Javier B. Seoane C.
La educación se entiende no pocas veces como una profesión técnica, obsesionada con las tecnologías educativas, la didáctica y la planificación. Ello se manifiesta cartesianamente en el terreno curricular que modelan estas ciencias pedagógicas como predominio de asignaturas separadas entre sí, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las humanidades. El lenguaje se reduce a gramática; la poesía a métrica; la historia a una colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente militares; las ciencias sociales se confunden con higiene y la educación ciudadana con derecho memorizado. Se impone el lenguaje matemático y de lo ético no cabe hablar mucho llegando, en algunos casos, a desaparecer del currículo escolar. Lo ético es cuestión de valores, de preferencias, hasta de gustos, no objeto de observación experimental.
Muchas voces se opusieron a esta colonización de las ciencias pedagógicas por la racionalidad instrumental y cartesiana. Entre ellas, especial referencia cabe dar a John Dewey (1859-1952), faro que orienta el concepto de educación para la democracia que nutre al trabajo que proponemos. Dewey entendió que la educación ética y política transita todo el sistema curricular. En su Democracia y educación (1916) sustentó que no hay materia que carezca de vínculos con valores y acciones democráticas. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y formales, si se entiende en términos de acción intelectual y práxica, de proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo del estudiante, proporciona una racionalidad que hoy, habermasianamente, denominamos comunicativa.
Y es que la ciencia moderna constituyó una revolución contra el autoritarismo de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, dialógica. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón positivista dio trocó autoritaria aquella ciencia, la volvió logocéntrica y «logocida», excluyente de las otredades cognoscitivas, Se precisa descosificar esa ciencia de la razón positivista, recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable, para que resulte, como quería Dewey, indisociable de una educación democrática.
Lo ejemplificado con las ciencias naturales Dewey lo hace también con otros saberes, los cuales no escapan de ser portadores de una dimensión ética al responder siempre a fines humanos. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión o, simplemente, para responder al examen de rigor.
Con Dewey arribamos también a la tesis, hoy más vigente que nunca, de que distintos lenguajes teóricos dan lugar a distintos mundos; a descubrir, diría Heidegger, distintos caminos del Ser. Cada lenguaje, al constituir un mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo de un modo supone actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, o quizás de un lenguaje dotado de sujetos, tiene necesariamente un carácter normativo. Lo peligroso es que este carácter sea autoritario o incluso totalitario, la negación de un ethos democrático imprescindible para el desarrollo pacífico de una sociedad que es plural y se quiere plural. Un ethos que en cuanto tal exige entender la democracia más allá de un mero sistema político, y que, en consecuencia, no puede comprimirse a una asignatura aislada en el sistema escolar. Por el contrario, este ethos descansa en una plataforma epistémica transversal y transdisciplinaria que comprende a los saberes inexorablemente vinculados con tomas de posición ante el mundo.
II
Llegados aquí, la investigación que se propone quiere explorar en las obras de Karl Popper y Martin Heidegger dos caminos para fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia en la clave ya expuesta. Seguidamente, se busca establecer un diálogo entre ambos pensadores a propósito de esta educación.
A Popper se lo reconoce por su defensa de la sociedad abierta, liberal y democrática. Una de sus bondades, sin duda, a pesar de las confusiones de unos pocos, fue tempranamente enfrentar los cierres dogmáticos del positivismo verificacionista del círculo de Viena, el marxismo y el psicoanálisis dogmáticos. Todos estos lenguajes caracterizados por erigirse en absolutismos epistemológicos, resultan perniciosos más allá de la ciencia al encarnarse en sujetos políticos constructores de sociedades cerradas, de dictaduras con vocación totalitaria. En este sentido, Popper aprecia nexos de implicación entre las adopciones de posturas epistemológicas y determinadas actitudes ético-políticas. Consideró que su propuesta de racionalismo crítico era el camino para el progreso, siempre limitado, del quehacer científico, siendo, a la par, una actitud epistémica apuntaladora de actitudes políticas democráticas.
Para Popper, la ciencia es una práctica de conjeturas y refutaciones. No hay lenguajes teóricos privilegiados para hablar del mundo. Existen, al revés, lenguajes diversos que descubren la diversidad de mundos en el mundo. Para Popper, cualquier conjetura es legítima para ensayar respuestas a las cuestiones fundamentales. Mitos, religiones, ciencias ocultas y demás especies nutren a las conjeturas que forman parte vital del descubrimiento científico, siendo así la ciencia una empresa abierta a la escucha de múltiples lenguajes. De ello, por supuesto, no se sigue que todo sea justificable. Por el contrario, el método de la práctica refutadora acompaña a la voluntad conjetural. Todo enunciado científico será tal siempre y cuando establezca las condiciones de su refutación, convirtiendo este quehacer en una actividad esencialmente crítica y abierta.
Hasta aquí la lógica de la investigación científica popperiana luce coherente y casi resulta una obviedad que serviría de alimento a una educación para un ethos democrático en la clave deweyana ya asomada. Pero aquí arrancan también una serie de problemas en el planteamiento de Popper. Por ilustrar uno de ellos. Willard O. Quine, incrustó una estocada fatal en el cuerpo del positivismo que por rebote golpeó a Popper. Dijo y mostró que se pueden verificar o falsear muy pocos enunciados en el campo observacional científico, con el agravante de que estos enunciados protocolares pertenecen a los anillos exteriores de las teorías científicas, jamás a sus núcleos. En otras palabras, lo que en ciencia se puede refutar es enteramente marginal a la teoría. Si con Locke la unidad de significación fue la palabra y se quedó muda, a partir de Frege la unidad significativa lo fue el enunciado. El positivismo y Popper suscribieron a Frege en este punto. Empero, para Quine el enunciado se quedó demasiado corto. Para él, y para el postpositivismo, la unidad significativa son las teorías científicas inscritas en un contexto sociocultural dado. Y estas teorías tienen sus propias defensas frente a las falsaciones. En palabras de Quine:
"…el todo de la ciencia es como un campo de fuerza cuyas condiciones límite da la experiencia. Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a reajustes en el interior del campo: hay que redistribuir los valores veritativos entre algunos de nuestros enunciados. (…) Una vez redistribuidos valores entre algunos enunciados, hay que redistribuir también los de otros que pueden ser enunciados lógicamente conectados con los primeros o incluso enunciados de conexiones lógicas. Pues el campo total está tan escasamente determinado por sus condiciones-límite ─por la experiencia─ que hay mucho margen de elección en cuanto a los enunciados que deben recibir valores nuevos a la luz de cada experiencia contraria al anterior estado del sistema."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, pp. 86-87).
¿Qué nos lleva, entonces, a inclinarnos más por una teoría que por otra? Seguidamente, la respuesta de Quine:
"…en cuanto a fundamento epistemológico, los objetos físicos y los dioses difieren sólo en grado, no en esencia. Ambas suertes de entidades integran nuestras concepciones sólo como elementos de cultura. El mito de los objetos físicos es epistemológicamente superior a muchos otros mitos porque ha probado ser más eficaz que ellos como procedimiento para elaborar una estructura manejable en el flujo de la experiencia."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, p. 89).
En resumen, la solución a ciertos problemas que se plantean dentro de un contexto sociocultural es lo que hace que una teoría cobre legitimidad pragmática frente a otras. Queda, de este modo, señalado el vector postpositivista desde Quine hasta Rorty. Queda, igualmente, señalado un punto neurálgico para las pretensiones popperianas de anclar un criterio para el progreso de la ciencia. Conjeturas sí, refutaciones siempre tangentes. Pareciera que ni verificacionismo ni falsacionismo, sino relativismo es lo que se impone. Y el relativismo puede ser el vale todo que se anula a sí mismo. ¿Puede responder la obra de Popper a estas y otras críticas cruciales? Y, de responder, ¿pueden sus respuestas servir de asidero a una educación para la formación democrática? Veremos en los próximos meses qué conjeturas podemos formular para dar respuesta a estas interrogantes. Por lo pronto, digamos que en su última etapa, a partir de la formulación de la teoría del mundo 3, encontramos elementos fructíferos para ello.
Célebre, y no exento de polémica, es la obra del otro polo de este diálogo imaginario que hemos planteado, Heidegger. Escribió el filósofo de la Selva Negra que la ciencia no piensa. De modo que ya de entrada los caminos de Popper no son los suyos. Pero, además, ¿tiene sentido plantearse que la obra de un filósofo perseguido por el fantasma del nazismo pueda servir de asidero nada menos que a una formación democrática? ¿Tiene sentido plantearse este trabajo en un pensador acusado de irracionalista, en un filósofo impugnador del humanismo y que dejó como mensaje en su botella de náufrago que “sólo un Dios podrá salvarnos”? Heidegger postuló una diferencia ontológica denunciante de que estamos sumergidos en lo óntico, en los entes y las cosas, en la separación sujeto-objeto; un sumergirse que olvida el Ser, al cual, por cierto, jamás tendremos acceso por vía del discurso lógico, racional, de las ciencias y la filosofía. Más nos aproximamos al mismo por los caminos de la poesía.
Rector de la Universidad de Heidelberg durante los inicios de la intervención nazi, cuyo discurso inaugural de ese rectorado coqueteó con el ideario temprano del Partido y sin sombra de remordimientos por ello, no parece Heidegger buen compañero de viaje para demócratas. Y seguramente ello se agrave con su feroz crítica a la sociedad moderna de masas y sus regímenes políticos y no sólo políticos. Con Sloterdijk cabe decir que Heidegger no conduce ni a la democracia, ni al socialismo, ni a la teoría crítica y tampoco al capitalismo, sino al retiro monacal. Y si de educación se trata, tampoco nos lleva a credo pedagógico alguno. Así que, ¿educación y democracia en Heidegger?
Si bien no hay pocos obstáculos para encontrar en Heidegger fundamentos para la formación de un ethos democrático, sostendré que en su obra conseguimos claves importantes para repensar esta formación. No en balde estamos ante el precursor de la hermenéutica ontológica y uno de los críticos más mordaces de la filosofía objetivista de la presencia y de la ratio technica moderna, así como el pensador que concibió que el Ser se manifiesta en una pluralidad de caminos, de develamientos que no son exclusividad de saber alguno. Pocas veces la filosofía occidental ha resultado tan terrenal, y quizás nunca tan terrenal, como en la obra de Heidegger. ¿Terrenal quien abandona lo óntico en pos de lo ontológico? Suena paradójico. Y hasta puede aumentarse esa paradoja si decimos que en su coqueteo descarado con el nazismo, es decir, en su discurso sobre la Universidad, se pueden encontrar elementos para sustentar un discurso para la democracia en la educación. Después de todo, ¿no encontramos allí una actitud impugnadora con una educación que en lugar de preguntarse por el sentido se reduce a un tratamiento instrumental de conocimientos e informaciones parcializadas de cara a conformar profesionales ciegos con su entorno y consigo mismos? El desafío está en juego, las cartas están echadas. Sólo queda mostrar, convencer y persuadir sobre la posibilidad de un Heidegger bastión de la educación para la democracia. Para ello, y al igual que en el caso de Popper, tomaremos una muestra significativa, bastante grande, de la obra del filósofo, ya leída y en proceso de análisis (aunque esto último, quizás, disguste al espíritu de su autor).
Es entre estos dos pensadores, entre Popper y Heidegger, que queremos entablar un diálogo imaginario. La agenda está pautada: la educación para la democracia hoy.
Muchas gracias.
Ciudad Universitaria de Caracas, febrero de 2015