martes, 23 de abril de 2024

Digresiones inspiradas por una Reina de Corazones en la oposición

 

Javier B. Seoane C.

De cuentos infantiles y dramas

Los cuentos infantiles resultan muy políticos. Realizados por adultos para un público infantil guardan el propósito de modelar la generación del futuro con determinadas actitudes y valores. El grueso de los mismos emerge desde las entrañas populares, desde el mismo centro cultural de un pueblo. Luego, como los hermanos Grimm o Disney, hay quienes los sistematizan con sus propios matices intelectuales y comerciales. Sin duda alguna, constituyen un material de análisis socioantropológico y psicoanalítico exquisito. Por ejemplo, llama la atención el carácter negativo que tiene la naturaleza en muchos de los mismos. Las representaciones del bosque oscuro que esconde peligrosos lobos o ancianas brujas repletas de verrugas abundan y suelen simbolizar lo hostil de la naturaleza. Buena expresión de una civilización que como la occidental ha buscado desde sus mismas entrañas míticas judeocristianas y grecorromanas ser ama y señora del mundo, ser una Reina de Corazones. 

Según cuentan, en la época de la Inglaterra victoriana Lewis Carroll ideó en poco más de un cuarto de hora un cuento infantil, y no tan infantil, dirigido a sus sobrinos durante el paseo de una plácida tarde. Antecedente poco reconocido de la literatura surrealista, se trata de un maravilloso cuento con algunas alegorías políticas, hablamos de “Alicia en el país de las Maravillas”. Uno de sus personajes, la Reina de Corazones, dispuesta con gran ego y muy adolescente en su proceder, vive insultando a sus adversarios y ordenando su decapitación. Muchos vieron que el personaje aludía a la rígida Reina Victoria. Sin embargo, parece que esta no se dió por aludida y le pidió a Carroll que le dedicara su próxima obra, obra que no desarrolló como personajes a los alacranes pues la prolífica imaginación de Carroll no dio para tanto. Suele pasar que los monarcas, tanto en el gobierno como en la oposición, no se percatan de que están desnudos. ¿Tendremos nosotros una Reina de Corazones? Después de todo en nuestro mundo hay muchas reinas de corazones así como hay reyes de bastos, ello tiene que ver con nuestro ser occidentalizado.

Y es que en la cultura occidental moderna predomina el género dramático. Reemplaza en esto al predominio de la tragedia en su raíz griega. En el género dramático se arman una serie de nudos problemáticos, de malos entendidos que se resuelven favorablemente en el último minuto, al cierre de un plazo, in extremis, en el capítulo final del culebrón de turno. Nuestra política tiene mucho de este género, hay que esperar hasta el final para ver cómo se resuelve la cosa. Tristemente a veces el drama se transforma en tragedia y entonces todo termina en un final doloroso y destructivo que se repite una y otra vez. Pasa en telenovelas, pasa en los cuentos, pasa en la vida real, pasa en nuestra política.

De la odisea occidental, la razón estratégica y la sospecha de la conspiración

El occidente moderno se visualiza a sí mismo como la odisea de conquista del mundo, una que no se agota en la naturaleza exterior. Hay que dominar también la naturaleza interior. La empresa para este propósito descansa en el ejercicio de una política que a partir del renacimiento se tecnifica cada vez más. Foucault hablaría de una biopolítica y un biopoder. El genial Stanley Kubrick nos dejó un legado cinematográfico al respecto. Su obra, generalmente tomada de la literatura del último siglo, muestra una y otra vez la voluntad de dominio que Nietzsche elevó a categoría ontológica. “Doctor Strangelove” describe bien la relación erótica que nuestra masculina forma civilizatoria guarda entre la guerra y el poder, la efervescencia sexual que despierta en no pocos el eyaculante hongo de la bomba atómica o las fálicas cabezas de los misiles nucleares. “2001, Odisea del espacio” nos abre la ventana de una racionalidad insaciable por hacerse con el dominio de la naturaleza exterior hasta sus últimos confines. “La naranja mecánica”, caso atípico para quien escribe de una versión fílmica que supera a la novela, nos habla de esa voluntad de dominio vuelta hacia la colonización completa de la mente, de la naturaleza interior, mediante la tecnología tangiblemente intangible de las peligrosas ciencias humanas y sociales asociadas con los intereses de control del gobierno representados por el sonriente Ministro del Interior. Como en “Pinky y Cerebro”, se trata de conquistar el mundo mediante la técnica, tanto extensiva como intensivamente.

La política venezolana no resulta extraña a esta lógica civilizatoria. Unos y otros, tirios y troyanos, con soberana obediencia siguen los consejos de sus asesores. Estos se han formado bien, sea en Harvard o en La Habana, en Oxford o en Moscú. Tecnólogos electorales que desde jovencitos se han “quemado las pestañas” con las lecturas clásicas de Maquiavelo y Hobbes o con los más recientes teóricos de la posverdad. No importa cuántas sean. Seguramente se quemaron tanto las pestañas que quedaron ciegos y ahora sólo dicen “alacranes” o “hasta el final”. Todas esas lecturas reposan en una sola racionalidad, la estratégica, el tipo de racionalidad basada en el cálculo instrumental de movilizar como medios a hombres y mujeres para que sean funcionales al objetivo que se propone la voluntad de dominio. ¿Los criterios? Eficiencia y eficacia. Los mejores medios serán los que al menor costo, con mayor rapidez y de modo más contundente movilicen a las personas en función de los intereses del amo en cuestión. Es la racionalidad de la política occidental triunfantemente planetaria. Es la misma racionalidad de la empresa capitalista, de las fuerzas armadas que buscan imponer su voluntad en la guerra así sea descargando bombas atómicas sobre ciudades enteras en nombre de la “democracia”, del equipo deportivo que con fintas engaña al rival para llevarse la copa, del enamorado que busca conocer los gustos de su objeto de deseo para ofrecérselos y cautivarlo, del publicista que procura bien que se venda el pernicioso producto para la salud del cliente, del artista que termina pintando lo que le solicita el mercado de su tiempo, del empresario que trae al profesor de filosofía para que le dé un taller de ética a sus empleados, de ética como cosmética diría Adela Cortina. Esta racionalidad instrumental-estratégica se ha vuelto transversal, atraviesa todas las esferas de la vida humana, se ha elevado a nuestra forma de entender la razón. Pues bien, esta es la racionalidad demagógica de ese fantoche llamado político profesional, obediente del asesor proveniente de las ciencias humanas y sociales, asesor dador de la tecnología retórica para persuadir a los electores a su favor. “Alacranes”. “Hasta el final”. Hace unos meses había hasta un mantra que ya olvidé.

La voluntad de dominio de la racionalidad estratégica es voluntad permanente de sospecha. Paul Ricoeur bautizó a Marx, Nietzsche y Freud como los filósofos de la sospecha. Arguye que los tres comparten mediante los conceptos de ideología, voluntad de poder e inconsciente una tesis común reinante en nuestro tiempo: la idea de que tras cualquier propuesta se esconde una desconocida trampa para someternos. Las teorías de la conspiración llevan esta tesis al paroxismo. La política se vuelve un lugar privilegiado para este análisis. Los políticos, puestos casi siempre en la posición estratégica de un jugador de dominó, desconfían unos de otros. “Alacranes”. “Hasta el final”. Pero al final, los espectadores también desconfían de ellos pues con el tiempo descubren sus argucias y hasta se cansan de las mismas. Con ello se generaliza el clima de sospecha de conspiración permanente y se disparan los mecanismos psicosociales de agresión como método de defensa y conquista. Todos somos alacranes.

Hasta el final

Paul Ricoeur, quien fue reconocido hermeneuta, afirmaba que la voluntad de sospecha es un modo de interpretación de lo real, pero no el único. Oponía a este modo la voluntad de escucha, orientada a la comprensión del sentido de lo real. Pongamos un ejemplo, de su propia cosecha: el Estado. Tanto en Maquiavelo y en Hobbes como en el marxismo y en muchas otras corrientes modernas el Estado es el aparato de Estado, un artilugio creado por las clases dominantes para someter mediante represión e ideología a los dominados. Y ciertamente el Estado tiene mucho, muchísimo, de eso. Pero, ahora en modo de escucha, el Estado es también la forma histórica que una sociedad se ha dado para organizar su complejidad. Puesto en términos hegelianos, el Estado emerge desde los conflictos de la sociedad civil para consensuar un orden imprescindible para la sobrevivencia de todos. Y ciertamente el Estado hace falta para construir y darnos un orden. Ricoeur propone una dialéctica entre sospecha y escucha, una mediación que permita entender la necesidad del Estado y la necesidad de recrearlo combatiendo sus estructuras de dominación. Obviamente, esta lana ricoeuriana se teje bien con la proveniente de Apel y Habermas en el sentido de que la voluntad de escucha ha de superar la racionalidad estratégica en una racionalidad comunicativa orientada al entendimiento, a la formación de consenso mediante un diálogo argumentado. Todo ello, que obviamente no es más que una idea regulativa, un deseo que bien puede orientar nuestra acción para aproximarnos al mismo, tiene el propósito de evitar la guerra, la destrucción, de acordar las condiciones para un mínimo de paz y mejorar la vida de la mayoría.

Pero, mientras tanto, hay que decir con la sabiduría popular que deseo no preñar. La racionalidad estratégica de la voluntad de dominio y su lógica de la sospecha y la conspiración siguen imponiéndose en el escenario político nacional. Siempre cabe esperar milagros, pero la masa no está pa’ bollos. Nuestra Reina muestra claros indicios de sordera, no escucha, sólo sospecha. ¿A dónde conducirá la razón estratégica de nuestra Cenicienta, siempre al borde del plazo de la medianoche, de nuestra Reina de Corazones de la oposición hegemónica venezolana? ¿Hasta el final? ¿Cuál final? ¿El final que es la muerte? Amanecerá y veremos.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el jueves 18 de abril de 2024: Artículo

lunes, 15 de abril de 2024

Cien años de fascismo y más

Javier B. Seoane C.

 Una ya lejana tarde caraqueña mi hija, de alrededor de nueve años, me preguntó: “Papá, ¿qué es el fascismo?”. Atónito, no pude responder con precisión alguna. Para nada me esperaba esa interrogante. Lo curioso era la pregunta misma en una pequeña niña. ¿Cómo explicar el asunto? Hoy, cuando se habla de una ley antifascista, me invade la misma inquietud. 

Veamos algunas cosas. Historiográficamente el fascismo es un movimiento político que apareció en Italia hace poco más de un siglo, que tuvo al frente el liderazgo carismático de Benito Mussolini y que después, con sus diferencias se extendió a otros países como fue el caso de la falange española o del nacionalsocialismo alemán. Lo que suele unir a los movimientos fascistas de aquella época se caracteriza, sin ánimo de exhaustividad, por la exaltación del nacionalismo; de las tradiciones locales; en muchos casos de prejuicios raciales y patriarcales; el rechazo al modelo liberal tanto en lo económico como en lo político, dándole al Estado un papel activo en la organización de la sociedad; la aversión a los comunistas; la supresión de los sindicatos en un sindicato y partido únicos; la supresión también de otras organizaciones intermedias entre sociedad y Estado por lo que tienden al totalitarismo, a la relación directa de Estado e individuo que Émile Durkheim calificó de monstruosidad sociológica; la creación de enemigos y el ejercicio de la violencia hasta llegar incluso al exterminio de los mismos; y, por decirlo eufemísticamente, ambigüedad ideológica. Con relación a esto últimos hubo fascismos a la ultraderecha y a la ultraizquierda, desde Mussolini y Hitler hasta Stalin y Pol Pot. 

Empero, no creo que la Ley refiera a los movimientos fascistas del último siglo. Por ello, redundar en ello no parece necesario, además, seguramente el lector probablemente estará bien documentado o tendrá información a la mano más enriquecedora que la mía consultando la web o la biblioteca. Interesa más la “actitud fascista”, la predisposición a actuar de un modo fascista. Me parece que una Ley antifascista en la Venezuela actual apunta en esa dirección. Creo igualmente que a eso se refería mi hija aquella tarde caraqueña. Quizás en su escuela algún compañero llamó a otro “fascista”. Y es que en los patios escolares muchas veces uno se encuentra con la actitud fascista, como también se la encuentra en programas de televisión, de radio y con mucha frecuencia en las llamadas redes sociales. La actitud fascista está por doquier. Sin embargo, poco o nada decimos, así que veamos de qué puede ir el asunto.

En estos días una amiga mencionó en una conversación a Umberto Eco, inmediatamente recordé su texto sobre el Ur-fascismo o fascismo eterno y el enlace que durante años en mis clases hacía entre este escrito de Eco y una especie de tipología de la actitud fascista sacada de “la personalidad autoritaria” de Adorno y Horkheimer. Autoritario y fascista no son sinónimos. Todo fascista es autoritario y tiende a posturas totalitaristas. No todo autoritario porta actitudes fascistas. Pero vayamos directamente al grano. Expongamos sucintamente los rasgos de la actitud fascista, primero a partir de Eco y luego complementando con Adorno y Horkheimer.

Eco, además de las características que ya señalamos arriba de los movimientos fascistas, menciona como rasgos de la actitud fascista el voluntarismo, en el sentido de sobrevalorar la acción y menospreciar la reflexión o el pensamiento; el juicio de que los desacuerdos son traición, es decir, intolerancia a otras formas de pensar y actuar diferentes a las propias, intolerancia a lo extranjero, a lo forastero; inclinación por las teorías de la conspiración, los otros en contubernio buscan destruir al grupo propio; el juicio de que el pacifismo beneficia al enemigo y es síntoma de debilidad; promoción de un elitismo popular en el sentido de exaltación del “pueblo” al que se pertenece; el heroísmo como norma; amenaza al otro mediante el uso de armas; y, la actitud democrática en tanto apertura y reconocimiento del otro se aprecia como síntoma de debilidad y decadencia. Con Adorno y Horkheimer agregamos: una personalidad estricta y orientada al deber por el deber impuesto por alguna autoridad exterior, en otros términos, moral heterónoma; estereotipación del otro; tendencias a creencias místicas y supersticiosas; y, creencia en las jerarquías con subordinación a las mismas. Cabría agregar en este diálogo imaginario a la maravillosa filósofa Hannah Arendt, pero en otra oportunidad le dedicaremos una reflexión solo a ella.

Adorno y Horkheimer junto con su instituto de investigaciones crearon una escala de actitudes autoritarias que denominaron “Escala F”. La “F” por fascismo. Buscaban investigar la extensión de la actitud fascista más allá de la Italia, la Alemania o la España de los años veinte y treinta. En los años cuarenta aplicaron la Escala a una muestra de ciudadanos estadounidenses y encontraron presencia de varios de los rasgos mencionados en un alto porcentaje. Cabe decir que no hace falta, como bien dice Eco, tener todos los rasgos. Es suficiente tener un buen número de los mismos para alarmarse por la tendencia. Tampoco es necesario concentrarse en entornos políticos profesionales, pues se trata de una actitud extendida socialmente que puede localizarse desde las pandillas de adolescentes (las patotas como decíamos antes) hasta los clubes deportivos, desde sectas religiosas hasta determinados grupos económicos. El facha puede encontrarse en cualquier sitio y en cualquier momento. Incluso dentro de la familia muchas veces en el sádico marido que somete a la mujer sólo por considerarla inferior.

Hace cien años los fascistas se sentían orgullosos de serlo. Pero dada la horrorosa historia del siglo XX, ahora se tilda de fascista al otro, es un epíteto frecuente para despreciar al otro. Lo grave es que muchas veces el propio facho acusa al otro de serlo, y lo hace también muchas veces de modo inconsciente. Günter Grass, el famoso escritor alemán, decía que el gen del nazismo seguía entre sus conciudadanos a pesar del trauma y años transcurridos desde Hitler. El gen fascista está también entre nosotros, por doquiera. A nivel mundial los partidos ultra, sobre todo a la derecha, crecen en adeptos, la democracia como idea corre sus peores tiempos, ya no digamos como práctica. Vivimos en sociedades cada vez menos integradas, las viejas formas de organización como sindicatos, partidos, movimientos sociales han sido barridas por las nuevas formas del trabajo y las nuevas tecnologías de (des)información. Del mal llamado tercer mundo huyen millones de personas cada mes. Son los herederos de un imperialismo y colonialismo que los expolió durante siglos, que sólo les dejó miseria y los lanzó a competir en una piscina llena de tiburones. Buscan entrar en el mal llamado primer mundo. En este el Estado de Bienestar viene recibiendo palos cual piñata desde la era Thatcher-Reagan. Crece el desempleo, los mini-jobs, la edad de jubilación la extienden 2 años prácticamente en cada legislatura nueva, la salud y educación públicas se privatizan o lo serán en poco. El extranjero como el progresista son vistos como amenaza, los llamados al supremacismo de un determinado grupo son bien recibidos por sus resentidos oyentes. Votaron por Trump, votaron por Meloni, votaron por Milei, probablemente lo hagan en los próximos meses por Alternativa para Alemania y por Marine Le Pen. En este mal llamado primer mundo hablamos de sociedades que fueron industriales y ahora, en la época postindustrial, en la época del gran capital financiero, sólo tienen chatarra, como lo que queda de la ciudad de Detroit. Menos ricos que son más ricos y más pobres que son más pobres. 

De vuelta al “tercer mundo”, y en cuanto a Venezuela, difícil ver mayor desintegración. Todo el modelo de desarrollo económico de la última centuria, sustentado sobre la industria petrolera, entró en crisis a finales de los años setenta. Como decía Maza Zavala, el país engordó, rebasó con nuevas necesidades lo que podía ofrecer aquel frágil músculo de los hidrocarburos y la minería depredadora. Las élites políticas, a pesar de ciertos estertores como la COPRE, prefirieron conservar sus privilegios a cambiar el rumbo. Un país estrangulado las echó en 1998. Pero después, con una nueva bonanza de la lotería petrolera, se experimentó un socialismo rentista engordando más el Estado. Con la ayuda de cierta oposición y de Estados Unidos todo estalló definitivamente a los pocos años, ahora no sólo hay estrangulamiento, hay colapso, crisis sistémica, crisis histórica de gran envergadura. Del país huye su juventud, no visualiza su futuro aquí. Partidos no hay, solo franquicias propiedad de privados, incapaces de enlazar con la sociedad, de tener bases orgánicas en el país. A los sindicatos y gremios se les puso desde el gobierno sindicatos y gremios paralelos, a las universidades otras universidades paralelas, al sistema de salud otro sistema paralelo, y así sucesivamente. El país engordó, no de buena y bella gordura, de las que pintaba el maravilloso Fernando Botero, sino de gordura mórbida por irresponsabilidad de una política antropófaga del gobierno y de una parte hegemónica de la oposición, bobalicona, ególatra y con mucho de facha. El país está invertebrado, le urge un proyecto para vertebrarse, para integrarse, para tener futuro.

El fascismo como actitud se origina en la vida social humana, no llega en platillos voladores de Marte. El fascismo emerge desde la desintegración social con la promesa de integrar, unir. Procede con violencia, con exclusiones, se declara “anti” en muchas cosas, demasiadas. No, no es un asunto de leyes. Ya las tenemos. La ley contra el odio, la ley de no se qué y de no se cuánto. Pensar que a punta de leyes creamos realidades es, además de fantasioso, peligroso. Digamos también que una ley antifascista tiene algo de contradictoria. Como se podrá apreciar, el prefijo “anti” resulta muy querido por los propios fascistas. Se trata, más bien, de la formación del carácter moral de la persona, se trata de educación, tarea que no está confinada a la escuela y menos en un país en la que ha sido demolida. Educadores sin duda, para bien o para mal, somos todos. Eso sí, los primeros magistrados de la República, como el Presidente del Ejecutivo o el Presidente del Legislativo, por sólo citar dos, son también los primeros educadores. Pero aquí hay que preguntarse con Marx: ¿quién educa a los educadores?

Publicado originalmente en el portal Aporrea el 6 de abril de 2024: Artículo

Venezuela distópica

Javier B. Seoane C.

Como decía un conocido y querido narrador deportivo, nuestro Humberto “Beto” Perdomo: “esto está feo, muy feo”.

Venezuela se nos muere. En vía crucis, cual Ave Fénix, regresa a su nido para morir. El mito nos remite a la resurrección ya antes del cristianismo. Nos remite también a los ciclos, la hermosa ave nace, muere y resurge. Como mito supone el relato, una narrativa. Nos cuenta algo, quiere significarnos algo. ¿Qué nos puede decir en este fúnebre momento este mito? ¿Podrá Venezuela, como este mítico pájaro de fuego, renacer de sus cenizas? Veamos.

El occidente moderno se ha definido siempre en contraposición al mito. Para decirlo con un reconocido filósofo, Hans Georg Gadamer, se trata de un prejuicio contra el prejuicio, de un prejuicio “ilustrado” contra lo mítico considerado como mentira irreflexiva. Desde Bacon y Descartes hasta Habermas lo mítico es lo opuesto a la Razón. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla y la modernidad ha sido bien ambigua con esto. Basta un pequeño análisis de sus hijos más queridos: el positivismo, el marxismo y el liberalismo. Los tres, si bien con sus matices, se presentan bien alineados con la razón científica, con teorías que pretenden ser fruto de la investigación empírica, de circunscribir la imaginación a los hechos. Pero pronto emerge la necesidad de interpretar los datos en función de una narrativa crítica y utópica. Crítica en la medida en que se opone a los prejuicios, lo mítico, las tradiciones atrapadas en la metafísica. Utópica por cuanto la crítica no se agota en la descripción de hechos sino que siempre anuncia un estadio histórico ulterior por lograr: el estadio positivo, el comunismo o la fábula de las abejas. Comte, Marx o Meldeville no se quedan en sus agudas observaciones, necesitan contar una historia, contar un relato. 

Lo real no habla, lo real es hablado por los seres arrojados al mundo que somos, seres menesterosos de significado y sentido. La modernidad occidental quiso escapar del mito siendo inconscientemente mítica, recayendo en el mito. Resumamos la mitología moderna: hay un sujeto de la historia que es humano, de carne y hueso, dotado de una facultad racional, quien con metódico uso de esta facultad devela la falsedad de los mitos y descubre los secretos de la naturaleza para adaptarse a ella cuando se requiera y someterla mediante la técnica cuando se pueda con el claro propósito de hacer del mundo un hogar en continuo progreso. Razón, ciencia, tecnología y progreso son los mitemas de este relato mítico que se presentó antimítico. No basta enumerar, describir, hace falta relacionar y dar sentido. Dar respuestas a nuestras grandes interrogantes. Para decirlo con Popper: no hay ciencia sin conjeturas. ¿O es que acaso la teoría de la creación divina o la del Big Bang no tienen mucho de mito? Al principio Dios, nos dice una. Al principio la partícula, nos dice la otra. Y la inteligencia de la niña pregunta al sacerdote:  “¿y de dónde salió Dios?” Y el prelado le responde: “misterio divino”. Y en la escuela le pregunta  al profe: ¿y de dónde salió la partícula? Y el científico le responde: “Estaba ahí”. Misterio científico. Al principio algo pero no preguntes de dónde salió ese algo. “Cállate niña, no fastidies más”.

Del mito no podemos escapar, del mito partimos. Somos seres abandonados por la programación genética de los otros seres vivos, requerimos la programación cultural que nos dé una cartografía del mundo, una que responda quiénes somos, a dónde debemos ir, qué nos cabe esperar, qué hemos de comer y por qué, cómo hemos de amarnos… El mito además cumple funciones positivas en términos de integración sociocultural: ¿Acaso ello no está presente en la idea de nación, de padres (por qué no madres) de la patria, de revolución, etc.? También tiene, lo sabemos, funciones peligrosas como sus formas de integrar por excluir, tal como el racismo, el nacionalismo, el patriarcalismo, etc. Pero al mito no se le opone la diosa Razón sino otro mito. Reconocido esto, cabe agregar que vivimos tiempos polimíticos, el tiempo de la lucha de los dioses (Weber).

Pero los dioses y los mitos también se agotan. El último siglo se ha caracterizado por la distopía. A diferencia de la utopía esta nos habla de una pesadilla, de un final apocalíptico próximo, cargado de dolor, troquelado por el mal. A diferencia del siglo XIX y hasta 1914, tiempo en que predominaban las imágenes utópicas de Julio Verne o las ya señaladas del positivismo, el marxismo o el liberalismo, el siglo XX y lo que va del XXI está marcado por el temor a la destrucción nuclear, a la lluvia ácida, a una guerra de los mundos, a la aniquilación ecológica. Basta ir al cine y ver las imágenes que predominan en el género de ciencia ficción o visitar una biblioteca para conseguirse con Kafka, Orwell o Huxley, por sólo citar unos pocos. Si vamos al teatro nos conseguiremos con el absurdo. Si consultamos un tomo de historia de la filosofía veremos muchos capítulos pesimistas: existencialismo, nihilismo y todos los “post” habidos y por haber. Las ciencias sociales giran en torno a la jaula de hierro de Weber, al sinsentido del sometimiento a una sociedad totalitaria y administrada (Horkheimer).

Oswald Spengler vislumbró este estado zombie hacia 1918 cuando publicó La decadencia de occidente, un libro monumental que se volvió best seller filosófico. Spengler, al calor de la carnicería de la Gran Guerra, decía allí que el proyecto Europa, Occidente, estaba culturalmente agotado, que lo único que quedaba era su racionalidad técnica civilizatoria convertida en arma de dominación. Occidente ya no tenía nada que ofrecer de cara al sentido y significado de la vida. Spengler vaticinó que el final sería, no obstante, largo. Hablaba de dos siglos. Nos queda, según su parecer, un siglo más. En todo caso, con Spengler inicia la distopía del último siglo, acaso el más sangriento de la historia, acaso el siglo en que el mítico progreso devino barbarie de mano de la ciencia y la tecnología. Parece que el mito se agotó, que la narrativa moderna está seriamente arponeada.

¿Y América? ¿Y Venezuela? El mundo que abrió Colón a los europeos terraplanistas de la época se les presentó como el paraíso mismo, como el lugar encontrado de aquel no lugar que es la utopía. América, y nuestra “pequeña Venecia” en particular, ha sido para la vieja Europa el “nuevo mundo” que anhelaba para poder escapar de sus dantescos infiernos medievales, la imagen amigable del buen salvaje rousseauniano o la rica de El Dorado. Para los más ecologistas o para quienes buscan el lucro, América ha sido la esperanza de occidente, su tierra de gracia. Y nosotros, los habitantes de este continente, nos lo hemos creído.

Hemos hablado de la inexorabilidad del mito, hemos afirmado que desde su magma partimos. Todo pueblo tiene sus mitos. Los estadounidenses colonos se han creído sus mitos de partida, protestantes, el de la tierra de gracia y el individualista self made man (el hombre que se hace a sí mismo). Hasta en Los Simpsons lo conseguimos en la figura del fundador del pueblo, Jeremías Springfield. Y aquel individuo que no tiene éxito en el hacerse a sí mismo, el que fracasa de acuerdo con los estándares culturales hegemónicos, es apartado socialmente, despreciado. Ser rico es bueno, ser pobre es malo. El muchacho que se hace en la esquina con una ametralladora y entra a la escuela para masacrar a quien sea tiene mucho de ese individuo apartado socialmente, “fracasado”. La América anglosajona heredó de la Europa protestante sus mitos. Hispanoamérica hereda los suyos de España. La mitología de esta última está asociada con los reyes católicos como figuras que comandaron una santa cruzada para expulsar a los infieles moros y reunir a los reinos ibéricos bajo la cruz de Santiago, la cruz santa que a su vez es espada militar. En ese símbolo, en esa cruz, se concentra el mito español. Con esa narrativa llegaron a América, con la Iglesia por una mano y la espada por la otra, con sus misiones evangelizadoras para vestir católicamente a los “salvajes” nativos y las espadas para apropiarse de la naturaleza dorada. Siglos después ese mito sigue constituyendo a un buen grupo de españoles. Franco interpreto su carnicería en la guerra civil como una cruzada para salvar a España de los rojos, masones y judíos. El partido Vox no parece pensar muy diferente.

En hispanoamérica Venezuela está perseguida por El Dorado. Para los españoles fue por mucho tiempo tierra de paso y de explotación, desde las perlas de Cubagua hasta el cacao. Con la cruenta independencia y los ideales republicanos llegó el mito de la Revolución, heredado de Francia y la época napoleónica y conjugado con la necesidad histórica de justificar la guerra con España rompiendo radicalmente con ella, con la premodernidad que representaba. Este mito, el de comenzar el mundo de nuevo, ex nihilo, lo compartimos con el resto de latinoamérica. A partir de la independencia nuestro continente está lleno de revoluciones amarillas, azules, rojas, de marzo, de abril, de julio, de octubre, restauradoras, liberadoras y pare usted de contar. Briceño-Iragorry en los años cuarenta contaba varias decenas de ellas tan solo en nuestro país. Cuando los mitos de la revolución y de El Dorado se conjugan tenemos el relato mítico que nos ha dominado en las últimas décadas, aquel que responde a la pregunta de ¿por qué vivimos en medio de la miseria si el país es tan rico? ¿Cómo se explica nuestra pobreza extendida si nuestra tierra tiene las mayores reservas de petróleo del planeta además de otras innumerables riquezas? Y que el relato responde más o menos así: “somos pobres en medio de la riqueza porque ésta está mal distribuida, porque unos traidores se han apropiado de ella, nos la han arrebatado”. Cuando a este caldo se añade el mito del caudillo mesiánico, figura de integración social frecuentemente necesaria en sociedades devastadas por guerras, entonces la narrativa mítica concluye: “Empero, llegará un líder que combatirá y vencerá a estos sátrapas y repartirá la riqueza con justicia entre todos los hijos de la Patria”.

Hemos pasado una sucinta revista a parte de la mitología estadounidense, española y venezolana. Se trata de muestras cercanas que evidencian la inexorabilidad del mito. Los mitos nos son buenos y malos en sí mismos, cualquier juicio de valor supone al menos un criterio de valoración y una relación. Así, en relación con la producción de riquezas en una tónica capitalista el mito estadounidense del “self made man” es bueno en tanto que funcional a la competencia, acumulación e inversión. El de El Dorado es disfuncional. La cruzada española resulta funcional a la conquista y reconquista de tierras pero es disfuncional a la paz. El mito del caudillo es funcional a la integración en un mundo socialmente roto mas frecuentemente disfuncional a la construcción de redes solidarias comunales autónomas, disfuncional a prácticas democratizadoras. Y por ahí vamos. Los mitos hay que ponerlos en relación con objetivos, fines, metas. Sé, por supuesto, que tras este juicio mío ya hay algo de mito ilustrado. Lo único que he querido decir es que del mito no escapamos, del mito partimos.

El último siglo venezolano ha reforzado nuestro relato mítico de El Dorado, la revolución y el caudillo. La economía política de las minas y los hidrocarburos lo ha nutrido bien. Pero hoy El Dorado está quebrado, la revolución agotada y traicionada y el caudillo ya no está. Max Weber decía que en cierto sentido el político moderno es el heredero del profeta. Si hacemos caso a Spengler, las culturas suelen ser como estrellas solares. En su fulgurante nacimiento encontramos fácilmente la figura del profeta, aquel caudillo religioso carismático que da sentido y llena de significado la vida de todo un colectivo. En el declinar de las culturas, cuando la estrella va perdiendo su combustible, lo que fulguró con el profeta ya no mueve a la sociedad. Entramos en una era nihilista. Pero mujeres y hombres, máxime en grandes crisis, siguen buscando sentidos, significados, razones de ser, razones para estar, o irse. Aquí entra el político demagogo, el que ejerce de canto de sirena para prometer nuevos paraísos, edades doradas. Suele ser una figura carismática, no con la fuerza del profeta pero sí con la suficiente para movilizar masas enteras. Tiene una narrativa, para usar el lenguaje de nuestro tiempo. Encuentra adhesiones porque tiene algo que contar, algo que ofrecer, un destino al que llegar. Su signo puede ser negativo o positivo, puede ser Mussolini o Gandhi, Hitler o Mandela. En todo caso, lo más deseable es que la mujer y el hombre de la calle tengan las condiciones necesarias para poderse formar en su propio sentido, en sus propios significados. No obstante, mientras construimos esas condiciones acaso se precise cierto liderazgo carismático constructivo. 

Venezuela se muere porque está al final de un ciclo. Regresa a su nido, a su origen, para morir. En el inicio está el mito. El Dorado rentístico se agotó. El modelo de “desarrollo” económico que impulsó aquel relato ya no satisface las necesidades de un país que creció. La revolución ya no ilusiona. Se quedó vacía con el vano intento de construir desde arriba un socialismo a base de renta y despilfarro, un Dorado socialista. Quebrado el sistema económico, agotado el sistema político y con un mito disfuncional, Venezuela se acerca a su nido para finalizar un ciclo. En el horizonte unas elecciones, el 28 de julio según lo programado. Los oferentes parecen carecer de narrativa para un electorado sediento de un nuevo sentido para sus vidas en Venezuela. Hasta el momento, poco o nada tienen para ofrecer. Quienes ostentan el gobierno dicen, después de un cuarto de siglo, que tienen un proyecto en mente. No muestran contenido alguno. ¿Tendrán alguno para mostrar? Quienes ostentan la oposición en su fragmentación no dicen sino lo de siempre: “si se van ellos (el gobierno) todo cambiará”. Parece que el cambio será por arte de magia. ¿Será que no tienen narrativas atractivas porque sus relatos pertenecen a nuestros mitos ya desgastados? ¿Será que en realidad unos y otros de estos oferentes, de estos candidatos, son sólo expresiones de sectores sociales privilegiados en busca de permanecer disfrutando el botín de los recursos del Estado o de quitárselo a sus actuales usufructuarios para recapturarlo? ¿Será esto lo que diferencia a oficialismo y oposición? ¿No es lo que han mostrado los dos gobiernos, el oficial y el fantasioso pero costoso paralelo? ¿O emergerá en estos tiempos funestos, distópicos, un discurso que le dé significado a un auténtico empoderamiento económico, político y sociocultural de los venezolanos en el marco de un nuevo horizonte fuera del campo minero, un horizonte sustentable, uno que nos haga resurgir de nuestras cenizas? Ojalá comience este resurgir tan pronto como el próximo domingo de resurrección. Ojalá.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el 27 de marzo de 2024: Artículo