Afirmar que Venezuela ha padecido las consecuencias de las revoluciones
modernas sin haber tenido alguna de ellas para nada resulta
hiperbólico. El ideario de la revolución francesa pronto llegó a
nuestras élites mantuanas y apenas Napoleón invadió España aquí entramos
en varias guerras al mismo tiempo: una civil primero como bien planteó
Vallenilla Lanz, y luego, a esta se le yuxtapuso otra con España. Por si
fuese poco, la tónica romántica y napoleónica se adueñó de nuestros
militares y la guerra se extendió heroicamente por toda Sudamérica.
Desde entonces la epopeya forma parte de nuestras narrativas, carácter
epopéyico y barroco que en parte heredamos de la España que se quiso ver
como hija de una cruzada contra los moros. Así se expresa en la Cruz de
Santiago, apóstol de España: cruz y espada al mismo tiempo, fe y guerra
contra los infieles. Este símbolo también nos ha perseguido a nosotros
desde la emancipación, si bien en clave más secular: guerra para la
liberación.
Las guerras independentistas fueron devastadoras para Venezuela, el
propio Bolívar ya en sus últimas horas, y visto lo poco que quedó en
pie, se preguntó por el sentido de lo logrado. El tránsito que
comenzamos a partir de 1830, bajo una considerable inflación narrativa
republicana, pero carente del tejido social y económico para sostenerla,
nos habla de un país bien metaforizado por Pino Iturrieta como
archipiélago. Falto de carácter orgánico, era archipiélago entre su
aspiración moderna, republicana, y los medios para lograrla. Era
archipiélago político, fragmentación que marca hasta hoy las tensiones
entre centralismo y federalismo, pendular ideológico según el momento
histórico entre compartir el poder por un pacto de caudillos o
concentrarlo en manos de uno que salga triunfante de una de nuestras
guerras civiles. Un país destruido, sin caminos, nunca muy estimado en
su pasado por la metrópolis hispana para establecerse, con poca
población para la extensión de su territorio y la existente diezmada por
eternas endemias y un analfabetismo generalizado. Cabrujas, en su
conocida entrevista, "El Estado del disimulo", nos recuerda que su madre
para llegar a Mérida tenía que salir del país a Curazao y entrar de
nuevo por el Zulia. Incomunicados florecía el caudillismo regional,
factor de integración y mínima seguridad en un mundo desintegrado.
En este contexto, el caudillo y la madre se convirtieron en las
instituciones integradoras en medio del caos político, militar,
económico y social, instituciones muchas veces contradictorias con el
ideario del Estado republicano, ideario que anhelaba frecuentemente el
discurso oficial del propio caudillo, pero que en su actuar político,
necesariamente autoritario en la Venezuela archipiélago, echaba por
tierra los potenciales democratizadores de sus orígenes igualitaristas y
populares. Por otra parte, muy estudiada está la estructura
matricentrada (Vethencourt, Grusson, De Viana, Moreno, Hurtado) de la
familia venezolana. La madre es la figura central y no pocas veces la
única en una institución familiar sometida a los vaivenes de una
sociedad en permanentes guerras intestinas, guerras que arrasaron una y
otra vez los establecimientos familiares, especialmente en las regiones
no protegidas por la geografía montañosa. Así, la integración de esta
familia, indiscutible base primaria de la sociedad, acontece con una
fuerte carga emocional, vertical en su relación interna, empobrecida en
sus recursos económicos, sin mayor amparo del Estado. La figura del
caudillo y de la madre se superponen y complementan. Se superponen en su
verticalidad y emotividad, en su necesario comportamiento autoritario
pero a la vez protector, paternalista (más bien maternalista); en su
mantener en una perpetua minoría de edad (Kant) al hijo o al "pueblo".
Se complementan en la medida en que el caudillo simbólicamente aparece
como el padre perdido representando seguridad, integración. Se
superponen en su reclamo de lealtad al grupo, al clan tribal, en su
bloqueo a un êthos moderno fundado en relaciones abstractas,
legal-racionales, como las de ciudadanía.
El tratamiento de estos temas corre el riesgo de quedar engarzado en
prejuicios patriarcales, machistas, muchas veces enclavados con
profundidad en reconocidas teorías como es el caso de muchas corrientes
psicoanalíticas. Se precisa entonces aclarar que la atribución a la
madre y a la mujer en general de caracteres más emocionales que
racionales, de un êthos orientado al cuido y a la protección, se
entreteje con el dominio patriarcal entroncado en la cultura. La mujer
es formada por un "programa" sociocultural para la maternidad, la
sensibilidad y el cuido. El varón es "programado" para la fortaleza, la
racionalidad estratégica, para representar en esa racionalidad la ley,
el orden legal-racional (Weber). Estas "programaciones", estos
"softwares culturales" se despliegan desde todas las agencias
socializadoras y cuentan con una larga tradición más que milenaria. Más
allá del condicionamiento biológico hablamos aquí de un condicionamiento
sociocultural. Dicho lo cual, la cuestión del matricentrismo y la
matrisocialidad no resulta ajena a la consideración de que el déficit
moderno, legal-racional de nuestras instituciones públicas, se fortalece
con el bucle que se configura con el carácter autoritario, vertical y
emotivo tanto del caudillismo como del matricentrismo. Vemos así que las
figuras políticas y sociales calan en una cultura profunda,
inconsciente, prerreflexiva y muy espontánea en sus procederes.
Caudillismo y matricentrismo que integra tribalmente, en grupos
gobernados por un êthos de la lealtad al jefe, y que por ello mismo se
constituye frecuentemente en un obstáculo a la constitución de un êthos
universalizador. Así, intuitivamente creo que puede captarse la
complejidad de cómo lo simbólico y lo institucional se retroalimentan y
fortalecen al articularse, también en forma retroalimentaria, con un
contexto económico precario. Venezuela se quería también, siempre desde
sus élites, una economía integrada liberalmente al mercado mundial. Pero
lo que quedó en aquel país de 1830 no daba para eso. Sin capitales, sin
población y con una precaria producción cuyos fuertes eran productos
lujosos para el mercado mundial como el café, el cacao, los cueros o el
añil, carente de relaciones salariales y monetarias, imperante la
propiedad terrateniente obtenida como ganancia de las guerras, huérfana
de cualquier financiamiento, aquella Venezuela siguió enfrentada por sus
conflictos sociopolíticos, por sus guerras intestinas, siguió siendo
por un siglo un país palúdico, un archipiélago demográfico y económico.
Las intenciones de instituir una economía próspera e integrada al
mercado mundial se desvanecieron por las adversidades históricas y los
patrones socioculturales heredados. ¿Cambiaría esta situación una vez
conjugados el triunfo de un caudillo sobre todos los demás con una nueva
base económica con mayor fuerza financiera? ¿Cambiaría una vez llegada
la economía petrolera bajo la égida de un poderoso gobernante,
centralizador y modernizador del Estado en cuanto a la administración de
su hacienda pública y de la Fuerza Armada Nacional? ¿Cambiaría con la
larga hegemonía de Juan Vicente Gómez y su tribu triunfante?
La pregunta anterior admite diversas respuestas dependiendo de los
aspectos que se analicen. De ahí su capciosidad. Mas su función retórica
es pasar a otro capítulo de nuestra historia y las consideraciones que
queremos poner sobre la mesa para repensar la integración sistémica y
social nacional. Rodolfo Quintero, precursor de la antropología
sociocultural venezolana, estudió los problemas de esta integración
generados a partir de la implantación de la economía petrolera. En
cierto modo hizo el antropólogo lo que el novelista Díaz Sánchez realizó
con Mene: una aproximación etnográfica a la naciente sociedad
venezolana del último siglo. Los escritos de Quintero sobre antropología
del petróleo permiten reconstruir, a modo de una Matriuska, la
formación del Petroestado a partir de la constitución de los primeros
campos y las primeras ciudades petroleras. Destaca Quintero que el
modelo petrolero se implanta en una economía y sociedad menguadas por
los conflictos internos y sus consecuencias en la vida humana. Que se
trata de un modelo que necesita de considerables inversiones de capital,
de altas tecnologías sólo posibles por la inversión extranjera. Por
otra parte, el campo petrolero demanda fuerza de trabajo calificada en
diversos grados pero no muy cuantiosa. La economía petrolera produce
desde temprano grandes ganancias y da atractivos beneficios a sus
obreros y empleados en comparación con los obtenidos por los campesinos y
capataces de las haciendas próximas, empobrecidos y en situación
precapitalista y, en consecuencia, en condiciones de servidumbre. Pronto
se vuelve el campo petrolero un polo de atracción para estos campesinos
que en busca de un mejor futuro generan fuertes movimientos
migratorios.
Los campos petroleros tienen un inmenso potencial de circulación
monetaria pero poca capacidad empleadora. Así, alrededor del campo
petrolero se constituye toda una economía marginal, informal, que presta
diferentes servicios a los trabajadores con empleo formal, desde el
chiringuito que vende desayunos hasta el prostíbulo en el que en sus
ratos libres cohabitarán obreros nativos y gerentes extranjeros. Tenemos
entonces un gran poder económico, que desplaza la precaria economía
tradicional por el abandono de los trabajadores de los entornos rurales y
la capacidad importadora de rentables empresas comerciales que pondrán
en el mercado interno productos más competitivos que los locales, mas,
insisto, es un poder económico, el de la industria petrolera, que emplea
poco. Y sin empleo, y sin "siembra" de la renta petrolera (Adriani,
Uslar), la integración social, y la sistémica nacional, siempre estará
amenazada por las formas anómicas que se desprenden de la informalidad
que se extiende por todos los márgenes del campo petrolera. La
delincuencia y criminalidad más diversa prospera para hacerse con parte
de la renta, para redistribuir la riqueza por medios ilícitos y
degradantes. Es aquí donde entra la Matriuska, pues el modelo del campo
petrolero, la Matriuska menor, genera una copia semejante en la ciudad
petrolera, la Matriuska intermedia, y, luego, otro modelo económico y
social similar a nivel nacional, la Matriuska mayor. El campo es polo de
atracción, no emplea, genera cinturones marginales de miseria a su
alrededor. Pasará en la ciudad, pues los campos, como Lagunillas por
ejemplo, se volverán ciudades. Pasará, finalmente, en el país todo
cuando comience a vivir de la renta del petróleo.
La anhelada "siembra" del petróleo nunca llegó a concretarse en la
creación de un aparato productivo agropecuario e industrial nacional que
sirviese de base a la creación de una Venezuela moderna que diese a sus
trabajadores buenos empleos formales. No obstante, hay que decir que
mucho se logró. El país dejó de ser palúdico y se volvió pionero a nivel
mundial en la eliminación de muchas enfermedades endémicas. La
transformación de la sanidad, con magníficos hombres como Gabaldón,
duplicó en tres décadas la expectativa de vida del venezolano. El país
se alfabetizó aceleradamente, se construyeron escuelas por doquier, se
fundó el Instituto Pedagógico, la población universitaria se multiplicó
geométricamente. Se llevó a cabo toda una revolución urbana, aunque
nunca precedida por revolución agrícola ni revolución industrial alguna.
Creció el sector terciario de la economía sin contraparte en los
sectores productivos. Ciertamente el país se modernizó aceleradamente,
las grandes autopistas, comparables a las de Los Ángeles ya en la década
de los cincuenta, se cubrían de confortables vehículos y una red de
carreteras permitió que se pudiera viajar de un lado a otro del país.
Aeropostal fue una de las primeras aerolíneas comerciales del mundo, y
la televisión llegó a pocos años de Estados Unidos y muy anterior a la
mayoría de los países europeos. La autopista entre Caracas y La Guaira
fue un espectáculo de ingeniería a nivel planetario con el túnel más
largo sobre la tierra. El Aula Magna de la Ciudad Universitaria de
Caracas, para la época el segundo auditorio con mejor acústica del
planeta, se convirtió en orgullo arquitectónico de la nación y alojaría
al poco de su inauguración a la Asamblea de la OEA para que se
"pavoneara" el dictador de turno. Y estos son sólo algunos de muchos
ejemplos de esa modernización.
Políticamente, y con base en las demandas de una pequeña clase media
ilustrada que se venía formando desde inicios del siglo XX, se
constituyó un sistema de democracia representativa que por primera vez
en la historia republicana del país desplazaría a los militares del
poder y comenzaría a pendular en una lógica bipartidista. Una sociedad
civil incipiente comenzó a formarse en los núcleos urbanos, pero a
diferencia de aquella pequeña clase media mencionada, los nuevos
sectores medios crecían sin base orgánica en la economía productiva. Se
desprendían de la extensión del Estado, han sido, en buena medida, una
creación del Petroestado. Para aprovechar las cargas impositivas y
regalías sobre las concesionarias petroleras este petroestado mantuvo
históricamente sobrevalorado el bolívar. Expresión inicial de esta
lógica fue el convenio cambiario Tinoco de 1934 que, a diferencia de las
economías nacionales vecinas que devaluaban sus monedas nacionales para
adaptar los sectores productivos al contexto de la Gran Depresión, aquí
se ajustó el bolívar sobrevalorándolo dos veces ese año. Política
cambiaría que condenaría históricamente la productividad nacional, pero
política muy lógica si se piensa desde las necesidades sociales que
aquel país palúdico y archipiélago tenía que atender desde el aparato
estatal. La misma economía petrolera exigía para su buen desempeño que
se satisfacieran dichas necesidades. Así, parece claro que la llamada
"enfermedad holandesa" genera graves estados "febriles" en economías
industrializadas cuando llega repentinamente una riqueza abundante en
rentas sin contraparte productiva, pero puede generar síntomas más
graves y destructivos cuando llega a economías miserables. La
consecuencia ha sido la formación del Petroestado, favorecido por
nuestras carencias y un contexto internacional de guerra fría que marcó
pautas keynesianas en lo económico y de Estado benefactor en lo
político.
Este Petroestado se extendió modernizando el país. En cierto sentido,
con la renta compramos aeropuertos, hoteles en las alturas de las
montañas, medios de comunicación y muchos otros bienes, pero no
compramos lo que no se puede comprar: los bienes socioculturales de la
modernidad, de sus relaciones abstractas de ciudadanía y de
instituciones públicas reguladas procedimentalmente por formas legales
racionales. Se configuró una democracia representativa y fue por décadas
exitosa y vitrina latinoamericana, pero sus pies eran de barro como de
barro eran también los pies de la sociedad civil. Al carecer de base
productiva, la democracia estatal y la sociedad civil no disponían de
medios para consolidarse y sostenerse autónomamente una vez entrado en
crisis el modelo rentista. Dependían de esa renta y de las posibilidades
que la misma ofrecía para mantener un consenso social y político
comprado. Puede afirmarse que se compró integración social con renta.
Más importante aún son los nudos culturales autoritarios y semitribales
procedentes de nuestro tormentoso pasado. El Petroestado venezolano
resultó paternalista y autoritario. Su poder financiero se conjugó con
el juego electoral de la democracia representativa. La competencia
partidista por el poder y las demandas profundas de una población
marginalizada y de otra más reducida, middle class, que entraba en la
lógica cultural de las modernas sociedades de consumo, reclamaban del
juego político electoral más ofertas de bienestar y la competencia
partidista estaba dispuesta en su sed de legitimación a ofrecerlas. Esta
competencia electoral, la carencia de capitales privados y la estrechez
productiva nacionales incrementaron el tamaño del Estado hasta que todo
colapsó pues, para decirlo con Maza Zavala, en lugar de crecer éramos
un cuerpo socioeconómico que engordaba, sin músculo y cada vez más
demandante para los tiempos que habrían de venir. La socióloga Mercedes
Pulido decía que el Estado venezolano se volvió tan poderoso que podía
darle la espalda a la sociedad, y se la daba, salvo en los momentos de
competencia electoral. Y se la dio con más fuerza a partir de los años
ochenta cuando la quiebra del modelo rentista ya era evidente. Uslar
señalaba que el Estado no vivía del trabajo de la sociedad sino que la
sociedad vivía del Estado. Y a partir de los ochenta el Estado ya cada
vez menos pudo sostener esa sociedad y mantener los consensos otrora
"comprados" con renta.
La desintegración social y la desintegración sistémica se han vuelto
crónicas a lo largo de nuestra historia. Urge una transformación
radical, una que va más allá de cambiar el modelo de desarrollo
económico. Hoy corremos el peligro de que nuevos actores políticos
lleguen a Miraflores, de que las razones frías y estratégicas de una
nueva geopolítica los pongan allí. Si es así, resulta lógico que estos
actores se apoyen en la potencia hemisférica haciendo lucrativos sus
negocios. ¿Y en qué otra cosa pueden ser lucrativos sus negocios si no
es en la minería y los hidrocarburos? Negocios que, de nuevo, y en otro
giro de la historia, darán platica sin empleos productivos y sin
distribución de la riqueza. El país que hoy venden a futuro los actores
políticos asociados al proyecto estadounidense parece tan miserable como
el que hemos tenido y el que tenemos, el que el socialismo rentista
llevó al paroxismo del petroestado expandiendo la pobreza y expulsando
gran parte de su población a tierras ajenas. Entrampados entre un
proyecto autoritario y entreguista a un imperio, ya completamente zombi,
y otro proyecto también autoritario, emergente y entreguista a otro
imperio, al país le urge construir su propio proyecto, uno que nazca
desde las raíces mismas de su gente, que la empodere económica y
políticamente, atendiendo a las vocaciones regionales tan diversas de
nuestra nación. No es fácil, faltará mucha pedagogía social y
financiamiento. ¿Podremos?
Publicado originalmente en el portal Aporrea: Artículo