Javier B. Seoane C.
“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”. (Immanuel Kant).
Immanuel Kant nació el 22 de abril de 1724. Nos separan tres siglos de este pensador y no obstante seguimos próximos a su obra. Alguna vez utilicé en clase una analogía entre Kant y un mapa de líneas del metro. De seguro analogía muy prosaica, mas cumplía el cometido de afirmar que el filósofo de Königsberg se podía considerar para la filosofía moderna como una estación de transferencia en la que se cruzan casi todas las líneas, por no decir todas. Epistemología, ética, estética, antropología… Todas pasan por Kant. Fenomenología, pragmatismo, existencialismo, nihilismo, estructuralismo, constructivismo, marxismo y muchos más ismos pasan por él. El filósofo que celebramos hoy en todo el planeta resulta referencia obligada de nuestro tiempo.
Nos legó un trabajo que estableció los pilares de los límites de la ciencia: sólo podemos conocer lo fenoménico, lo que se nos presenta a nuestra sensibilidad y que puede conceptualizarse por la estructura de nuestro entendimiento. Todo lo que conocemos se enmarca en coordenadas espaciotemporales y se conceptualiza en categorías limitadas de relación, modo, cualidad y cantidad. Dios, la divinidad, concebido fuera de todo espacio y tiempo así como de los límites de las relaciones, la posibilidad o probabilidad existencial, la forma determinada o el número, no puede conocerse, no es objeto de ciencia alguna. Por ello, no sigamos tratando de demostrar su existencia o inexistencia. Lo podemos pensar, pero no lo podemos conocer en su ser o no ser. Desde Kant, el problema de Dios como origen ya no es tema del conocimiento. Tampoco lo será el alma o espíritu ni cualquier otro concepto que implique totalidad. Para el filósofo estas son las grandes ideas de la metafísica (Dios, universo o ser, espíritu o yo) que siempre escapan a lo fenoménico, a lo enmarcado espaciotemporalmente, y por tanto, resultan incognoscibles. ¿Significa que esas ideas carecen de sentido? No. Que no se puedan conocer no significa que no se puedan pensar, y el ser que somos tiene una insaciable sed de pensarlas. Queremos lo inalcanzable, pero lo queremos.
¿Qué puedo conocer con certeza? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? A fin de cuentas, ¿quién soy? Son las preguntas fundamentales de nuestro ser, de nuestro pensar. Sus ensayos de respuestas, nos dice el filósofo que hoy celebramos, constituyen la historia de la filosofía, la que fue, la que es, la que será, en occidente como en oriente. Simplemente son las preguntas de todo ser humano. Y nos alerta, tratar de responderlas con dogmatismo, con principios aprióricos que establezcan como acto de fe una verdad de una vez por todas, está condenado al fracaso, sólo puede conducir a antinomias: ¿el universo tiene comienzo o es eterno? ¿Tiene límites? Si los tiene, ¿qué hay del otro lado del límite? ¿Soy libre o estoy determinado y no lo soy? El pensamiento puede decir una cosa y la otra, puede decir que estoy completamente determinado y no soy libre, como puede afirmar lo contrario. Y si quisiéramos imponer una respuesta a estas grandes cuestiones como la única cierta, nuevamente en un acto de fe, sólo haríamos violencia al mismo pensar y probablemente al actuar. Sería, por ejemplo, la actitud de la quema de brujas, del fascismo.
“Atrévete a pensar”, “sal de tu minoría de edad y reflexiona por ti mismo”. Es el mandato máximo que nos lega Kant. Se expresa bien en su ética. Rechaza categóricamente los mandamientos morales que se “fundamentan” en fuentes extrahumanas. Nietzsche aprendió mucho de esto: la moral es humana, demasiado humana. Lo cual no implica que en esta materia todo vale en el sentido de que todo dé lo mismo, de que los valores sean subjetivos, de que cada cabeza sea un mundo. Kant está también peleado con este subjetivismo, con este caprichoso renunciar a pensar. Tenemos que vivir juntos, por lo menos cohabitar. Propone entonces un mandamiento, un único mandamiento, un imperativo categórico como lo llama, uno que palabras más, palabras menos reza: actúa, empleando tu reflexión, de acuerdo con máximas universalizables. O, en otros términos, cuando tengas que tomar decisiones y actuar piensa qué debería hacer cualquier ser humano puesto en tu situación, no como el yo que eres, con tus simpatías y antipatías, con tus intereses y motivaciones particulares. Por ejemplo, si puedo robar el erario público pues cualquiera puede robarlo y, entonces, ya sabemos las consecuencias. “Atrévete a pensar”, pon entre paréntesis tus gustos y disgustos y conviértete en un legislador universal. Agrega, cada ser humano es un fin en sí mismo, evita utilizar al otro como medio, no lo instrumentalices. Pon límites a tu racionalidad estratégica. Tú puedes hacerlo porque eres libre. No puedo demostrarte que científicamente lo seas, pero siempre puedes decidir de otro modo. Si la libertad no es tema de la ciencia sí lo es de la ética, de la razón práctica. Pues, si no hay libertad, si el genocida lo es porque le pegó la luna o porque su carta astral así lo decidió, o porque cualquier otra fuerza extrahumana, satánica, así lo decidió, entonces bajemos la santamaría de la ética, cerremos este camino reflexivo, pero con el mismo cerremos también el juzgar al criminal, cerremos el camino del derecho. Grande Kant. Una ética con un sólo mandamiento, uno que no tiene contenido. No te dice: “no matarás”, pues quizás haya que hacerlo para salvar miles de vidas. No. No hay en Kant diez o veinte mandamientos. Hay uno solo, y te da una sola instrucción. “atrévete a pensar”. Desde entonces la reflexión ética no volvió a ser la misma.
Kant es hijo de su tiempo. Creo que fue mi maestro Alfredo Vallota quien en una clase en la Simón Bolívar señaló que su teoría de la ciencia es una perfecta sociología del conocimiento de su época. Una teoría newtoniana, de espacio y tiempo absolutos. Mucha agua ha corrido desde entonces, empezando por las corrientes de las geometrías múltiples y la física einsteniana. Pero ciertamente ya no resulta concebible en esta materia volver a antes de Kant. Como tampoco en ética o en política. Fue el filósofo de Königsberg contemporáneo de la revolución francesa y, sin duda, coqueteó y algo más con su ideario democrático. Nos dejó en lo ya comentado una serie de elementos básicos para fundar los derechos humanos y en su tratado sobre la paz perpetúa esbozó un sistema de naciones unidas, pero uno serio y no la mamarrachada que desde el 45 nos hemos dado. Las teorías más vanguardistas de nuestro tiempo a propósito de la democracia deliberativa, participativa y protagónica, tienen una clara raíz neokantiana. Nos habló en su tercera crítica de la estética, de las bellas artes, del sentimiento de lo sublime. Podríamos estar horas hablando de lo que habló sin agotarlo. No en balde llevamos trescientos años en ello.
Nuestra forma civilizatoria celebra mucho a los Napoleón, poco a los Kant. Las claves hermenéuticas de nuestra historiografía hegemónica, en Europa como en América Latina, provienen de las artes marciales. Es una historia de la belicosidad, del conflicto, del poder y la dominación, de la sangre. Una que poco se atreve a pensar, una que poco tolera la crítica. Sin embargo, y aunque pocas veces contada, nuestra historia humana, creo que nuestra mejor historia humana, está repleta de grandes artistas y pensadores, de auténticos genios que con sus obras nos muestran otros horizontes, unos que enseñan un camino posible sin tanto conflicto y sin sangre. En estos genios, en estos grandes artistas y pensadores, se sintetiza en su momento lo mejor de la humanidad. Por consiguiente, bien podemos decir que alimentan nuestro espíritu. Kant está entre ellos nutriendo la crítica. Feliz cumpleaños Señor Kant, que sean muchos más.