuestra mentalidad y logrando el entendimiento de que se necesitan grandes cambios en todos los ámbitos de nuestra vida nacional. Hoy tenemos un empresariado muy diferente al del año 2000. Comprende su responsabilidad social, comprende que su supervivencia pasa por la supervivencia de toda la sociedad generando bienestar. Del mismo modo, estoy seguro que estamos ante otro trabajador, uno que ya asocia trabajo con productividad y no con un mero cumplir una labor. Pero seguramente estamos ante otras familias que por el éxodo se han quebrado. Hay razones para el optimismo, si bien este tipo de cambios históricos, sistémicos y sobre todo culturales llevan su tiempo generacional. Es menester que los actores sociales, económicos y políticos consolidemos la comprensión de que estamos en otro escenario en el país, que procede tejer alianzas sobre los hilos de una racionalidad inclusiva, dirigida al entendimiento. Tejer alianzas es la clave, tejer desde las pequeñas tribus a la gran tribu país, desde la pequeña familia a la gran familia. Si nuestra sociocultura descansa en gran medida en una lógica matricentrista, explotemos entonces lo que Seyla Benhabib ha reivindicado con fuerza del êthos que se asocia con lo femenino y materno: un êthos del cuidado, de la protección y el amor, del don, de la solidaridad. Fue Durkheim quien, desde la teoría social clásica, bautizó las formas de integración social con la palabra solidaridad, cuya etimología francesa remite a la geometría, a los sólidos geométricos, a las formas consolidadas. Integrar es consolidar. Hoy para nosotros consolidar en tanto que integrar es reconocer la diversidad de nuestras vocaciones e integrarnos sistémica y socialmente como país. Por estas claves hermenéuticas parece vislumbrarse la nueva narrativa histórica de Venezuela.

Publicado originalmente en la Revista de integración nacional, Universidad Monteávila, Caracas 2021.

Artículo

miércoles, 10 de febrero de 2021

Algunas tesis para provocar una discusión sobre la Venezuela de estos tiempos, la democracia y la ciencia social.

Algunas tesis para provocar una discusión sobre la Venezuela de estos tiempos, la democracia y la ciencia social.

Javier B. Seoane C.

Caracas, febrero de 2021

Creo que el título explica lo que se propone, simplemente provocar un diálogo sobre nuestro país, la democracia y la ciencia social. Sólo son una colección de tesis, afirmaciones para tal finalidad en el marco de la celebración del día del sociólogo.

La redacción en forma de tesis, o de aforismos, puede ser comprendida de muchos modos. Si de algo sirve, lo único que queremos es, huyendo del espíritu de sistema, compartir pensamientos provisorios que desean ponerse a prueba en el encuentro con otros pensares.

Las letras “JS” que anteceden al número de la tesis significa “Jornadas de Sociología”. Sin más.

Tesis:

JS. 1: La democracia, antes que un sistema político o un método de elección de autoridades, es un êthos, un modo de ser persona (María Zambrano), un modo de vida (J. Dewey), una cultura. Por eso es un resultado histórico.

JS. 2: La democracia surge de una necesidad: la de no matarnos en una guerra permanente. Supone que surge del enfrentamiento potencial o actual. Al principio sólo era un modo de tolerar (soportar, ver etimología) al otro con quien nos toca habitar.

JS.3: De Venezuela imagino que Durkheim diría que es y ha sido una monstruosidad sociológica (cf.División del trabajo…): un Estado macrocefálico, una sociedad inorgánica en tanto que polvareda de individuos sin solidaridad. Ello tiene su razón.

JS. 4: En el último siglo Venezuela ha sufrido las consecuencias de una revolución industrial sin tenerla. Y en los últimos tiempos de una guerra sin tenerla en términos clásicos. Esta sociedad no ha podido nacer en su forma orgánica (Durkheim).

JS. 5: Venezuela no ha podido nacer como sociedad orgánica cuando de repente, en el mundo, todo lo sólido se desvanece en el aire (Marx) o todo se torna líquido (Bauman).

JS. 6: Venezuela es un campo minero (dixit Cabrujas). Pero antes Rodolfo Quintero nos mostró cómo el campo petrolero como modo de (des)integración social es modelo del país. Como una matriuska: campo, ciudad, país petroleros.

JS. 7: Pero antes de volvernos un campo petrolero ya éramos un país archipiélago (Pino Iturrieta). Y sin embargo, con un permanente anhelo republicano.

JS. 8: Creo que el êthos de la ciencia social opone a J. Dewey y Weber en el sentido de que esta ciencia no puede declararse neutral, pues para ser posible precisa de las libertades conquistadas por una sociedad democrática.

JS. 9: La ciencia social es ciencia natural, sólo que con la emergencia humana en la naturaleza ha surgido también el mundo, y el mundo tiene tres claras dimensiones: física (objetiva), psicológica (subjetiva) y, especialmente, simbólica (intersubjetiva).

JS. 10: Lo simbólico, terreno de estudio privilegiado de la ciencia social, no es meramente imaginario o accesorio. El humano es un animal simbólico (Cassirer): hemos dado la vida, y la seguimos dando, por cruces, ideales políticos, el país, el amor, la vida digna…

JS. 11: La ciencia social es autoconocimiento. Es nuestro subsistema de auto-observación (Luhmann) que busca hacer del futuro un destino socialmente elegido (Heller). Su inmenso arco va desde la producción de significado hasta la formulación de políticas públicas.

JS. 12: Por su carácter técnico, comprensivo y emancipatorio (Habermas), por su carácter de autoconocimiento, la ciencia social precisa democratizarse, volverse una propiedad de toda la sociedad. Empero, todavía está muy lejos de la Escuela y los medios.