sábado, 27 de abril de 2019

Los relojes públicos de Caracas (Javier B. Seoane C.)

Javier B. Seoane C.
A mis sobrinas Carmen Amalia y Abril Valentina

Hace apenas poco más de medio siglo Caracas era un entorno urbano sin grandes edificaciones y sin mayor extensión más allá de su centro fundacional: la plaza Bolívar, otrora Plaza Mayor, con sus respectivos centros de poder político, militar y eclesiástico. En alusión a las tejas de sus pequeñas casas, le decían “la ciudad de los techos rojos”, sintagma atribuido a uno de sus cronistas: Enrique Bernardo Núñez. Alrededor de la reducida ciudad imperaban aún los vestigios de haciendas cafetaleras y algún que otro trapiche para procesar caña de azúcar. Pero todo ello cambió a partir de los años cuarenta, volviéndose progresivamente la capital de un poderoso petro-estado que, cual nuevo rico, no escatimó en gastos para llevar a cabo un acelerado proceso de modernización. Se construyeron entonces lujosos hoteles y se atravesó la ciudad por amplias autopistas con complejos distribuidores para conectarlas entre sí y, cuyos enredados tramales, les dieron nombres apropiados a los mismos: el pulpo, la araña, el ciempiés. Sobre aquellas autopistas, imponentes como las de cualquier metrópolis estadounidense de la época, circulaba un parque automotor a la moda y de gran cilindrada. Prosperaron, además, los centros comerciales y alguno de ellos, construido alrededor de una roca, objeto de reflexión de nuestro querido Diego Larrique, hasta fue diseñado para que los automóviles entraran hasta los mismos pisos de las tiendas. Grandes salas de cine, cobijadas por sendas edificaciones, se estrenaron y, a las dos o tres décadas, fueron derrumbadas para alzar en sus lugares portentosos centros financieros y nuevos centros comerciales sobre los cuales se levantaron rascacielos de oficinas recubiertos por espejos para reflejar su inmensidad ─y también propagar el caluroso clima del trópico e incrementar el consumo energético en climatizadores.

Aquel vertiginoso crecimiento urbano se desaceleraría a partir de los años ochenta. Uno de las últimas edificaciones de centros bancarios, con helipuerto incluido, próximo al centro de la ciudad, no se concluiría debido al desplome del sistema financiero en 1994. Paradójicamente, se transformaría por años en una favela vertical ocupada por miles de habitantes sin techo que, poco a poco y por los menesteres de la pobreza, terminarían deconstruyéndolo en parte, vendiendo sus vidrios de espejo, sus marcos de aluminio, y todo lo que se pudiera depredar de la mole de más de cincuenta pisos. Así se transformó Caracas, con la violencia de olas de modernización que durante unas pocas décadas borraron la infraestructura rústica de un pasado agrícola y artesanal. Olas modernizadoras que crearon una urbe con muchas de las bondades de la técnica y la tecnología al uso, dispuesta para el consumo abundante y barato de gasolina ─aunque con severas carencias de aceras para el tránsito de los peatones en muchos de sus lugares, pues la Caracas del siglo XX no se hizo para caminarla sino para atravesarla en auto.

¿Se puede borrar una mentalidad, un espíritu cristalizado por siglos, con la misma fuerza y prontitud con la que un bulldozer derriba la casona de una antigua hacienda? Cuando Max Weber esboza el espíritu del capitalismo como una de las máximas expresiones de la modernidad acude a una serie de pasajes de Benjamin Franklin cuyo denominador común es el deber de aprovechar el tiempo al máximo. “Time is money”, nos dice Franklin. En él, y en su frase repetida hasta la saciedad, se personifica el espíritu del moderno capitalismo, espíritu para el que el reloj se vuelve una máquina vital. Mecanismo que regula otros mecanismos de la técnica pero también a organismos biológicos como el nuestro, el humano. Se dice que el hábito hace al monje. Se dice, igualmente, que el reloj apareció en los monasterios medievales de monjes para ordenar las horas de rezo y de labores. Puede decirse entonces que, a cierta altura, el hábito de los monjes fue regulado por el reloj. Weber, por su parte, nos legó la imagen de que la reforma protestante incorporó en los cuerpos de sus mujeres y hombres una rigurosa disciplina de vida en la que el reloj, y particularmente el reloj de pulsera ─el watch que nos observa, que nos vigila─, reguló nuestros hábitos, disciplinó nuestros cuerpos. La lógica temporal del monasterio salió de sus puertas y, yuxtapuesta con la lógica de las revoluciones modernas de la ciencia, la industria y la sociedad modernas, emergió la lógica de las metrópolis del mundo de los últimos siglos. Georg Simmel, al respecto, se pregunta qué sería de la Berlín de 1903 si fallaran los relojes por unos pocos minutos. Y vaticina el caos apocalíptico, tal como lo vaticinó el llamado “error del milenio” para las metrópolis del año 2000.

Toda gran capital que se precie de tal está atravesada por ríos de ciudadanos que se entrecruzan tan mecánicamente como mecánicos fueron sus respectivos relojes pulsera hoy vueltos digitales tras la revolución cibernética. En una capital así no faltan lugares altos, visibles para casi todos, sendos relojes que marcan la hora pública. Muchos de esos relojes, como el del Big Ben de Londres o el de la Plaza del Sol de Madrid son centros simbólicos de la ciudad.




  
Los madrileños no llegan, por supuesto, al grado de obsesiva precisión de los londinenses, quienes han dispuesto relojeros de turno, todos los días y a toda hora, para atender de inmediato cualquier emergencia que acontezca al archiconocido reloj. La regla es que no se atrase ni un segundo en ningún momento.

Caracas no es menos. Dispone a granel de habitantes con digital watches y no faltan relojes públicos en sitios de simbólica altura, si bien ya no con tanta abundancia como en el siglo pasado. Pongamos dos casos: los del edificio de La Previsora y el de la Ciudad Universitaria, dos relojes muy lógicos para sitios igualmente lógicos.



El nombre del primero ya nos indica algo. Prever, caro verbo para la personalidad moderna, resulta buen negocio para la ramificación del capital financiero dedicado a los seguros. “La Previsora” es el inmejorable nombre de una compañía aseguradora cuya sede está en un edificio emblemático de Caracas del mismo nombre y con forma piramidal siendo, si se quiere, bastante faraónico para la ciudad caribeña de 1973. Presidiendo “La Gran Avenida” que conduce a la Plaza Venezuela, ocupa un lugar estratégico del valle que lo hace visible desde múltiples ángulos. Orgulloso en su cúspide ostenta su reloj, aún hoy el más referencial para el citadino de estos lares. Súper moderno para la época, con guarismos apropiados a su digitalidad e iluminado por potentes luces fue hecho, qué duda cabe, para marcar la hora de la Ciudad, una con la precisión del seguro que se vence un segundo después de las doce del mediodía si no lo has renovado con la oportuna previsión. El reloj te recordará una y otra vez que debes hacerlo.

En cuanto al segundo, que hoy forma parte del Patrimonio Arquitectónico de la Humanidad, pues la UNESCO ha considerado a la Ciudad Universitaria de Caracas una síntesis de las artes, una ciudad museo de valioso estilo modernista, fue construido próximo al Edificio del Rectorado de la Universidad para señalarle la hora a la comunidad universitaria. Y es que no puede concebirse una universidad moderna sin la precisión horaria de las entradas y salidas de clases. Durante ya varias décadas, con su forma de reloj de arena, marca los minutos en sus tres caras analógicas con agujas amarillas sobre fondo negro, para que con este contraste su visibilidad sea indudable. Centenares de promociones de egresados se han fotografiado al pie de este simbólico reloj.

Lo curioso de estos relojes de Caracas es que nunca podemos estar muy seguros de qué hora dan, pues no en pocas ocasiones su hora pertenece a otras latitudes, algunas hasta muy distantes, mientras que en otros momentos se asemejan a los relojes de esa pesadilla del Dr. Isak  de las “Fresas Salvajes” de Bergman, relojes que no dan ninguna hora, sin agujas, sin guarismos, pertenecientes a unas calles fantasmagóricas, más propias de unas “casas muertas” que de una boyante capital con portentosos centros financieros y académicos. Cortesía de youtube, y gustoso de que la genialidad narrativa de Bergman opaque mi mal nutrida prosa, os dejo esa pesadilla, que no sé por qué tanto me recuerda a nuestro presente venezolano:


De vuelta a nuestro tema, carecemos los caraqueños de la obsesión de los londinenses por la exactitud de la hora. A nuestras “casas muertas” no entró el tiempo mecánico de la revolución industrial y de la mecánica celeste newtoniana. Nuestros relojes públicos manifiestan cierto anhelo de algunos previsores que quisieron que entrara dicha temporalidad, desde el colonial de nuestra Catedral hasta el que nunca operó de la vieja “Torre Bazar Bolívar” en El Marqués, pues lo agarró de inmediato el “viernes negro” de 1983.  
Mas es falso que la historia sea de los previsores, la historia es facticidad de nuestro ser arrojados al mundo, de nuestro ser-en-el-mundo (siempre con el querido Heidegger) hecho mundo-de-la-vida, Lebenswelt (y ahora con el querido Husserl de la Krisis y las luces de Alfred Schütz). Los previsores y los genios trascienden los límites culturales de una época siempre y cuando esa época esté preparada para crearlos y luego aceptarlos. Nuestra apropiación pública del tiempo no es la londinense, no puede serlo, no somos protestantes y mucho menos industriales y posindustriales. Somos una sociedad sufrida, como tantas otras. Pero, y al igual que toda sociedad, sufrida a su manera. And our way de sufrimiento está marcado por una colonización muy diferente de la norteamericana, por una institucionalización tardía de dicha colonia (S. XVIII), por un siglo XIX de guerras intestinas y no intestinas brutales y por un siglo XX cuasi-mágico (con la línea Uslar-Cabrujas-Coronil) de la mano de la lotería de la “riqueza” petrolera. Medio milenio de cambios bruscos, de miseria palúdica y American way of life. Pero en estos cambios bruscos hay líneas de continuidad. Una de ellas es que a lo largo de todo este tiempo cada hēgemṓn ha concebido al país como un gran campo minero. Así lo vio el conquistador originario y convirtió a Cubagua en un desierto caribeño. El mantuano se propuso cultivar la tierra pero sólo para explotarla y vivirla él en París o Londres. Luego, con el “excremento del diablo” ni hablar. La Venezuela miserable, palúdica y analfabeta, archipiélago (Pino Iturrieta) de 1901 puso su empeño en ponerse al día insuflando modernización con renta petrolera. Cuando el proceso rentista culminó su destino en el “socialismo del Siglo XXI”, cuando el paroxismo revolucionario de las estatizaciones y el prejuicio a todo lo privado en economía alcanzó su culmen, nos ha quedado entonces la “Sabana” de Símón Díaz o el “Ruperto” de Alí Primera, nos han quedado las Casas Muertas de Otero Silva otra vez.

La historia humana es facticidad, está en los mundos-de-la-vida. No podemos vivir los relojes como los londinenses, para nosotros son más bien curiosidades, ornamentos citadinos y los watches no nos vigilan. Pasee usted por el metro de Caracas (cuya temporalidad tampoco es muy mecánica por cierto) y fíjese en esos watches de mujeres y hombres. Se sorprenderá de que muchos tampoco muestran la hora local, bien porque están detenidos por algún desperfecto, bien por algún enigma que no podemos develar por ignorancia. Eso sí, adornan muy bien las muñecas de nuestras gentes.

Lebenswelt o mundo-de-la-vida ha sido una categoría fundamental de la cultura de la ciencia social contemporánea. Alfred Schütz y Thomas Luckmann en Las estructuras del mundo de la vida (traducción por Néstor Míguez editada por Amorrortu) nos lo presentan como nuestro mundo circundante y compartido, presupuesto intersubjetivamente y hecho parte del sentido común, incuestionable hasta que los hábitos de nuestras prácticas dejen de funcionar en la solución de los problemas cotidianos. Por ello, el Lebenswelt resulta pre-reflexivo, marcado por la actitud natural, contrario a la duda metódica cartesiana. “Nací en él y presupongo que existió antes de mí”, nos dicen los autores. Y siguen: “Presupongo además que la significación de este «mundo natural» (que ya fue experimentado, dominado y nombrado por mis predecesores) es fundamentalmente la misma para mis semejantes que para mí, puesto que es colocado en un marco común de interpretación.”. El Lebenswelt constituye nuestra realidad por excelencia, incuestionable salvo por cuestionadores de oficio, siempre “un poco loquitos”. ¿A quién carajo se le puede ocurrir si no que los bellos bulevares de nuestras ciudades son aparatos urbanos de control social ante potenciales motines? No a la parejita de novios que atraviesa el suyo tomados de la mano camino del cine ni al transeúnte que apurado quiere llegar a “La Previsora” para renovar su póliza de la ahora compañía estatizada por la revolución. Sólo a unos ociosos, a unos “loquitos” se les ocurre volver el bulevar un aparato de dominación de clase. Nunca al sentido común del Lebenswelt.

En el Lebenswelt de una sociedad que nunca fue industrial por estar al margen de la conquista moderna del mundo; en el Lebenswelt de una sociedad que “mágicamente” levantó aerolíneas comerciales (dicen que la venezolana Aeropostal fue la quinta aerolínea comercial del planeta), ciudades universitarias maravillosas, autopistas como las de California pobladas con lujosos autos made in Detroit y demás enseres domésticos de la modernidad; en ese Lebenswelt no surgido de la misma tierra, del trabajo de hormiguita de miles y miles de humanos a lo largo de muchas décadas, los relojes mecánicos y ahora digitales no constituyen ese centro vital de “biopoder” que son en Berlín o Londres. ¿Un relojero de turno las 24 horas por los siete días de la semana para vigilar el preciso funcionamiento del reloj? Hay que ver vainas. Estos londinenses están locos e’ bola.

No vivimos los relojes de la misma manera queridos. Los relojes son artefactos muy distintos para cada mundo cultural. Nosotros no somos locos e’ bola. Somos soleados y relajados. ¿Bondad o maldad en ello? Ninguna a priori. Por lo pronto, me quedo en este mundo pues no saben cuánto amo los cielos de la sultana del Ávila y sus escandalosas guacamayas del alba y el ocaso, quizás como hoy el gran Hugo Pérez Hernáiz ama su torre de Almanza y mi Némesis las anchas avenidas de Madrid. Pues de lo que se trata es de arraigarnos como se arraigan los árboles, de apropiarnos de nuestros mundos, de no ser perpetuos extranjeros. Hoy más que nunca nuestra Venezuela necesita que dejemos atrás nuestro ser-mineros. Lo necesita Carmen Amalia y Abril Valentina, lo necesita Hugo y Némesis, lo necesitamos con urgencia todos.

Caracas, 27 de abril de 2019
Feliz cumpleaños madre.

Va sin parches por vainas emocionales.