lunes, 15 de abril de 2024

Cien años de fascismo y más

Javier B. Seoane C.

 Una ya lejana tarde caraqueña mi hija, de alrededor de nueve años, me preguntó: “Papá, ¿qué es el fascismo?”. Atónito, no pude responder con precisión alguna. Para nada me esperaba esa interrogante. Lo curioso era la pregunta misma en una pequeña niña. ¿Cómo explicar el asunto? Hoy, cuando se habla de una ley antifascista, me invade la misma inquietud. 

Veamos algunas cosas. Historiográficamente el fascismo es un movimiento político que apareció en Italia hace poco más de un siglo, que tuvo al frente el liderazgo carismático de Benito Mussolini y que después, con sus diferencias se extendió a otros países como fue el caso de la falange española o del nacionalsocialismo alemán. Lo que suele unir a los movimientos fascistas de aquella época se caracteriza, sin ánimo de exhaustividad, por la exaltación del nacionalismo; de las tradiciones locales; en muchos casos de prejuicios raciales y patriarcales; el rechazo al modelo liberal tanto en lo económico como en lo político, dándole al Estado un papel activo en la organización de la sociedad; la aversión a los comunistas; la supresión de los sindicatos en un sindicato y partido únicos; la supresión también de otras organizaciones intermedias entre sociedad y Estado por lo que tienden al totalitarismo, a la relación directa de Estado e individuo que Émile Durkheim calificó de monstruosidad sociológica; la creación de enemigos y el ejercicio de la violencia hasta llegar incluso al exterminio de los mismos; y, por decirlo eufemísticamente, ambigüedad ideológica. Con relación a esto últimos hubo fascismos a la ultraderecha y a la ultraizquierda, desde Mussolini y Hitler hasta Stalin y Pol Pot. 

Empero, no creo que la Ley refiera a los movimientos fascistas del último siglo. Por ello, redundar en ello no parece necesario, además, seguramente el lector probablemente estará bien documentado o tendrá información a la mano más enriquecedora que la mía consultando la web o la biblioteca. Interesa más la “actitud fascista”, la predisposición a actuar de un modo fascista. Me parece que una Ley antifascista en la Venezuela actual apunta en esa dirección. Creo igualmente que a eso se refería mi hija aquella tarde caraqueña. Quizás en su escuela algún compañero llamó a otro “fascista”. Y es que en los patios escolares muchas veces uno se encuentra con la actitud fascista, como también se la encuentra en programas de televisión, de radio y con mucha frecuencia en las llamadas redes sociales. La actitud fascista está por doquier. Sin embargo, poco o nada decimos, así que veamos de qué puede ir el asunto.

En estos días una amiga mencionó en una conversación a Umberto Eco, inmediatamente recordé su texto sobre el Ur-fascismo o fascismo eterno y el enlace que durante años en mis clases hacía entre este escrito de Eco y una especie de tipología de la actitud fascista sacada de “la personalidad autoritaria” de Adorno y Horkheimer. Autoritario y fascista no son sinónimos. Todo fascista es autoritario y tiende a posturas totalitaristas. No todo autoritario porta actitudes fascistas. Pero vayamos directamente al grano. Expongamos sucintamente los rasgos de la actitud fascista, primero a partir de Eco y luego complementando con Adorno y Horkheimer.

Eco, además de las características que ya señalamos arriba de los movimientos fascistas, menciona como rasgos de la actitud fascista el voluntarismo, en el sentido de sobrevalorar la acción y menospreciar la reflexión o el pensamiento; el juicio de que los desacuerdos son traición, es decir, intolerancia a otras formas de pensar y actuar diferentes a las propias, intolerancia a lo extranjero, a lo forastero; inclinación por las teorías de la conspiración, los otros en contubernio buscan destruir al grupo propio; el juicio de que el pacifismo beneficia al enemigo y es síntoma de debilidad; promoción de un elitismo popular en el sentido de exaltación del “pueblo” al que se pertenece; el heroísmo como norma; amenaza al otro mediante el uso de armas; y, la actitud democrática en tanto apertura y reconocimiento del otro se aprecia como síntoma de debilidad y decadencia. Con Adorno y Horkheimer agregamos: una personalidad estricta y orientada al deber por el deber impuesto por alguna autoridad exterior, en otros términos, moral heterónoma; estereotipación del otro; tendencias a creencias místicas y supersticiosas; y, creencia en las jerarquías con subordinación a las mismas. Cabría agregar en este diálogo imaginario a la maravillosa filósofa Hannah Arendt, pero en otra oportunidad le dedicaremos una reflexión solo a ella.

Adorno y Horkheimer junto con su instituto de investigaciones crearon una escala de actitudes autoritarias que denominaron “Escala F”. La “F” por fascismo. Buscaban investigar la extensión de la actitud fascista más allá de la Italia, la Alemania o la España de los años veinte y treinta. En los años cuarenta aplicaron la Escala a una muestra de ciudadanos estadounidenses y encontraron presencia de varios de los rasgos mencionados en un alto porcentaje. Cabe decir que no hace falta, como bien dice Eco, tener todos los rasgos. Es suficiente tener un buen número de los mismos para alarmarse por la tendencia. Tampoco es necesario concentrarse en entornos políticos profesionales, pues se trata de una actitud extendida socialmente que puede localizarse desde las pandillas de adolescentes (las patotas como decíamos antes) hasta los clubes deportivos, desde sectas religiosas hasta determinados grupos económicos. El facha puede encontrarse en cualquier sitio y en cualquier momento. Incluso dentro de la familia muchas veces en el sádico marido que somete a la mujer sólo por considerarla inferior.

Hace cien años los fascistas se sentían orgullosos de serlo. Pero dada la horrorosa historia del siglo XX, ahora se tilda de fascista al otro, es un epíteto frecuente para despreciar al otro. Lo grave es que muchas veces el propio facho acusa al otro de serlo, y lo hace también muchas veces de modo inconsciente. Günter Grass, el famoso escritor alemán, decía que el gen del nazismo seguía entre sus conciudadanos a pesar del trauma y años transcurridos desde Hitler. El gen fascista está también entre nosotros, por doquiera. A nivel mundial los partidos ultra, sobre todo a la derecha, crecen en adeptos, la democracia como idea corre sus peores tiempos, ya no digamos como práctica. Vivimos en sociedades cada vez menos integradas, las viejas formas de organización como sindicatos, partidos, movimientos sociales han sido barridas por las nuevas formas del trabajo y las nuevas tecnologías de (des)información. Del mal llamado tercer mundo huyen millones de personas cada mes. Son los herederos de un imperialismo y colonialismo que los expolió durante siglos, que sólo les dejó miseria y los lanzó a competir en una piscina llena de tiburones. Buscan entrar en el mal llamado primer mundo. En este el Estado de Bienestar viene recibiendo palos cual piñata desde la era Thatcher-Reagan. Crece el desempleo, los mini-jobs, la edad de jubilación la extienden 2 años prácticamente en cada legislatura nueva, la salud y educación públicas se privatizan o lo serán en poco. El extranjero como el progresista son vistos como amenaza, los llamados al supremacismo de un determinado grupo son bien recibidos por sus resentidos oyentes. Votaron por Trump, votaron por Meloni, votaron por Milei, probablemente lo hagan en los próximos meses por Alternativa para Alemania y por Marine Le Pen. En este mal llamado primer mundo hablamos de sociedades que fueron industriales y ahora, en la época postindustrial, en la época del gran capital financiero, sólo tienen chatarra, como lo que queda de la ciudad de Detroit. Menos ricos que son más ricos y más pobres que son más pobres. 

De vuelta al “tercer mundo”, y en cuanto a Venezuela, difícil ver mayor desintegración. Todo el modelo de desarrollo económico de la última centuria, sustentado sobre la industria petrolera, entró en crisis a finales de los años setenta. Como decía Maza Zavala, el país engordó, rebasó con nuevas necesidades lo que podía ofrecer aquel frágil músculo de los hidrocarburos y la minería depredadora. Las élites políticas, a pesar de ciertos estertores como la COPRE, prefirieron conservar sus privilegios a cambiar el rumbo. Un país estrangulado las echó en 1998. Pero después, con una nueva bonanza de la lotería petrolera, se experimentó un socialismo rentista engordando más el Estado. Con la ayuda de cierta oposición y de Estados Unidos todo estalló definitivamente a los pocos años, ahora no sólo hay estrangulamiento, hay colapso, crisis sistémica, crisis histórica de gran envergadura. Del país huye su juventud, no visualiza su futuro aquí. Partidos no hay, solo franquicias propiedad de privados, incapaces de enlazar con la sociedad, de tener bases orgánicas en el país. A los sindicatos y gremios se les puso desde el gobierno sindicatos y gremios paralelos, a las universidades otras universidades paralelas, al sistema de salud otro sistema paralelo, y así sucesivamente. El país engordó, no de buena y bella gordura, de las que pintaba el maravilloso Fernando Botero, sino de gordura mórbida por irresponsabilidad de una política antropófaga del gobierno y de una parte hegemónica de la oposición, bobalicona, ególatra y con mucho de facha. El país está invertebrado, le urge un proyecto para vertebrarse, para integrarse, para tener futuro.

El fascismo como actitud se origina en la vida social humana, no llega en platillos voladores de Marte. El fascismo emerge desde la desintegración social con la promesa de integrar, unir. Procede con violencia, con exclusiones, se declara “anti” en muchas cosas, demasiadas. No, no es un asunto de leyes. Ya las tenemos. La ley contra el odio, la ley de no se qué y de no se cuánto. Pensar que a punta de leyes creamos realidades es, además de fantasioso, peligroso. Digamos también que una ley antifascista tiene algo de contradictoria. Como se podrá apreciar, el prefijo “anti” resulta muy querido por los propios fascistas. Se trata, más bien, de la formación del carácter moral de la persona, se trata de educación, tarea que no está confinada a la escuela y menos en un país en la que ha sido demolida. Educadores sin duda, para bien o para mal, somos todos. Eso sí, los primeros magistrados de la República, como el Presidente del Ejecutivo o el Presidente del Legislativo, por sólo citar dos, son también los primeros educadores. Pero aquí hay que preguntarse con Marx: ¿quién educa a los educadores?

Publicado originalmente en el portal Aporrea el 6 de abril de 2024: Artículo