Los sentidos de la retórica
Retórica, sin duda una palabra usualmente cargada de mala fama por largos trechos de la historia, viene de la palabra griega “rétor”, que se traduce en latín por “orator” y que significa “orador”, siendo la retórica el estudio relativo a la oratoria. Asociada no pocas veces con engaño, sofisma, ornamento vacuo del discurso, la retórica, curiosamente, ha disfrutado de sus mayores esplendores en períodos democráticos. Así lo fue en la Grecia de Pericles, durante la consolidación de la república en Roma o después de la segunda guerra mundial. Al contrario, su mala fama frecuentemente ha marchado en conjunto con concepciones autoritarias cuando no totalitarias. Para entender mejor de qué va este asunto, pasemos revista brevemente a cinco modos de entender esta palabra:
1. Retórica como función embellecedora de los discursos hablados y escritos.
2. Retórica como uso sofístico, engañoso, del lenguaje. Así, resulta frecuente acusar a otra persona de ser puramente retórica para acusarla de querernos engatusar, o desviarnos intencionalmente de una buena discusión con el propósito de vencer erísticamente en una controversia sin mayores miramientos éticos. O hablamos de una pregunta retórica cuando ya contiene la respuesta, siendo así una falsa pregunta.
3. Retórica como disciplina cuyo objeto consiste en las formas y propiedades del discurso suasorio.
4. Retórica como arte, en el sentido de técnica, del buen decir para persuadir con eficacia.
5. Retórica como dimensión suasoria propia de todo discurso.
La significación 2 descansa en la mala fama de la retórica. Muchas veces se trata de un prejuicio de quienes creen que el decir debe ser claro, preciso y distinto. Si las ideas son claras y distintas, como gustaba a Descartes, entonces, ¿por qué no usar también el lenguaje de la forma más clara y distinta que se pueda? Si, por el contrario, el lenguaje se presenta enrarecido, confuso, los defensores de la claridad y la economía en el discurso dirán que, o las ideas no están claras o si lo están se quieren obscurecer con alguna intención inconfesada. Los cartesianos tienen como lenguaje ideal por su claridad y distinción el lenguaje matemático y ello no está mal a menos que pensemos que el lenguaje matemático puede extenderse a todo discurso humano. Y es que si lo extendemos estamos suponiendo que todo en el mundo se adapta a un lenguaje caracterizado por su univocidad y racionalidad, lo que no pasa de ser un compromiso metafísico injustificable. Ya Aristóteles señalaba que el terreno de la retórica no era la demostración, que corresponde al terreno de la matemática, sino el terrenos de la deliberación y la persuasión.
La significación 1 suele marchar pareja con la segunda. Las intenciones no loables, enrarecedoras, apelarán no pocas veces al embellecimiento de los discursos. Así, el estafador suele ser un hombre o mujer encantador que nos cautiva con palabras y modismos para después engañarnos vilmente en nuestra buena intención. El demagogo exitoso igual. El eficiente propagandista de productos dañinos otro tanto. Hay, por tanto, un uso retórico del discurso bien perjudicial.
Pero no todo embellecimiento del discurso ha de considerarse negativamente. ¿Es dañina la poesía? ¿La literatura? ¿La palabra honesta del enamorado? ¿El sincero discurso que homenajea a una mujer tan valiosa como Juana de Arco o a un hombre tan pacifista como Gandhi? No se puede asociar belleza del discurso con maldad. Subyace más bien una dimensión ética del discurso que marcará el carácter benéfico o maléfico de la presentación retórica del discurso.
La definición 3 circunscribe la retórica a una disciplina, tan antigua como Aristóteles y más. Sería, bajo esta significación, un estudio sistemático dirigido al análisis de la función suasoria del discurso que podría guardar estrecha relación con la cuarta forma enunciada: arte de la persuasión mediante el decir. Nótese que preferimos usar “decir” que “palabra”, pues no todo decir acontece mediante la palabra. También se dice mediante imágenes, señas, música y silencios.
Un reconocido estudioso de la retórica como disciplina, Heinrich Lausberg, señala que el aprendizaje de un accionar humano, y la retórica es un accionar tal, puede acontecer por imitación de un modelo o ejemplo o mediante la técnica que facilita la comunicabilidad del aprendizaje al asentarse de forma teórica, sistemática (1975, pp. 60-1). La retórica en tanto que arte o técnica puede aprenderse de modo teórico, estudiando su disciplina, sin descartar el aprendizaje por emular un ejemplo.
En la tradición formativa medieval la retórica constituía una materia o disciplina del trívium junto con la gramática y la dialéctica o lógica. Al lado de este trívium o tres caminos para llegar a los saberes se encontraba el quadrivium, otras cuatro vías importantes integradas por las disciplinas de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. El trívium se orientaba a la palabra y el quadrivium al cálculo. Trívium y quadrivium, las artes llamadas entonces liberales, eran la base de la educación y formación de los gentiles, base de unas competencias para aprender a aprender y que quizás hoy deberíamos revisar para repensar nuestra educación cargada de contenidos y olvidada no pocas veces de lo fundamental. De este modo, relacionar retórica con disciplina o materia tiene una larga historia entre nosotros, por lo que no se trata de un vínculo impertinente. La retórica, efectivamente, puede entenderse como una disciplina que nos dota de una técnica para decir lo que hay que decir con propiedad suasoria, bien para persuadir, bien para disuadir. Se trata de un arte psicagógico: induce el cambio de las almas mediante el decir.
Si nuestro decir tiene un sentido algo queremos comunicar con el mismo, y si queremos hacerlo con eficacia no deberíamos menospreciar la dimensión retórica del discurso. De este modo, sin menospreciar ninguna de las cinco significaciones presentadas queremos en este capítulo privilegiar el entendimiento de la retórica como dimensión inherente a todo discurso, dimensión que configura la forma suasoria de la presentación del discurso. Pues el discurso como acto de habla complejo tiene objetivos ilocucionarios y perlocucionarios, pretende algo y quiere llegar a su auditorio con un propósito determinado. Busca que su auditorio valore algo, o desprecie alguna cosa o persona, o aprenda algo, o… Sea lo que sea, el discurso lo pronuncia alguien y se dirige a alguien con un designio buscado. Su forma de organizarse y de presentarse constituye su dimensión retórica.
Como en el caso ya tratado de la lógica informal, el campo propio de la retórica es lo probable, lo verosímil, no la demostración matemática, geométrica o lógico formal que no precisa de mayor persuasión. La demostración de estas ciencias formales se dirige a un auditorio universal mientras que la retórica se dirige a auditorios particulares.
Res, verba y las operaciones retóricas
La primera distinción retórica importante consiste en res (cosa, materia) y verba (palabra, decir). La res trata la materia sobre la que discierne el discurso retórico, mientras que verba trata la forma cómo ha de presentarse esa materia. El discurso adecuado comprenderá el estudio y análisis tanto de la res como de las verba. Así, a la retórica le concierne tanto la estructuración interna del discurso, su organización, como la estructuración externa, la relación con el auditorio y su contexto (Albaladejo, 1991, p. 43).
La configuración de un texto retórico pasa en primera instancia por establecer bien la res, la materia del discurso. Se trata de las ideas que estructuran el discurso, la materia sobre la que este discurre. La res se divide, a su vez, en una operación semántica y otra sintáctica (Albaladejo, 1991, p. 46). La primera remite a la extensión del contenido, lo que ha de abarcar, el referente discursivo, mientras que la segunda remite a la intensionalidad de lo tratado, la cuestión del sentido y significado.
En cuanto al establecimiento de las verba, encargada de la presentación verbal del discurso, la cuestión radica en la comunicación óptima que se pueda lograr para conseguir el efecto suasorio. Resulta menester para ello el mejor conocimiento que se pueda obtener del auditorio receptor del discurso, manteniendo la vigilancia de la importante distinción entre contexto de producción y contexto de recepción del discurso. Un buen orador ha de informarse acerca de a quién se va a dirigir, de sus prejuicios, opiniones y creencias, de sus afectos y emociones, de sus valores y actitudes. Para lograr el efecto deseado no se ha de escatimar en el esfuerzo de informarse sobre el receptor del discurso.
Desde la sistematización de la disciplina realizada a partir de Aristóteles se considera que para que el hecho retórico se consume exitosamente se ha de satisfacer, además, una serie de operaciones retóricas, a saber, inventio, dispositio, elocutio, memoria, actio o pronuntiatio. Cada una de las cuales mantiene un vínculo bien con la res, bien con las verba, bien con ambas. La inventio, la dispositio y la elocutio son las operaciones propiamente constituyentes del discurso (Albaladejo, 1991, p. 58). Una vez elaborado el discurso operarán la memoria y la actio o pronuntiatio.
A la inventio le concierne encontrar y definir la materia del discurso, las ideas que ha de sustentar argumentativamente el mismo. Es la operación retórica inicial, que opera directamente con la res en cuanto al ámbito extensional de ésta, que establece las bases de todo el discurso y de su alcance referencial, de modo que la solidez o debilidad de éste dependerá directamente de este momento original. No hay fórmula o algoritmo alguno que pueda guiarnos en el proceso de la inventio, como tampoco en las operaciones retóricas subsecuentes. Habrá aquí siempre una combinación de talento, disciplina y hasta fortuna que precisarán de la virtud de la frónesis, de la prudencia, si bien la experiencia retórica será siempre la base de sabiduría que articule esa deseada combinación, del mismo modo que la experiencia lo es también para el carpintero o el orfebre. La oratoria, en este sentido, se cultiva como se cultiva cualquier oficio. Así que, de antemano, le deseamos que cultive sus talentos con disciplina y que no le falte la suerte a la hora de encontrar la materia de su discurso.
A la inventio sigue la dispositio, operación encargada de estructurar el orden, la disposición de las ideas o materia del discurso. Se trata de la operación organizadora de la res en su ámbito propiamente intensional, es decir, en lo que refiere a las relaciones entre las ideas para dotarlas de sentido y significado. Por ello, la dispositio jerarquiza la materia del discurso y establece los nexos entre las partes argumentativas del discurso. Los clásicos Cicerón y Quintiliano recomiendan disponer los argumentos más débiles en el medio de la cadena argumentativa, dejando los más fuertes para el comienzo y final de esta cadena, pues el auditorio tiende a recordar con más facilidad el comienzo y el final, ganándose con más facilidad la anuencia de los escuchas o lectores. Este factor ordenador establece las bases sobre las que discurrirá las verba, por lo que en esta operación ya comienzan a integrarse materia y forma discursivas.
Lograda la dispositio, al menos en su forma inicial, sigue la operación de la elocutio, caracterizada por la estructuración de la verbalización del discurso. Propiamente aquí se estructura el discurso en sus partes clásicas de exordio, narración, argumentación y peroración que trataremos más adelante. Se vincula la elocutio con la definición del estilo discursivo, especialmente en la busca de figuras y tropos que faciliten la actividad suasoria. A la elocutio le concierne, entonces, las verba. Con esta operación finaliza la parte constitutiva del discurso retórico.
La memoria y la actio o pronuntiatio frecuentemente se reducen a la elocutio en muchos tratados de retórica, pues sólo operan una vez elaborado el discurso para actualizarlo en su presentación efectiva ante un auditorio. En el caso de los textos escritos nada de extraño tiene quedarse en el plano de la elocutio, pero no cabe decir lo mismo para los discursos orales. No obstante, precisamos seguidamente algunas de sus singularidades. La memoria ha sido una de las operaciones menos tratadas, mas de no memorizarse de algún modo efectivo el discurso actualizarlo en la pronuntiatio será cuesta arriba y no se logrará el efecto suasorio. La memoria está concernida con res y verba, pero se ha de privilegiar la memorización de la primera, esto es, de la materia argumentativa del discurso y su ordenamiento orgánico. En otras palabras, lo más importante de la memoria consiste en el logro de recordar la estructura lógica de razones que sustentan el acto retórico. Lo esencial ha de ser el objetivo del discurso y los nexos o transiciones entre sus ideas constituyentes. Nada hacemos memorizando palabra por palabra, lo fundamental es la cadena de argumentos. Por lo demás, abunda literatura sobre técnicas de memorización y cultivo de la memoria.
La pronuntiatio o actio actualiza el discurso frente al auditorio, lo presenta definitivamente. Muchos considerandos entran aquí en juego: la voz, el cuerpo, el escenario o el vestuario juegan su papel para lograr la benevolencia del auditorio. Hay aquí una dimensión dramatúrgica y muy sociológica que no ha de despreciarse jamás, si bien no se ha de buscar artificialmente pues develará fácilmente que el orador no está convencido de lo que dice. La naturalidad de la presentación dramatúrgica marcha, sin duda, a la par del convencimiento que el rétor tenga de lo que transmite. También en cuanto a la pronuntiatio o actio hay abundante bibliografía con no menos abundantes técnicas.
Docere, delectare, movere
La dimensión retórica del discurso descansa en su función y grados suasorios. El discurso persuade y disuade, sugiere, invita, amplifica o matiza asuntos. Busca llegar a su auditorio y ganárselo para una apreciación, una idea o una acción. Para ello, el discurso debe enseñar su objeto, instruir sobre su importancia. Si el discurso quiere ganarse la voluntad del auditorio con relación a lo que enseña ha de deleitarlo y moverlo. Deleitarlo para que el auditorio aprenda con disfrute, lo que hará más fácil el aprendizaje de lo que se enseña. Y puesto que el discurso busca persuadir o disuadir trata de mover al auditorio en una de esas direcciones suasorias. La dimensión retórica del discurso, para decirlo técnicamente, se integra por docere, delectare y movere; en roman paladino, o, mejor aún en cristiano, el discurso se integra retóricamente por su enseñar algo de un modo atractivo para persuadir a su auditorio sobre lo que enseña.
Estos componentes de la dimensión retórica del discurso varían según los fines que se proponen al auditorio. Si el discurso se dirige a unos doctores a quienes presentamos nuestra tesis doctoral predominarán los argumentos que la justifiquen, con lo que el docere jugará un papel preponderante sobre el delectare y el movere, sin menosprecio de estos últimos. Si el discurso se pronuncia para agasajar un invitado honorable se realzarán los componentes del delectare y el movere, en lugar del docere, sin que este desaparezca totalmente. Un discurso óptimo considerará los tres componentes distribuidos de modo acorde con el objetivo discursivo, pues resultará deseable un provecho intelectual que resulte atractivo y persuada a pensar y actuar correctamente.
Los tres componentes retóricos se vinculan, a su vez, con el sustento en el que se quiere apoyar el discurso para influenciar al auditorio en la dirección que el orador desea. Fundamentalmente hay tres apoyos: en el logos, en el ethos y en el pathos. El apoyo en el logos descansa en razones que influyen intelectualmente en el auditorio. El ethos procura influir mediante valores reconocidos por la comunidad del auditorio o en el reconocimiento que este haga del propio orador como sujeto respetable y hasta honorable. En cambio, influir mediante el pathos apunta a exaltar sentimientos, afectos, emociones y pasiones que el orador o rétor reconoce como propios del auditorio.
Personajes como Gandhi, Mandela, Martin Luther King influían fácilmente con su misma presencia a partir del ethos, del reconocimiento moral que fácilmente obtenían en la mayor parte de los auditorios a los que se dirigían. La publicidad y los mítines en campañas electorales se dirigen usualmente a mover las pasiones y sentimientos del auditorio. No obstante, una vez más hablamos aquí de predominios, nunca de exclusiones. Un mismo discurso puede influir su auditorio empleando tanto el logos como el ethos y el pathos.
Conocer el auditorio, sus valores, actitudes, creencias y sentimientos resulta imprescindible para que el discurso resulte exitoso. Un buen orador busca, de serle posible, un conocimiento previo del auditorio que quiere persuadir. De lo contrario, dará palos de ciego. Así, el fenómeno retórico demanda mucho trabajo a aquel que quiera establecer un vínculo con sus oyentes mediante los componentes del docere, delectare y movere y apunte su influencia con base en el logos, el ethos y el pathos.
Los géneros retóricos
Desde Aristóteles, primer gran sistematizador de la disciplina retórica, se habla de tres géneros retóricos, a saber: el género forense o judicial, el género deliberativo y el género epidíctico o demostrativo. Se trata de tres formas que puede adquirir el discurso y su posicionamiento retórico bien sea para juzgar algo sucedido, decidir acerca de lo que ha de suceder o conmover sobre lo valioso o lo vituperable. Cada género tiene características propias que lo distinguen con precisión de los otros dos.
En el caso del género forense o judicial el discurso se estructura sobre la baso de un caso que se juzga, por lo que suele referirse a un tiempo pretérito, a algo que ya aconteció y sobre lo que se amerita un juicio. La persuasión atañe frecuentemente a lo justo o injusto de lo ocurrido y del papel de los responsables a los que se les imputen culpabilidad. El auditorio u oyente se considera usualmente árbitro en la disputa que suele oscilar entre una parte defensora y otra acusadora. Como señala Pujante (2003, p. 92), el discurso forense tiene un fuerte aspecto dialéctico por el carácter controversial que presentan las dos posiciones, el cómo se enfrentan una a otra y en cómo emplean los datos y testimonios disponibles para justificar su juicio.
Si bien el nombre de judicial o forense vincula este tipo de discursos retóricos con el ámbito jurídico, no hemos de ser restringidos en su consideración. Su lugar paradigmático será un tribunal de justicia en el que se esté llevando a cabo un proceso de juicio criminal, pero allí donde consigamos una disputa de juicios acerca de un acontecimiento y sus responsables estaremos ante el género judicial. Por ejemplo, cuando disfrutamos como espectadores de un partido de fútbol y disputamos acerca de si determinada jugada que ha ocurrido es penalti o no, de quien es el responsable del mismo o de si se cobró bien o no, o de si el director técnico planteó las tácticas y estrategias adecuadas para ganar al rival, sin duda la disputa transcurrirá en los terrenos del género judicial. Igual puede decirse con relación a otros tipos de controversias sobre decisiones morales, políticas o de otro tipo y su conveniencia o adecuación por parte del actor o actores que las tomaron.
El género judicial ha sido el más estudiado por los retóricos clásicos por su carácter paradigmático. Es el discurso que suele contar con las cinco partes típicas del exordio, la narración, la argumentación, la refutación y la perorata o epílogo, partes que más adelante explicaremos. Además, en este género suele ponerse fácilmente en evidencia la condición hermenéutica del lenguaje que presentamos en el primer capítulo, pues la defensa y la acusación suelen hacer uso de unos mismos datos para justificar sus respectivas interpretaciones.
El género deliberativo también se orienta al auditorio u oyente la más de las veces como árbitro, pero a diferencia del judicial su tiempo predominante no es el pretérito sino el futuro en tanto que apunta a la toma de decisiones para que algo acontezca o se evite, para persuadir o disuadir acerca de una elección. Hablamos aquí del género de las consultas, del ejercicio político en auditorios tipo asambleas; hablamos del género que predomino en las prácticas políticas democráticas.
No porque el género deliberativo se asocie con asambleas políticas ha de reducirse a éstas. Cuando una junta de accionistas de una empresa se reúne para nombrar una junta directiva o tomar decisiones administrativas determinadas, cuando una asociación de vecinos delibera sobre las mejoras a la comunidad u otros asuntos, cuando dos o más amigos discuten para decidir a qué cine asistir y qué película ver, estamos ante casos deliberativos. Y como estos hay infinidad de ejemplos más. En todo caso, en este género siempre nos encontraremos con decisiones a tomar para guiar cursos futuros de acción.
El género epidíctico o demostrativo hace de su auditorio un espectador. Se caracteriza por enaltecer o vituperar a alguna persona, personas, objeto u objetos. Se centra en el componente delectare más que en el docere, y, en segunda instancia, en el componente movere. Y es que el enaltecimiento o desprecio se sustenta sobre el pathos primero y el ethos después del auditorio y el orador, por lo que prevalecen consideraciones estéticas del discurso. Su tiempo es el presente, su objetivo la exaltación, su método la amplificación de los rasgos de lo que se pretende exaltar.
Para Pujante (2003, p. 87) el discurso epidíctico suele prevalecer cuando la orientación discursiva política oratoria pierde vigencia debido a contextos no democráticos. Ello guarda relación en que el discurso ya no se emplea para deliberar o juzgar responsabilidades sino para exaltar la figura de un César o distanciarse de lo político como tal hacía lo poético. Cuando damos un discurso para homenajear a un colega, cuando en una discusión exaltamos el carácter de una persona, o de una religión, o de la naturaleza, o de otra cosa u objeto, estamos moviéndonos en el género epidíctico o demostrativo.
En el desarrollo histórico de la disciplina retórica podemos encontrar otras clasificaciones de géneros retóricos, pero casi toda obra clásica remitirá a los tres géneros aquí presentados por ser estos los básicos.
Las partes del discurso
Sin llegar a absolutizar la tradicional división retórica de las partes del discurso, hay que decir que en la mayoría de los casos, y especialmente a la hora de elaborar un discurso, se debe tener en cuenta el exordio, la narración, la argumentación y la peroración o epílogo. Se trata de una estructura lógica que organiza al discurso para su introducción, desarrollo y conclusión.
El exordio equivale al comienzo del discurso, a su introducción al auditorio. Además de señalar el objetivo del discurso tiene la función de lograr el interés y buena disposición de los oyentes o lectores. El exordio evita que el discurso inicie violentamente, prepara al auditorio para lo que se va a tratar, por lo que se recomienda brevedad en el mismo así como claridad a menos que determinadas circunstancias empujen a la insinuación. En todo caso, el exordio bien elaborado partirá del conocimiento que se tenga del auditorio, buscará ganar la atención de éste, por lo que no es de extrañar que muchas veces predomine el componente delectare, y, tratará de lograr la benevolencia de los escuchas o lectores por lo que también el movere jugará un importante papel.
La narración (narratio) consiste en la presentación de los hechos y datos pasados si se trata del género judicial, futuros si se trata del género deliberativo o relativo al personaje u objeto que se quiere exaltar en el caso del género epidíctico. El componente más fuerte aquí es el docere en el sentido de que se busca mostrar la información que apoya al discurso. Salvo excepciones vinculadas con auditorios específicos o circunstancias dadas, la narración deseable ha de caracterizarse por la claridad, brevedad y verosimilitud (Pujante, 2003, p. 102).
La argumentación es la parte del discurso que canónicamente sigue a la narración. Su finalidad consiste en justificar la posición propia que se defiende y refutar las posiciones opuestas. Una vez más predomina aquí el componente docere en cuanto se trata de persuadir mediante el intelecto usando estrategias argumentativas, muchas de las cuales hemos tratado ya en este curso. Del mismo modo se valora en esta parte, salvo casos excepcionales, la claridad, brevedad y verosimilitud.
La peroración, epílogo o conclusión cierra el discurso. Canónicamente la peroración ha de recapitular lo más importante y valioso del discurso para reforzar la memoria del auditorio. Se busca aquí la economía yendo sólo a lo más relevante, a lo que vale la pena volver a destacar. En tanto que el cierre debe reforzar la benevolencia del oyente o lector, ha de emplear un lenguaje caracterizado por los componentes delectare y movere, basándose en el ethos y el pathos. Se busca, al igual que en el exordio, la simpatía de a quién nos dirigimos.
Lenguaje figurado
La complejidad del hecho retórico se manifiesta en el empleo del lenguaje con propósitos suasorios. Los componentes delectare y movere, como también en segundo plano el docere, impulsan el uso estético del lenguaje con dichos propósitos. Entra en juego aquí el lenguaje figurado, aquel que recibe su nombre por estar sustentado en figuras y tropos.
Para no confundir tropos y figuras distingamos que los primeros refieren a palabras y los segundos a sintagmas, es decir, a conjunciones de palabras. La amplitud de los catálogos de unos y otros no permite tratar la variedad de figuras y tropos en estas líneas, baste como ejemplos de figuras el oxímoron, la paradoja o antilogía, el símil, la ironía, la reiteración o la hipérbole. Baste como ejemplos de tropos la metáfora, la metonimia y la sinécdoque.
El uso figurado del lenguaje no sólo cumple una función embellecedora y suasoria en el discurso, también puede cumplir funciones heurísticas, esto es, alicientes que acrecientan el pensamiento y abren campos de investigación. El uso de tropos y figuras, por otra parte, es muy común, desde las ciencias naturales hasta las religiones, siendo transversal a todo discurso. Hablamos, por ejemplo, de corriente eléctrica en física aunque el término “corriente” procede de la hidráulica. En cierto sentido, y como decía Nietzsche, todo el lenguaje es una gran metáfora del mundo.
Por otra parte, la atención sobre el uso de tropos y figuras en el discurso descubre el modo de pensar que subyace al discurso. Un discurso sociológico que emplea metáforas procedentes de las ciencias de la salud descubre una forma de concebir la sociedad como un gran organismo animal y, seguramente, una visión del sociólogo semejante a la de un médico. Distinto será el caso si el discurso usa metáforas cibernéticas, mecánicas o astronómicas. Hay muchas familias de metáforas ―bélicas, mercantiles, lúdicas, exploradoras, marineras, constructoras, deportivas, etcétera― y cada una que se emplee dice mucho de quien la emplea. De modo que el lenguaje figurado habla por sí mismo de un estilo de pensamiento, para decirlo con Mary Douglas.
A la hora de elaborar un discurso que se manifieste como una tesis académica, una monografía, una presentación de power-point, una conferencia, un video, etcétera, no olvide la importancia del lenguaje figurado, trate de tornarse más consciente de su uso.
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Caracas, diciembre de 2018