miércoles, 12 de septiembre de 2018

Encuentro inicial con la dimensión ética (Javier B. Seoane C.)


Elaborado por
Prof. Javier B. Seoane C.
Caracas, noviembre de 1999
Segunda versión:
Caracas, septiembre de 2018

I

Puede decirse que el fundamento último de toda organización social humana descansa en un conjunto de reglas asumidas por sus integrantes, formas convencionales de proceder ante los desafíos de la vida. En este sentido, la sociedad es análoga a cualquier juego que queramos emprender. El mismo requerirá la existencia de unas reglas que establezcan cómo se ha de jugar y cuáles son los fines a lograr en el mismo.

Nuestra vida social, qué duda cabe, está repleta de reglas tanto constitutivas como regulativas[1]. ¿Cómo pensar en eso que en nuestras sociedades llamamos “Estado” sin esa noción de reglas constitutivas del mismo? ¿Cómo pensar en ese mismo “Estado” sin pensar cómo regula nuestras actividades políticas y administrativas? La misma existencia de Estados nacionales con sus fronteras imaginarias entre sí supone ese carácter constitutivo y regulativo de las reglas que nos damos los humanos. Ahora bien, a diferencia de las sociedades animales que conocemos, las reglas de nuestra sociedad no están inscritas en la naturaleza biológica humana, no son parte de una programación genética. Mientras las hormigas sí actúan conforme a una programación genética, y su sociedad, con su respectiva estratificación, es propiamente natural, nosotros tenemos opciones de organización social. Lo dicho para las hormigas vale para los demás insectos, pero también para las aves, los batracios y todas las formas de vida animal no humanas. Nuestras sociedades son históricas y por eso nos planteamos el cambio social como una posibilidad de la acción humana. En otras palabras, podemos pensar en constituir el juego social de otro modo diferente al que actualmente nos constituye y regula.

El que nuestras sociedades sean históricas nos refiere a un humano también histórico y, por lo tanto, a una antropología mutable. Podemos decir, siguiendo al antropólogo contemporáneo Arnold Gehlen, que el humano puede entenderse como un fracaso de la naturaleza. En comparación con otros animales hemos nacido prematuramente, nuestra naturaleza biológica está incompleta, sin programación genética que estructure nuestra lucha por la existencia.  Carecemos de una serie de instintos especializados que determinen nuestra conducta en las diferentes dimensiones necesarias para la autoconservación. El animal humano está inacabado. Las tortugas galápagos desovan una vez al año bajo la arena de las playas. Al cabo de un tiempo las crías rompen el cascarón y salen de la arena. Allí no existe madre alguna, pues ésta se fue una vez concluida su labor. No obstante, las crías galápagos “saben” perfectamente lo que deben hacer, “saben” dónde está el océano y cómo llegarle. Autosuficientes desde sus mismos comienzos, aquellas que logren sobrevivir al ataque de los tiburones “sabrán” también cómo alimentarse y cómo procrearse. Nada que ver con el humano, dependiente desde el mismo comienzo de sus adultos y por más años que cualquier otro espécimen. Desconoce, entre otras cuestiones, cómo alimentarse, cómo proceder ante situaciones de riesgo y cómo proceder adecuadamente en su comportamiento sexual. Sólo la socialización, en todos sus aspectos, nos permite sobrevivir. Y no se nos mal interprete. No negamos que tenemos una condición biológica, pero la misma resulta insuficiente, no nos da una carga instintiva suficiente ni tampoco nos adapta a ecosistema alguno para afrontar nuestros desafíos vitales. Se trata de una condición biológica que ha de completarse por una segunda que llamaremos cultural. Nuestra carencia de programación genética suficiente exige la emergencia de una programación sociocultural.

Al carecer de instintos especializados[2], como también de ecosistema, los humanos estamos abiertos al mundo. Tenemos que crear un mundo propio, modificar lo dado por la naturaleza. Junto con Marx llamamos trabajo a esta acción de transformación, acción vital toda vez que no encontramos en la naturaleza lo que requerimos para vivir sino que tenemos que producirlo. Así, nuestra adaptación al mundo natural es una adaptación activa. Cambiamos nuestro entorno y con él cambiamos nosotros mismos. Precisamente por eso tenemos carácter histórico. Ahora bien, un solo individuo no puede crear las condiciones necesarias para su supervivencia, a menos que nos creamos Robinson Crusoe, y como dice Marx, Robinson recrea en la isla un mundo a partir del mundo preconcebido que ya traía de su civilización. Siendo el trabajo una actividad social nosotros somos seres sociales. Empero, como ya decíamos sucintamente, nada en nuestra naturaleza nos dice cómo debemos organizarnos en nuestra vida social. Por ello, la otra actividad que, conjuntamente con el trabajo, marca nuestra existencia, es la comunicación. Debemos intercambiar con los otros hombres una forma de organización que nos permita afrontar la vida. Tenemos esa necesidad imperiosa que tiene un anclaje en nuestra propia biología, en nuestra carencia de programación genética. Por medio de la comunicación coordinamos las actividades que exigen nuestro ser en el mundo, por medio de la comunicación intercambiamos puntos de vista y creamos un mundo simbólico sin el cual no seríamos posibles.

Por todo esto podemos decir que somos un animal simbólico. Sin ecosistema carecemos de un mundo que nos haya sido dado por la naturaleza sino que tenemos que recrearlo ordenándolo, tenemos que producirlo socioculturalmente. Ningún olor nos dice qué es lo que debemos comer y qué es lo que no, tampoco ningún color ni ningún sentido táctil. Por eso podemos comer el fruto venenoso sin darnos cuenta. Es la comunicación, el intercambio de experiencias y significados, lo que nos permite ordenar el mundo bajo el concepto de realidad. Y es esa realidad construida socialmente la que nos permitirá reconocer el fruto conveniente y el que no. En este sentido, abandonemos cualquier ingenuidad con el concepto de realidad, pues el conjunto de lo real tal como se nos presenta (realidad fenoménica) no resulta independiente de la representación que construimos socialmente. Hace dos mil años las bacterias no eran una realidad, y obviamente no porque no tuvieran existencia propia sino porque no existían para nosotros, así como seguramente en la actualidad no existen para nosotros muchas otras cosas animadas e inanimadas. Existe para nosotros lo que conocemos en una u otra forma, aunque también exista otra realidad oculta, desconocida, la que Kant llamó la cosa-en-sí. Lo que llamamos realidad es el mapa del mundo en que vivimos, la representación que nos permite ubicarnos en unas coordenadas espaciotemporales, la que nos permite decir yo desempeño tal papel y ocupo tal posición, el otro desempeña otro papel y ocupa otra posición. Sin esa representación estamos perdidos como especie. Y la misma no nos viene dada por la percepción de las cosas del mundo sensible. Antes, la realidad es más simbólica que cósica. Descansa en el lenguaje que nombra. Así, ¿cómo decir que los unicornios, los centauros o los cronopios no existen? Desde el mismo momento en que compartimos una representación de tales seres imaginarios hemos de decir que tienen una existencia para nosotros. No sólo existe lo cósico, como el empirismo más bruto quiso hacer ver en una época pasada, sino que la mayor parte de nuestra vida transcurre a través de existencias simbólicas como la justicia, el amor, la lealtad, el Estado, la religión, el arte, el saber que interpreta lo dado y pare usted de contar. Todo ello posible por el lenguaje, condición ontológica de nuestro pensamiento y nuestra reflexión. Somos animales simbólicos y por eso mismo sociales, pues para que nuestros símbolos sean prácticos para nuestra sobrevivencia han de ser significantes para otros, han de comunicar algo a alguien. Sin duda puedo hacer una marca en algún sitio perdido que tenga un significado para mí, pero ese símbolo no es comunicable a menos que yo comunique a otros lo que significa. Si lo hago su significado dejará de ser individual y se volverá social, dejará de ser enteramente mío para ser propiedad colectiva, tal como este libro que, una vez publicado deja de ser sólo mío para ser mío y de quienes lo lean. Si se quiere, y en lenguaje popperiano, pasa a pertenecer a un tercer mundo.

Al pasar a ese tercer mundo yo pierdo el control total sobre mi producción. El otro le da un nuevo sentido a esa comunicación, un sentido desde su perspectiva particular. Interpreta desde su experiencia de vida y ve en la comunicación que le ofrezco algo que no veo o algo que no destaco de la manera que él lo hace. Ello no significa que su interpretación y la mía sean inconmensurables, pues como seres sociales compartimos un mundo común: el social. Vamos al cine y compartimos la misma película que no es más que una serie finita de fotogramas. Sin embargo, ese hecho tan brutalmente empírico como una serie de fotogramas cobra sentido por la interpretación que le damos los espectadores y que le dan los autores. Cuando salimos del cine hemos visto la misma película pero nuestras interpretaciones varían conforme a la experiencia vivida de cada quien. Empero, y como ya dijimos, las interpretaciones no son necesariamente inconmensurables porque resultan resignificaciones de un mismo material: la colección de los fotogramas vistos. Hay una ética de la interpretación que no valida la sobreinterpretación. Por ejemplo, nadie en su juicio correcto, sin bromear, podrá decir que la serie “Martes 13” ­—título resignificado por nuestra cultura concreta, puesto que en Estados Unidos se titula “Viernes 13”— es una historia romántica al más puro estilo del Werther de Goethe. Se puede ser temerario, pero la temeridad tiene límites, aquellos que posibilitan la comunicación.

      Al intercambiar nuestras interpretaciones, nuestros puntos de vista, aprendemos nuevas perspectivas, obtenemos nuevos datos que transforman de manera cuasi imperceptible nuestra persona. Vamos cambiando constantemente por intermedio de la comunicación. Y es por eso que comunicación trabajo constituyen las actividades que marcan nuestra existencia humana y social. Ambas tienen un anclaje en nuestras carencias y posibilidades biológicas. Para autoconservarnos requerimos trabajar y comunicarnos, por eso son condición biológica de nuestra existencia. Pero nuestra estructura biológica no nos dice cómo hemos de organizarnos para trabajar y con qué herramientas, como tampoco nos dice qué lenguaje hemos de hablar para entendernos. Es nuestra segunda naturaleza, la sociocultural, la que nos va a dar las pautas para poder hacerlo y llevar a cabo nuestros ciclos vitales. Los procesos de socialización crean esa segunda naturaleza y los agentes socializantes sirven de medios para tal fin. Estos procesos y agentes forman nuestra personalidad, fundamento último del control social. Recuérdese que no hay vida social sin control social, esto es, sin respeto por parte de los individuos a las reglas del juego social.

II

      Nos dicen los sociólogos que el control social tiene tres instancias: la persona, el grupo y las instituciones. La persona es la última en formarse y la base misma del sistema social. Los individuos no nacen con una persona definida. Aquí tomamos posición frente a los innatismos de la personalidad, sean de origen astrológico, religioso o cualquier otro. La persona es una producción social, un resultado. Mas, ¿qué hemos de entender por persona? Nos aproximamos un tanto al concepto partiendo del origen etimológico de la palabra. El término persona significa originalmente “máscara”, y hace mención a la máscara que se ponían los actores para representar sus papeles en el teatro primero. En este sentido, persona significa representación de un papel en un escenario. Para la sociología contemporánea el significado no ha variado en demasía. Persona es aquel individuo que dentro de una sociedad dada representa un conjunto de roles (papeles) acordes con su status (posición). Para representar su papel el individuo debe ser un sí mismo (self), tiene que tener conciencia de sí mismo, de su posición, de sus funciones y de las posiciones y funciones de los otros que pertenecen a su escenario social. La base de ese sí mismo descansa sobre el lenguaje que le permite significarse, resignificarse y significar y resignificar a los otros. Partamos de un buen ejemplo dado por George Herbert Mead. Para jugar béisbol es preciso ocupar una posición dentro del campo y actuar conforme a lo que se espera de esa posición. Ser primera base implica conocer las funciones propias de tal posición, pero también conocer las funciones del resto de los jugadores, incluidos los oponentes. Para conocer esas funciones es menester que existan las reglas que definen al juego, las reglas constitutivas y regulativas. Si no hay conciencia de todos esos elementos tampoco resultará posible jugar béisbol. Toda persona está dentro de un entramado social, en el caso que nos toca el del juego del béisbol. Sabe cuál es su status y rol asignado y actúa conforme a los mismos para poder ser aceptado en el juego. Conoce también el de los demás y juega con ellos. De esta manera, cuando está defendiendo la primera base y hay un corredor oponente sobre ella, y el bateador de turno batea un rolling a primera, habiendo un solo out en la entrada, sabe, sí le llega con tiempo la pelota, que debe tomarla y disparar a segunda para que su compañero de equipo saque out al corredor que va de primera a segunda; a su vez, sabe que una vez que ha disparado debe regresar, pisar la primera base y prepararse para recibir la pelota de su compañero que está en segunda, todo con la finalidad de completar un doble play haciendo out al corredor que va desde el home a primera y cerrar exitosamente la entrada. Esta actuación que ocurre en pocos segundos es realmente complicada. El individuo es un sí mismo, se reconoce como persona jugando con otras personas al béisbol. Sabe las reglas y las estrategias a seguir. Conoce el lenguaje del equipo que los couch transmiten para coordinarlo a él y a  compañeros. Y todo ello ha sido posible por la comunicación y el trabajo conjunto. Comunicación hablada, comunicación gestual, pues no solamente nos comunicamos por palabras sino por medio del cuerpo, siendo la mayoría de las veces esta última la más transparente. Sigamos con el ejemplo, el corredor que está en primera se separa de la base para tomar una ligera ventaja en su carrera a segunda. El lanzador lo observa y él observa al lanzador. No se hablan con palabras pero sí con sus cuerpos. El lanzador saca de la posición de lanzamiento su pie izquierdo y el corredor se recoge regresando a primera. El lanzador sabe que al hacerlo el corredor se recogerá. A su vez, el corredor sabe que se debe recoger pues existe el peligro de ser sorprendido en la primera por un lanzamiento para tal fin. Una vez que el corredor ha regresado el lanzador vuelve a su posición y se concentra en las señas que emanan de su receptor, empero, el corredor vuelve a tomar ventaja y hace amagues de salir al robo de base. La intención del corredor sea posiblemente robar pero también puede ser no robar y sacar de concentración al lanzador. Y así, sucesivamente, la historia del corredor y el lanzador se repite en toda una danza de gestos que comunican intenciones. En todo esto, ser persona implica ese sí mismo que sabe que usando determinados gestos y haciendo determinados amagues obtendrá determinados resultados del otro. Es un ser consciente de sí y del otro y del uso que en un momento se le deba dar a la comunicación. Es como quien escribe estas líneas. Yo estoy consciente de que lo hago y de mis intenciones. He sido socializado en un lenguaje contentivo de un vocabulario para poder comunicar mis pensamientos. Ese lenguaje muerto, que reposa en los diccionarios, cobra vida en el sentido que yo le doy. Pero mi darle sentido está referido tanto a mí mismo como al otro que es usted, quien me está leyendo. Cuando escribo esto me lo escribo a mí mismo y a la vez se lo escribo a usted. Trato de ser pedagógico en mi explicación y para serlo me lo digo a mi mismo de la manera más sencilla que pueda para decírselo a usted. Si no tuviese esta facultad de escribírselo y a la misma vez escribírmelo, entonces no podría comunicárselo porque mi escritura sería un sinsentido. Precisamente porque me lo digo a mi mismo se lo digo a usted, precisamente porque tengo la intención y voluntad de transmitirle la concepción sociológica de la personalidad y pienso cómo hacerlo, lo hago. Mi intención y voluntad han sido esas, y pueda que no tenga éxito y no logre hacer este tema diáfano para usted, pero he tratado de hacerlo dándole un sentido a la palabra escrita para que le llegue. En síntesis, cuando le hablo a un otro me hablo a mí mismo. Y esa es una característica de toda persona. Ella se dirige a sí misma y a un otro que puede ser concreto o generalizado. Soy una persona que me dirijo a otros y no lo hago desde la nada sino desde un universo simbólico que me ubica en el mundo. En este caso como profesor universitario, en una universidad específica, que da clases de una asignatura puntual, a estudiantes que viven en Venezuela y que comparten conmigo una conciencia colectiva de nuestro mundo. Así, ser persona es ubicarse en un mapa sociocultural, un ubicarse no gratuito. Este mundo no lo he creado yo, a lo sumo lo recreo en mi pensamiento y acción. Antes, el mundo me precede porque la sociedad y cultura que me lo han dado me preceden. Toda sociedad y cultura es anterior al individuo. Para decirlo con Heidegger, he sido arrojado a este mundo. Nací en un lugar dado, en el seno de una familia dada, con unas características dadas. Y poco a poco me fui adaptando dinámicamente a este mundo aprendiendo sus lenguajes, costumbres y valores, y aportándole a él un punto de vista, aquel que dan mis coordenadas espaciotemporales específicas y el bagaje de mi experiencia personalísima.

    No quisiera finalizar este largo pasaje sin hacer mención a otra característica fundamental de la persona: su moralidad. La moral, aprovechando un cierto aire de familia terminológica, puede entenderse como la morada de la persona. En la misma descansa y desde ella se recompone y actúa teórica y prácticamente. Mi conciencia personal, mi sí mismo, implica una conciencia moral. Le escribo a usted escribiéndome a mí mismo en un sentido que procura ser pedagógico. Sé que debo ser claro en mi lenguaje para poder cumplir con el deber de mi rol docente. Actuar como docente supone actuar como debe actuar un docente, esto es, debo estudiar y transmitir reflexivamente saberes y actitudes de forma sencilla pero sin sacrificar los contenidos, debo ser puntual y atento con mis alumnos, debo estar presto a sus preguntas y dudas y responder y aclarar en la medida en que pueda hacerlo. Después tengo otros roles que implican una moralidad: soy padre, esposo, amigo, hijo, sociólogo e investigador de filosofía práctica. Cada uno de ellos porta un deber ser como también unos derechos que le son propios. Debo ser un buen padre, un buen amigo, un buen esposo, un buen profesor, un buen hijo, un buen hermano, etcétera, y siéndolo merezco ser tratado como buen profesor, padre, hijo, esposo, hermano, amigo. La persona es posible porque tiene un sentido moral. Y una vez más, y ya para finalizar, los contenidos de esa moral no son creados ex nihilo por la persona, sino que le son dados socioculturalmente y resignificados una vez vueltos conciencia de sí mismo.

        Habíamos dicho que las instancias del control social son la persona, los grupos y las instituciones. Ya nos hemos referido sucintamente a la persona. No la hemos definido pero sí delineado su concepto para hablar en el marco de unas coordenadas más o menos claras. Habíamos dicho que el origen de la persona es social. Sus pautas de actuación, de pensamiento, su sociabilidad y moralidad, le son dadas en principio por el mundo sociocultural que la precede y después, una vez interiorizadas, son resignificadas por el sí mismo. Este mundo sociocultural es un complejo de valores cuya plataforma descansa en la organización societal que se estructura en un entramado de instituciones que, siguiendo a Bronislaw Malinowski, podemos definir como unidades más o menos permanentes de organización humana, constituidas por una serie de valores relativamente tradicionales y con un fin determinado. En pocas palabras, el concepto de institución implica un tejido de relaciones de los humanos entre sí y con la naturaleza. Las instituciones están, pues, reglamentadas, bien sea a partir de unos valores éticos o a partir de la ley positiva o de ambos. La familia es una institución cuyo fin es la socialización de nuevas generaciones, además de ser unidad económica. El Estado es un orden institucional a la vez institucionalizado: el Estado regula y da jerarquía a las instituciones sociales, las legitima o no, siendo a la vez un orden institucional más o menos legítimo. Introducimos el concepto de legitimación en un sentido amplio para referirnos a la aceptación que la autoridad de una institución puede tener entre los miembros de una sociedad. Puede haber instituciones ilegítimas como la mafia, una institución para el crimen. En igual sentido, hablamos en nuestro país de “corrupción institucionalizada”. Es preciso no confundir legitimidad y legalidad. La primera, como ya dijimos, es el grado de aceptación que las personas tengan de la autoridad de una institución. La segunda trata del orden positivo que regula las relaciones entre los miembros de una institución. Una institución puede ser a la vez legal e ilegítima, como pasa actualmente en nuestro país con gran parte del orden estatal, o como pasa cuando un Presidente, rechazado y falto de credibilidad entre su población, no renuncia y argumenta su decisión diciendo que la Constitución establece que su mandato es de cinco años.

      Las instituciones, dependiendo del contexto histórico, político, económico y sociocultural, pueden ser más o menos fuertes. Entendemos aquí por fuerza el grado que tienen estas organizaciones para mantener su legitimidad y no sucumbir ante intereses personales o de grupo. De esta manera, y refiriéndonos a manera de ilustración al caso concreto de nuestro país, hablamos de la fragilidad de nuestro orden político institucional. Probablemente ello tiene un claro origen cultural en la debilidad misma de la sociedad civil venezolana, sociedad que ha de entenderse como la conformada por la ciudadanía organizada en función de la defensa y promoción de los intereses de grupo. Un sucinto análisis fenomenológico nos muestra esta debilidad de las instituciones políticas. Es el caso de nuestras gestiones municipales. En el lenguaje cotidiano rara vez se dice la Alcaldía o el Ayuntamiento tiene tal programa. Lo que es usual es decir el Aristóbulo  o Ledezma, o los adecos, o los chavistas, tienen tal programa. Tras ello se deja entrever que la institución municipal se mueve no con un son propio sino al son que le toquen los gerentes de turno. Cuando hay cambio de gestores, hay cambio en los colores de uniforme de la policía, de los autobuses, hay cambios en el logo que identifica al ayuntamiento, hay cambios de organización y pare usted de contar. Las instituciones están capturadas por los grupos que se hacen de ellas, careciendo de este modo de rumbo propio. Así, vemos como nuestras ciudades no tienen mayores identidades que permanezcan en el tiempo. Es como sí el nuevo alcalde de Londres le diera por cambiar el color de los trolebuses o sencillamente eliminarlos porque están asociados con gestiones pasadas. Es como sí el próximo alcalde de Madrid le diera por ocultar de los sitios públicos el símbolo de la ciudad, el oso y el madroño, y reemplazarlo por un logo asociado con su persona o grupo político. Es como si el próximo alcalde de New York le diera por cambiar el color amarillo de los taxis y pintarlos de azul y rosado. El ejemplo que ponemos referente a la institucionalidad municipal en Venezuela es extensible a otros órdenes del poder público. En todo caso, queremos expresar la importancia de la vida institucional como base indiscutible de la estabilidad de toda vida social, pues sobre su base se organiza y ordenan las reglas constitutivas y regulativas del juego social entre las personas y, por consiguiente, hay que comprenderla como una instancia de control social básica y formadora de la personalidad humana. Por los avatares de nuestra historia nacional la familia matricentrada ha sido la institución que ha tenido mayor continuidad, no así las instituciones públicas. Por ello, no extraña que la programación sociocultural de nuestra personalidad se caracterice por un familismo y afectividad acentuadas, así como debilidad en nuestra comprensión de la racionalidad de lo público.

     Entre la persona y las instituciones median los grupos. Clasificados desde Simmel en grupos menores (diadas y tríadas) y grupos mayores, son ellos los que dan vida al orden objetivo de la institución. El Estado se objetiva por medio de obra de los grupos que interactúan en su interior. La institución familiar cobra vida en la asociación de mis padres y hermanos y así sucesivamente. Son pues otra instancia, una mediadora, de control social. No siendo éste un curso de sociología, no nos extenderemos en el análisis de la conformación de los grupos. Baste decir que son los que permiten la reproducción institucional en y por la persona. Ahora bien, entrando más a fondo en el tema del control social, diremos que éste lo clasificamos en control directamente represivo y control ético-moral.

     Por control social represivo entenderemos aquel que se ejerce de manera directamente coercitivo sobre la persona. Su función es mantener el orden social en casos de violencia. Por ejemplo, ante una manifestación ilegal que rompe el orden actúan las fuerzas militares y policiales del Estado. Pero también cuando un niño pequeño es detenido por sus padres ante un peligro inminente que él desconoce. El control ético-moral se ejerce por la persona misma sobre sí una vez que ha interiorizado las pautas de conducta propias de su organización social. Es el control fundamental pues sin su existencia sería imposible la vida social. Imagínese Ud. que para que mañana el país se ponga en marcha se requiera un policía que controle a cada persona y lo saque de su casa para que cumpla con las actividades requeridas. Ello imposibilitaría el funcionamiento de la sociedad. Antes, los agentes socializantes socializan a la persona en la normatividad social. Así, cada mañana cada trabajador sale a cumplir con su trabajo por sí mismo, tal como cada estudiante hace lo propio. Nos disponemos ahora a introducir brevemente el problema de la ética.

III

     La moral está formada por el conjunto de valores y normas que configuran la persona humana y regulan la acción de ésta con respecto a sí misma y a las otras personas. La acción moral presupone que el individuo puede actuar de diferentes modos. Por eso afirmamos que la vida moral resulta inseparable de la libertad, de una entendida de manera relativa. Expliquémonos siguiendo las enseñanzas de Hegel, el gran filósofo alemán: la libertad humana es relativa pues siempre está en relación con una serie de determinaciones y condiciones. Carezco de alas para salir volando por los hermosos cielos en este momento como mi limitada programación genética no resulta tan limitada como para que me enferme y un día muera, por lo menos hasta nuevas noticias de la biotecnología. Del mismo modo vivo en una época histórica, en un marco sociocultural específico, bajo unas condiciones políticas propias de ese marco, condiciones que me limitan en mi capacidad de acción y mi habilitan también para determinadas conductas. Todos esos contextos biológicos, sociales, culturales, políticos y también económicos condicionan mi libertad, la generan y la limitan.

      Para Hegel, la libertad humana resulta de la síntesis de dos momentos, uno negativo y otro positivo. La libertad negativa ha de entenderse en el sentido de que la “(…) la voluntad (es) posibilidad de poder hacer abstracción de toda determinación, en la cual yo me encuentro o la cual he puesto en mí, la huida de todo contenido como de una limitación, lo cual es aquello a lo que la voluntad se determina, o es tomada la libertad para sí de la representación como la libertad, entonces esto constituye la libertad negativa o la libertad del entendimientoEs la libertad del vacío, la cual erigida en figura real efectiva y en pasión y, precisamente, cuando permanece puramente teorética, se convierte en los religiosos del fanatismo de la pura contemplación india, pero cuando se dirige a la realidad efectiva, en lo político como en lo religioso, se convierte en el fanatismo de la destrucción de todo orden social existente y en la expulsión de los individuos sospechosos de querer un orden social, así como en la aniquilación de toda organización que quiera resurgir. Sólo destruyendo algo tiene esta voluntad negativa el sentimiento de su existencia.”[3] El hombre ejerce su libertad negativa cuando niega las determinaciones que recaen sobre él. Puede tener hambre y posponer el acto de saciar su apetito, puede desear y negarse a satisfacer sus deseos. Empero, se trata de un ejercicio abstracto en tanto que niega pero no pone nada. Lo interesante de este momento negativo de la libertad se entiende mejor con la palabra liberación. La libertad negativa en cuanto que liberación supone la acción de quitarse de encima los límites que reconocemos como incómodos. Liberarse es siempre liberarse de algo. Hegel la asocia con el entendimiento porque cualquier liberación comienza por el reconocimiento de aquello de lo que queremos liberarnos porque nos limita. El primer momento de la libertad, el momento negativo, está en relación con unos límites que deseamos superar porque ya los hemos hecho conscientes en tanto que límites. La libertad se inicia entonces en la conciencia y como anhelo de liberación.

     Si la libertad se quedara en su momento negativo sólo negaría indefinidamente hasta llegar quizás al nirvana budista. Mas, para el occidental y moderno Hegel el nirvana no resulta opción conveniente y, por tanto, propone un segundo momento: la libertad positiva. Nos dice que ésta es “(…) tránsito desde la indeterminidad indiferenciada hacia la diferenciación, el determinar y poner una determinidad como contenido y como objeto.”[4] La libertad positiva en cuanto que negatividad de la libertad negativa supera aquella indeterminación del primer momento poniendo algo (una determinación) en su lugar. De nuevo con Hegel: “Yo no solamente quiero, sino que quiero algo. Una voluntad que (…) sólo quiere lo universal abstracto, nada quiere, y por eso no es voluntad, para ser voluntad, tiene que limitarse en general. Que la voluntad quiera algo, es la limitación, la negación.”[5] Y esta negación lo es en un doble sentido. Por un lado, como ya se dijo, lo es en tanto que negación de la libertad negativa. Por otro lado, lo es en tanto que al poner algo niega la posibilidad de poner otra cosa en lugar de ese algo. La libertad humana siempre será relativa pues niega con relación a algo y afirma con relación a algo, a algo que pone. Aquí el adjetivo positivo de “libertad positiva” viene de los orígenes de esa palabra: positivo en el sentido de posición, de posicionar, de poner algo.

      La voluntad libre será síntesis de libertad negativa y positiva, de un quitarse límites y ponerse nuevos límites. Libertad relativa por cuanto el hombre es un ser finito. Pongamos un ejemplo. Tengo hambre. Mi libertad negativa se ejerce negándome a comer en este momento porque debo cumplir el deber de concluir con mi clase. Pospongo el alimentarme ahora. Después saldré de clase y comeré. Pero no comeré cualquier cosa, lo primero que se me atraviese, sino que pondré algo, esto es, pondré el tipo de alimento que he de comer dentro de las posibilidades que se me ofrecen. Ahora bien, esas posibilidades no son ilimitadas sino unas determinadas. Por eso, soy libre pero no tengo libertad absoluta. Como éste se pueden construir múltiples ejemplos. La libertad cual toma y daca de negar y poner constituye una dialéctica de la acción humana.

     Decíamos arriba que la acción moral presupone la libertad relativa de la persona puesto que puede actuar de diferentes modos. Llevados de la mano de Hegel, ya hemos explicado sucintamente en qué consiste esa libertad. Immanuel Kant estableció en sus principales textos filosóficos de ética —Fundamentación de la metafísica de las costumbres Crítica de la razón práctica— que cualquier razonamiento y juicio práctico —ético y político— supone el concepto de libertad. No puedo juzgar mis acciones y las de los otros si no supongo que pude hacer lo que hice de otro modo, que en lugar de hacerlo bien pude hacerlo mal o regular. Igual con relación a mi juicio sobre el actuar de los otros. Sin suponer esa libertad no cabe juzgar al presidente por su mal o buen desempeño. Tampoco podrían los tribunales de administración de justicia incriminar o absolver a quien se le lleva un proceso por un determinado delito. Kant, quien, como buen hijo de la revolución física newtoniana, era proclive a pensar que los fenómenos naturales estaban determinados y que el universo era una maquinaria tan exacta como el mejor de los relojes suizos, postulaba para la acción humana la libertad, pues si estuviésemos determinados por otras fuerzas, sean éstas los genes, los dioses, los astros o cualquier otra, no seríamos responsables de nuestros actos. Habría que encarcelar a Neptuno, o extirpar el gen X, o inculpar al Dios que todo ocurre como él quiere.

      En las últimas líneas nos hemos deslizado de la libertad a la responsabilidad. En el sentido más amplio de esta palabra, seré responsable si puedo responder ante mí y ante los otros por mis actos. La libertad conlleva la responsabilidad. Soy agente libre y, en consecuencia, soy agente responsable, puedo dar cuenta y razón de mis actos. Porque soy libre y responsable puedo ser juzgado y juzgarme. El derecho tradicionalmente lo ha expresado muy bien al establecer diferentes grados en los delitos. Por ejemplo, hay homicidios accidentales y los hay intencionales, los hay con alevosía y nocturnidad, los hay sólo culposos o no premeditados, hay asesinatos y magnicidios y, en algunas partes, regicidios. Todas estas calificaciones que establece un juez o un jurado reflejan distintos grados de responsabilidad en lo sucedido. Quien atropella y mata a otro manejando borracho o bajo efecto de estupefacientes no es incriminado con la misma fuerza que quien lo atropella en pleno uso de sus facultades y con toda la intención de asesinarlo. Ser moral es ser libre y responsable porque se elige y se responde por lo que se elige.

     De lo dicho se desprende que sólo se puede ser moral si se practican actos considerados buenos de forma libre, esto es, sin hacerlo por coerción, sino por decisión propia, con responsabilidad. Llegamos así al final de este encuentro inicial a falta de muchos rudimentos para comprender mejor la dimensión ética que, sin duda, nos define como humanos. No puedo hablar de ética en los gatos, los loros, las hormigas o las sábilas. Sólo de los humanos puedo predicar la ética, pues sólo entre nosotros se da el fenómeno de la libertad y la responsabilidad. Comprender lo ético exige acercarnos a otros conceptos como el del deber y el del bien, tan intrínsecos a cualquier pensar ético. Exige introducirse en el concepto de virtud, tan querido por Aristóteles y desde entonces por la reflexión ética, pues no se puede ser bueno esporádicamente sino habitualmente, es decir, por virtud. Y entrar en la virtud sería entrar en virtudes como la justicia, la prudencia, la templanza, entre muchas otras. Exige pensar otro concepto hegeliano, tan heurístico para la ciencia social, el de eticidad (Sittlichkeit), aquel que nos remite al ethos efectivamente existente en una comunidad humana, su cultura ética, resultado de su devenir histórico y del que arranca como su punto de partida cualquier pensamiento sobre lo moral. En fin, mucho camino nos queda por andar, apenas hemos dado un pequeño paso en el mundo de la ética, un paso sobre las bases antropológicas y su vínculo con la libertad y la responsabilidad. Si hay ánimo para seguir caminando un mundo muy humano de posibilidades se nos abrirá. A caminar os invito.

Caracas, septiembre de 2018




[1] Cabe distinguir de entrada, como bien hace Searle, entre reglas regulativas y reglas constitutivas: “Algunas reglas regulan actividades previamente existentes. Así, la regla «conduzca por la mano derecha de la calzada» regula la conducción; pero la conducción puede existir antes de la existencia de esa regla. Sin embargo, algunas reglas no sólo regulan, sino que crean la posibilidad misma de ciertas actividades. Las reglas del ajedrez, pongamos por caso, no regulan una actividad previamente existente. No es verdad que antes hubiera montones de gente desplazando pedacitos de madera sobre tableros y que, para prevenir colisiones continuas y embotellamientos de tráfico, tuviéramos que regular esa actividad. Ocurre más bien que las reglas del ajedrez crean la posibilidad misma de jugar al ajedrez. Las reglas son constitutivas del ajedrez en el sentido de que lo que sea jugar al ajedrez queda en parte constituido por la actuación según esas reglas. Si ustedes no siguen al menos una buena parte de esas reglas, ustedes no están jugando al ajedrez.” John R. Searle: La construcción de la realidad social, tr. Antoni Domènech, Paidós, Barcelona 1997; p. 45.
[2] Llamamos aquí instinto a una disposición psicofísica hereditaria no aprendida y común a todos los individuos de una misma especie que hace que ante determinadas situaciones el individuo se comporte mecánica e inconscientemente. Instintos especializados son aquellos específicos que cumplen determinadas funciones programando la alimentación, la sexualidad, la protección de las crías y otras demandas propias de la sobrevivencia biológica.
[3] G. W. F. Hegel: Filosofía del Derecho, tr. Eduardo Vásquez, Universidad Central de Venezuela, 2ª edición, Caracas 1991; & 5, p. 64 (El énfasis es del autor).
[4] Op. cit., & 6, p. 65 (El énfasis es del autor).
[5] Op. cit., & 6, p. 66