viernes, 21 de febrero de 2025

Urge una revolución cultural para nuestra Venezuela

 Urge una revolución cultural para nuestra Venezuela

Javier B. Seoane C.

Nuestro ser colectivo y personal es un ser en un mundo que se configura en y por un entramado complejo de significaciones que develan determinadas formas de presentarse los fenómenos. Nuestro mundo está pre-constituido hermenéuticamente, hemos accedido al mismo desde nuestra primera infancia por medio de las diversas agencias de socialización: familia, escuela, medios de información y comunicación social, iglesias, organizaciones comunitarias, etc., Desde esa pre-constitución se manifiestan los entes como fenómenos. La totalidad de estos entes es el mundo, aquello que está a nuestro alrededor, que es nuestra circunstancia (Ortega y Gasset) y que, por ello, no puede entenderse como mundo natural deshistorizado. Antes, es un mundo histórico, pues su ser interpretado e interpretante se ha realizado en los avatares humanos del tiempo. En otras palabras, toda conciencia de fenómenos es ya una interpretación. Toda interpretación, a su vez, es la configuración de sentidos de un momento determinado en el despliegue de la historia humana.

La condición humana, que no naturaleza humana, es, así, una condición hermenéutica en la que, en su actitud natural (pre-reflexiva), se abre como horizonte un mundo que es siempre una compleja red de redes de significaciones en la que los entes, los objetos, se descubren de determinados modos y se ocultan a muchos otros. Se trata, en palabras más propias de las tradiciones de las ciencias sociales, una condición cultural en un sentido próximo a como la entendiera Clifford Geertz, pero también en el sentido de que esa cultura se encarna en el día a día de un mundo de la vida (Lebenswelt).

Más que hechos hay interpretaciones de los hechos (Nietzsche), y nunca antes mejor dicho cuando se trata de relatos acerca de la identidad colectiva, de la identidad de un país y de narrar su propio devenir. En cuanto que interpretaciones, no podemos escapar del lenguaje que construye y reconstruye incesantemente lo real, que lo realiza en su decir que es también un hacer. Con Nietzsche, con Heidegger, con Wittgenstein y con Austin, pero también con Gadamer, diremos que el lenguaje es constitutivo del mundo, si bien no resulta su único constituyente. La conciencia hermenéutica arranca de esta otra conciencia de la condición ontológica del lenguaje. 

El concepto de lenguaje que aquí se plantea es, en consecuencia, tan amplio como el famoso enunciado de Heidegger: “el lenguaje es la casa del Ser.” Lo que es, lo que somos, llega a nuestra presencia manifestándose como lenguaje que discurre en forma de interpretaciones que constituyen el sentido de nuestro mundo cultural. Estas interpretaciones nos habilitan para pensar y pensarnos al mismo tiempo que nos limitan. Sin ellas no sería posible contarnos, proyectarnos hacia el pasado al modo de relatos de nuestra historia y proyectarnos hacia el futuro al modo de programas por realizar y que sirvan para corregir lo que consideramos degeneraciones y orientar las regeneraciones anheladas. De este modo, las interpretaciones que discurren por el lenguaje nos habilitan para el pensamiento y la acción. Empero, por otra parte, no hay interpretación, y en el caso que nos concierne interpretación sociocultural, que dé cuenta de la totalidad que somos. Toda interpretación nos descubre una forma de mirarnos, pero nos oculta otras formas de hacerlo. Y por eso toda interpretación limita. De ahí la importancia de saber que siempre estamos instalados en el mundo desde una interpretación, pues este saber resulta condición para mantener una actitud de apertura y alerta ante la diversidad hermenéutica, una actitud que, al final de cuentas, permita ampliar nuestras formas de comprendernos y de comprender al otro. En otros términos, nuestro mundo (cultural, simbólico) tiene ya un sentido, una forma de manifestarse que devela a la par que oculta las posibilidades de ser, pues todo develar es el poner de una intencionalidad permeada por su carácter histórico, jamás la plenitud de un develar. Todo develar oculta insoslayablemente. Se requiere este último reconocimiento como punto de partida para desactivar nuestros lechos de Procustro, para detectar las cavernas platónicas en que habitamos y que muchas veces confundimos con la totalidad del mundo.

Como sentido, repetimos, el mundo es ya interpretación y nosotros, como seres-en-el-mundo (Heidegger) estamos constituidos desde interpretaciones. Nuestro ver las cosas no resulta ingenuo: es un mirar, esto es, un ver-dirigido-a, un ver intencional. En el infinito horizonte nuestro ver se fija intencionalmente, recorta la infinitud en un nuevo horizonte ahora finito. Intencionalidad no significa aquí sujeto consciente, claro y distinto, cartesiano. Se trata de la intencionalidad a lo Brentano: ver inevitablemente un algo, dirigirse fenoménicamente a un algo. Por ejemplo, ver (mirar) los objetos como algo independiente de los sujetos es un verlos ya dirigidos (mirarlos) desde una interpretación como algo. Y verlos así es ineludiblemente dejarlos de ver de otro modo, de otros modos que se nos ocultan: no sé cómo no los veo (miro). Esta conciencia hermenéutica permite deconstruir nuestra forma de pensamiento y disposición en el mundo para recuperar un pensar el pensar. Impensar para liberar el pensamiento. Pero este recuperar tiene un límite hermenéutico: nuestra facticidad, historicidad, temporalidad, obliga irremediablemente a pensar siempre desde un lugar, desde un mundo. Nuestro esfuerzo deconstructivo resulta finito, sólo el silencio, la aniquilación, la anulación de todo lenguaje puede impedir que volvamos a limitarnos. Pero la aniquilación es la imposibilidad de ser. No hay, entonces, escape: el lenguaje es la casa del Ser. Y el lenguaje muestra y oculta, la palabra trae a la presencia algo, señala, pero oculta aspectos de ese algo y de otros “algos”. El lenguaje constituye el mundo y dentro del mismo a nosotros como parte suya; toda analítica epistemológica de sujeto-objeto que olvida su carácter abstracto es ilusoria en el peor de los sentidos de esta palabra. 

El lenguaje se manifiesta de diversos modos: mitos, poesía, artes, discursos científicos, filosóficos, religiosos, etc. Las identidades colectivas se expresan históricamente en estas diferentes maneras. Por otra parte, los juicios sobre crisis sociales, económicas, políticas y culturales se asocian precisamente a ciertas formas de comprender la identidad. Lo que entra en crisis es una identidad en el sentido de que toda crisis es crisis de algo, de una entidad. Identidad y crisis se expresan en el lenguaje. 

En “Origen y meta de la historia”, Karl Jaspers expresó bien lo relevante de nuestra interpretación para nuestras prácticas humanas: “La imagen de la historia se convierte en un factor de nuestra voluntad, pues la manera cómo pensemos la historia limita nuestras posibilidades o nos sostiene por sus contenidos o nos desvía tentadoramente de nuestra realidad.” (Alianza editorial, 1985, p. 297). Si seguimos hablando de Venezuela sólo en términos de nuestros recursos mineros y naturales, de nuestras reservas de petróleo, pues fácilmente limitamos muchas otras posibilidades de ser. Nos confinamos a ser exportadores de naturaleza (Coronil), quedamos atrapados en la ya tradicional malla del rentismo. Y este es un problema muy frecuente entre nuestros actores políticos. Reproducen un discurso que nos persigue desde la colonia. Y es que lo que podamos decir sobre el rentismo descansa en interpretaciones de segundo grado, cuando no en otras de mayor grado: interpretaciones de y sobre otras interpretaciones. A final de cuentas, no hemos sacado de una chistera lo del rentismo en Venezuela, sino que desde pequeños lo hemos escuchado y luego lo estudiamos siguiendo textos, cruzando discursos, leyendo novelas y cuentos; viendo nuestras películas y telenovelas; considerando nuestro teatro; observándolo en las representaciones de nuestras artes plásticas y en la escucha de nuestra música; persiguiendo los fantasmas de dicho rentismo en nuestro transitar por las estrechas y a veces hasta ausentes aceras de nuestra cotidianidad; por los relojes públicos carentes de toda obsesión por la precisión y la puntualidad; por los “carritos por puesto” que partirán ”cuando se llenen”; por un tráfico automotor para el que todo lo que es posible resulta efectivamente posible; por semáforos que dan señal verde a peatones y vehículos al mismo tiempo ─y no por falla alguna en el sistema que los cronometra─; por los malos olores de una ciudad a la que poco preocupa el turista, tan poco que ni señalamiento adecuado posee y tampoco una racionalidad única en las direcciones. 

El rentismo se refuerza más aún como lógica cultural en el siglo XX de Venezuela a partir de una economía política basada en las rentas obtenidas por la explotación petrolera. ¿Cómo se ha concebido dicho rentismo en Venezuela por parte de interpretantes significativos (intelectuales, políticos, artistas)? La reconocida investigadora María Sol Pérez Schael llama la atención sobre tres visiones iniciales acerca del rentismo derivado de la explotación de los hidrocarburos, cada una de ellas descansando en textos de relevantes personajes de la Venezuela del siglo XX, a saber: Alberto Adriani (1898-1936), Arturo Uslar Pietri (1906-2001) y Rómulo Betancourt (1908-1981). A estas tres, como cabe esperar, agrega la suya propia sustentada por el olvido de los hidrocarburos como fuente de energía. Para Adriani se precisaba forjar una mentalidad productiva en el país para que la renta petrolera fuese debidamente invertida en un robusto crecimiento socioeconómico de la nación. Para Uslar se precisaba también “sembrar el petróleo”, tornarlo productivo para evitar que pasara lo que, a su entender, pasó: que el país se volvió un parásito del Estado distribuidor de la renta. Para Betancourt, la explotación petrolera puso a Venezuela en la órbita de la dominación imperialista que nos condenaría al subdesarrollo. Más recientemente, “El Estado Mágico” de Coronil entiende que el rentismo en Venezuela, que tornó parásito del Estado al país, fue un proceso estrechamente condicionado por la precariedad de las instituciones políticas, económicas y sociales existentes para 1914. Esta debilidad hizo casi inevitable el devenir de una fuerte dependencia rentista de la explotación de los hidrocarburos. En cambio, Urbaneja en “La renta y el reclamo” opone a esta visión sistémica limitante de la voluntad humana otra que se basa en las elecciones que en determinados hitos históricos (el último quinquenio de Gómez, el período de Pérez Jiménez y el primer período de Carlos Andrés Pérez) tomaron actores políticos en función de una serie de variables vinculadas a la sustentación del poder político. ¿Fue la estructura rentista producto de la voluntad política de los actores o dependencia generada por la forma sistémica de integración al mercado mundial? Más bien, ¿no serán estos dos puntos los extremos de un eje hermenéutico que va del voluntarismo al determinismo y en el que caben interpretaciones con matices muy diversos? Adicionalmente, si de voluntad política se tratase, ¿es esa voluntad una buena voluntad o una voluntad de dominación? Y si fuese más bien cuestión de determinación sistémica por, por ejemplo, nuestra incorporación tardía al sistema capitalista mundial como proveedores de energía fósil, ¿se trata de un determinismo que descansa en la dominación del capital o de factores muy diversos no necesariamente asociado al ejercicio del poder internacional? De este modo, ¿no estaríamos más bien aquí ante otros dos puntos extremos de otro eje hermenéutico que, en este caso, va de interpretaciones sustentadas en la sospecha (Ricoeur) de la dominación hasta otras sustentadas en la escucha (Ricoeur) del sentido en que fuimos determinados por factores que no podíamos controlar? En este otro eje, ¿no caben también interpretaciones con matices muy diversos?

En todo caso, el rentismo actual resulta una cultura extendida socialmente que tiene sus anclajes en la configuración del modelo económico y político que se implantó en Venezuela a partir de la obtención de rentas provenientes, fundamentalmente, del cobro de royalties e impuestos a las compañías extractoras de petróleo ─primero transnacionales extranjeras y luego nacionales─ y que, en esta dirección, dotó al Estado de crecientes recursos en divisas extranjeras no provenientes de la capacidad productiva nacional sino de clientes de la economía internacional. A partir de estas rentas, que aparecen en el marco de una economía de base agraria tradicional, en gran parte precapitalista, integrada precariamente al mercado mundial con la exportación básicamente de café y cacao, el Estado venezolano se convirtió en el principal ente capitalista del país. Desarrollando diferentes modelos de modernización según los proyectos políticos que en determinadas épocas se impusieron en el transcurrir del último siglo, el Estado se convirtió en el motor dinamizador de la economía toda. Con los grandes cambios en materia económica aparecieron del mismo modo relevantes cambios sociales (urbanización creciente del país, amortiguación de los conflictos entre clases y estratos sociales, por ejemplo), importantes cambios políticos (surgimiento de los partidos y movimientos políticos contemporáneos así como de prácticas populistas) y significativos cambios culturales (entre otros aspectos, cabe reseñar, el resurgimiento del mito de El Dorado ahora en clave de oro negro, consumismo creciente, reforzamiento de la viveza o picardía tradicional). En todo caso, el modelo rentista suscitó una serie de beneficios que no se correspondieron con el esfuerzo productivo requerido para alcanzarlos. A la par, el modelo originó igualmente importantes distorsiones en los sistemas económico, político, social y cultural de la sociedad nacional (falta de diversificación de la economía, falta de emprendimiento económico, disociación entre trabajo y productividad, paternalismo de Estado, clientelismo político, burguesías parasitarias, sobrevaloración de la moneda nacional, disociación del sistema educativo de la productividad económica).

La base rentista del Estado descansó en la lógica de la economía nacional y sus modos de vincularse a la división internacional del trabajo y el mercado mundial a partir de la explotación petrolera, ya determinante desde la década de los treinta del siglo pasado, El rentismo impulsó una vida económica condicionada por la llamada enfermedad holandesa, una sociedad y cultura marcadas por el consumo y el “nuevorriquismo”, así como una práctica política de corte populista y que magnificó el poder del Estado sobre el país incrementando diferentes tipos de autoritarismo y corrupción administrativa ─y no sólo administrativa. Llegados aquí, urge darnos otra interpretación, emprender una revolución hermenéutica de nuestro ser venezolano, uno que realmente nos dé otra ruta de navegación, una más amable con nuestra naturaleza, una que construya una democracia que realmente empoderé al venezolano y realce su capacidad productiva, una que nos saque de esta miseria. Se trata de una revolución cultural de nuestra forma de contarnos para habilitar mediante la acción colectiva muchas de las potencialidades humanas que efectivamente disponemos.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 21 de febrero de 2025: Enlace

viernes, 14 de febrero de 2025

Entre consenso y disenso. Democracia y ciencias sociales

Javier B. Seoane C.

El martes pasado celebramos en Venezuela el día de la sociología y la antropología, dos de las ramas fundamentales de la ciencia social.  Queremos mostrar la relevancia que para nosotros tienen estas ciencias de cara a uno de los temas de nuestro tiempo, el de la democracia, que no la reducimos a la dimensión del poder político sino que la comprendemos como eticidad, como valores que queremos que configuren nuestro ser social y personal, valores y actitudes centrados en torno al más profundo respeto a la diversidad humana, al pluralismo existente entre nosotros, pluralismo y diversidad que no se agotan en la tolerancia, en el mero soportar al otro, que es lo que significa este término en su origen latino. No. El pluralismo y la diversidad democráticos ambicionan al reconocimiento del otro. Por supuesto, no del otro que quiere suprimirnos, y hasta aniquilarnos. Pues también la democracia en tanto que eticidad surge de la necesidad de la paz. Ya que somos inevitablemente diversos tenemos dos caminos, o tratar de eliminar al diferente o procurar construir un hogar compartido para una cohabitación que aspire a la convivencia. El primer camino es el conflicto, la guerra. El segundo la paz. Queremos, entonces, aproximarnos a uno de los tantos aspectos en que las ciencias de la sociedad y de la cultura aportan a la construcción de una eticidad democrática. Lo haremos siguiendo a dos estudiosos muy relevantes de nuestro presente, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe.

A juicio de Habermas, el propio desarrollo histórico y epistemológico de las ciencias sociales revela un tipo de racionalidad comunicativa. Una racionalidad no reducida a lo estratégico e instrumental, sino dirigida al entendimiento del otro y de uno mismo. En estas disciplinas, el rechazo temprano del reduccionismo positivista llevó a una progresiva legitimación de la postura hermenéutica. Por ejemplo, el antropólogo estudia al otro que tiene otra lengua, otras creencias, otros valores, otras formas de proceder ante las exigencias de la vida humana, y tal estudio sólo puede ejercerse por medio de la interpretación y comprensión de esa otredad, de sus lenguajes con sus significados. La actitud comprensiva de la ciencia social con relación a su «objeto» de estudio, que es el otro y nosotros mismos, supone en primera instancia una racionalidad comunicativa en busca del entendimiento, en busca de la comprensión del otro. Así, se puede decir que, en principio, la ciencia social interroga a su objeto (sujeto humano) sin ningún otro interés que el cognoscitivo, el entenderlo y comprenderlo en su actuar. Habermas acuña el concepto de una acción racional comunicativa que se orienta al fin del entendimiento. Como dijimos, no se trata de una actitud instrumental ni tampoco de una supeditada por convicción a un sistema dado de valores que sea ideológico, religioso o de cualquier otra naturaleza dogmática. La racionalidad comunicativa transmutada de la dimensión epistemológica de la ciencia a la formación de una democracia deliberativa es lo que propone Habermas a lo largo de gran parte de su obra. Hablamos de un tipo de racionalidad que supone de entrada la diferencia y que busca el logro de consensos en el marco del respeto a la pluralidad. Su ideal regulativo se basa en el contrafáctico de una comunicación simétrica entre actores, orientada por la lógica procedimental de la teoría de la argumentación para suprimir al máximo las distorsiones comunicativas. Contrafáctico porque no hay tal simetría, tal paridad entre los actores sociales que participan de un diálogo que apunta al entendimiento y a la deliberación. En realidad hay asimetría de acuerdo con las competencias comunicativas y los capitales económico, político y cultural que cada quien tiene a su disposición. Empero, la simetría comunicativa es un ideal regulativo en tanto y en cuanto que regula nuestras críticas y acciones dirigidas a superar las asimetrías generadas por las formas de dominación. Un ejemplo: teniendo en mente el ideal de la simetría comunicativa puedo ejercer una crítica a la educación que no educa para desarrollar nuestras competencias de crítica y de argumentación, competencias que permitan develar las falsedades que la comunicación distorsionada, ideológica, aquella que quiere imponernos unas creencias, ideas y formas de actuar mediante una retórica orientada por intereses estratégicos de dominación. Si la educación no nos forma en esas competencias ni tampoco nos ayuda a comprender las lógicas del poder económico, político y mediático de nuestras circunstancias, entonces, la educación juega a favor de la dominación. El ideal regulativo de una comunicación paritaria y libre, dirigida al entendimiento, me permite realizar esta crítica y, a partir de la misma, emprender acciones encaminadas a superar estas adversidades.  El esfuerzo metodológico comprensivo de la ciencia social modela, a juicio del sociólogo alemán, este tipo de racionalidad amplia que propone como base para una vida democrática efectivamente participativa y protagónica.

Habermas rechaza la negatividad abstracta de Horkheimer y Adorno, sus maestros. A su entender, la crítica de la racionalidad instrumental y estratégica queda en el vacío, carece del paso propositivo teórico-práctico, se mantiene hermética dentro de su propio paradigma cartesiano de la conciencia. De hecho, la obra de sus maestros, como la de otro monumental pensador, Max Weber, concluye en una aporética de la razón pues carecen del concepto de una razón comunicativa. Si la razón es sólo cálculo entonces Auschwitz y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki son racionales en tanto que perfecto cálculo guiado por criterios estratégico-instrumentales de eficacia y eficiencia, de mayor rapidez, menos costo, mayor calidad en la consecución del objetivo. Pero si Auschwitz y la bomba atómica son racionales entonces la razón es irracional, extermina seres humanos en masa de forma industrializada. Esta es la aporética referida, es decir, una autocontradicción. Para evitar esta aporética y pasar de la crítica a la reformulación de la teoría de la acción y de la racionalidad de cara a una alternativa emancipatoria se precisa apuntar al concepto de una racionalidad comunicativa, algo a lo que ayuda el modelo comprensivo de la acción social propio del análisis de las ciencias sociales.

Mas, la propuesta habermasiana no deja de ser debatida en estas ciencias, se afirma que tiende a un fuerte racionalismo orientado al consenso como ideal, aspira a que una comunicación paritaria mediada por la lógica argumentativa nos lleve a una conclusión sino única sí suficientemente sólida y reconocida por los actores participantes, en tal sentido, nos ha de llevar también a tomar decisiones aceptadas sino por todos sí por una gran mayoría debidamente ilustrada, un aspecto muy criticado por la pensadora belga Chantal Mouffe. Y es que Habermas articulando teorías de la evolución social y teorías sobre la evolución del neonato a la persona humana (ontogénesis), aprecia la emergencia de una racionalidad que se gesta en occidente y resulta convenientemente universalizable, una racionalidad que descansa en una teoría procedimental de la argumentación y que espera constituir un modelo ético-político para el desarrollo consensual de nuestras democracias modernas. En cambio, Mouffe rechaza este consensualismo racionalista. Y no le faltan buenas razones: este consenso puede encubrir las exclusiones de aquellos que no aceptan el modelo racionalista argumental occidental moderno. En otras palabras, con Habermas se corre el peligro de que el diálogo quede fácilmente reducido a aquellos que quieran jugar el juego de la filosofía occidental racionalista. Hay que dejar hablar al otro, y hay que escucharlo, con su otra racionalidad, plantea Mouffe. 

 Mouffe advierte que los participantes en un diálogo pueden encontrarse alienados, por lo que en ese caso resultarían consensuados intereses particulares como si fueran universales. Sería un consenso ideológico. Habermas piensa que un diálogo racional como el que propone supera las distorsiones de la alienación. Demanda que hay que entender la comunicación como inclusión, algo que retoma de los pragmatistas John Dewey y George Herbert Mead, y confía plenamente en la teoría moderna de la argumentación, especialmente la que surge a partir de 1958 con Stephen Toulmin, una lógica argumentativa que se pone en un lugar intersubjetivo que va más allá de la lógica formal y matemática monológica, una lógica argumentativa que, por el contrario, se basa en el diálogo en el que se presentan oposiciones, como ocurre en un tribunal de justicia con las figuras del fiscal y el defensor. Mouffe impugna esta posición como una propia de la cultura occidental, esto es, impugna el carácter universalizable que le otorga Habermas.

Para Mouffe, las formas democráticas no dejan de tener una naturaleza agonística, que no ha de entenderse en un sentido bélico sino en el de una confrontación de adversarios que se reconocen como legítimos bajo un espacio simbólico compartido. Habla de un «pluralismo agonístico», piensa que el objetivo de la política democrática es construir un «ellos» que deje de ser percibido, eso sí, como un enemigo a destruir y se conciba, más bien, como un «adversario», es decir, como alguien cuyas ideas combatimos pero que dispone de todo el derecho a defenderlas. De tal forma, Mouffe reconoce la importancia del consenso, de un «espacio simbólico común» según su propia expresión, de un acuerdo moral mínimo sobre el espacio agonístico, sobre el disenso, que permita desarrollar en paz la relación entre adversarios legítimos. Lo que no acepta es que ese consenso resulte racional y definitivo, pues ello sólo puede conducir a actitudes autoritarias que anulan la diversidad. Y en ello estoy de acuerdo, como también estoy de acuerdo con la propuesta habermasiana del ideal regulativo y contrafáctico de un consenso que incluya a los afectados en la toma de decisiones. Así, más allá de la discusión en torno al racionalismo, Mouffe y Habermas podrían seguramente acordar que el reconocimiento del disenso supone el consenso de fondo de participar en un diálogo razonable por no excluyente y al menos tolerante. Y ello nos lleva de nuevo a la comprensión y a los aportes de las ciencias sociales a nuestro tiempo, unas ciencias sociales que no rehuyen de su origen filosófico y mucho menos de hacer propuestas para una mejor convivencia humana. No solo Mouffe y Habermas nos han propuesto un modelo para construir una democracia deliberativa con claras bases éticas, podríamos sumar a otros, pienso ahora en Katl Otto Apel, en John Rawls, en Seyla Benhabib que introduce una maravillosa óptica feminista y ecológica en ese diálogo democrático, pienso en nuestros pensadores poscoloniales que participan con las voces de latinoamérica, de África, de Asia. Pienso en tantos sociólogos y antropólogos venezolanos que nos permiten comprender nuestros problemas socioculturales y la urgente necesidad de superar nuestro modelo monoproductor minero exportador de naturaleza. Pienso en Jeannette Abouhamad, en Rodolfo Quintero, en Roberto Briceño-León, en Edgardo Lander, en Heinz Sonntag, en José Agustín Silva Michelena, en Samuel Hurtado, en Alejandro Moreno, en María Sol Pérez Schael, en tantos y tantos que no hay espacio para seguir enumerándolos. Las ciencias humanas y sociales, para decirlo con una conocida socióloga, Agnes Heller, son la autoconciencia de nuestro tiempo, una que quiere convertir nuestro sino histórico en destino compartido y debidamente elegido. Lastimosamente están fuera de nuestra educación ciudadana básica y constantemente son vilipendiadas pues resultan muy peligrosas al poder establecido. Como dice Touraine, las escuelas de ciencias sociales, que ya constituyen una forma de confinarlas a guetos universitarios, son las primeras que tiende a cerrar una dictadura, sea la dictadura política de un gendarme o sea la dictadura económica de un capitalismo que no les ve interés mercantil y sí amenaza a sus intereses egoístas. ¿Queremos, efectivamente, promover una democracia participativa y protagónica? Si es así aquí hemos dejado alguna que otra clave.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el viernes 14 de febrero de 2025: Artículo

viernes, 7 de febrero de 2025

Mussolini en la Casa Blanca


Javier B. Seoane C.

No pocas veces hemos insistido que a nuestro juicio tres son los temas de nuestro tiempo, a saber, la cuestión ecológica que afecta a la Vida, a toda forma de vida; la democracia; y, la pobreza. Los tres, y especialmente los dos últimos, están estrechamente entrelazados. Difícil solventar uno sin solventar los otros dos. El camino fundamental para superar estos temas y la crisis global y sistémica que confrontamos indiscutiblemente es la educación entendida como formación del carácter humano (Bildung). El agravamiento de la crisis habla del fracaso de la educación que tanto en la familia, en la escuela y en la sociedad educadora han abandonado esa Bildung, esa formación del carácter.

Lo que exhibe la vitrina política mundial, con contadas excepciones, muestra a las claras la crisis de la democracia. No solamente porque estemos en presencia de figuras autoritarias y tremendistas cuando no prístinamente agresivas, figuras claramente amenazantes de la mínima convivencia internacional. Una reflexión mínima nos llevará fácilmente a entender que fenómenos como Trump, Putin y tantos otros en cualquier latitud de nuestro herido planeta azul son más consecuencias que causas. Una vez elegidos en urnas el problema está en las mayorías sociales que los sostienen no sin cierta popularidad. Y es que la democracia no es un mero sistema político, un régimen de consultas electorales para elegir autoridades para determinados períodos establecidos en las leyes. No. Para que la democracia política sea efectiva, real, se precisa que exista en la sociedad una eticidad democrática, un éthos democrático. John Dewey (1859-1952) lo expresó muy bien hace más de un siglo al definir la democracia como un modo de vida abierto al reconocimiento del otro, de la diversidad, de la pluralidad de manifestaciones humanas que se dan en la convivencia humana pacífica. La democracia, pensaba el filósofo de Vermont, se gesta en la infancia y de ahí la importancia de la educación en cuanto formación del carácter.

Dewey oponía su concepto ético y social de democracia a la pobre democracia política de su tiempo. Pensaba que una sociedad como la estadounidense con claras tendencias mayoritarias supremacistas, racistas, patriarcales, hoy diríamos aporofóbicas también, sólo podía ser una sociedad excluyente, intolerante, y en consecuencia poco o nada democrática. Creo que lo mismo podríamos decir que acontece en el concierto actual de casi todas las naciones. Pero la democracia, la social y la política, no es una cuestión binaria, no es un uno o cero, no es un hay o no hay democracia. La democracia es cuestión de grados. Hay más o menos, o casi nada de democracia. Dicho lo dicho, obvio que pensamos que en la mayoría de los casos ha habido serios déficits de democracia, y en el mundo actual y del futuro próximo todo parece indicar que el déficit aumenta y seguirá en aumento. Las precarias democracias representativas de corte schumpeteriano, es decir, de elección de representantes a los que los electores le dan un cheque en blanco pero debidamente firmado, esas democracias de acuerdos de élites, esas democracias de mínimo grado, también están en extinción en el presente. Sus bases sociales están cansadas y agobiadas, quieren mano dura, y las nuevas élites de la oligarquía tecnológica y financiera mundial están dispuestas a darles con toda dureza. De modo que si siempre hemos estado bien lejos de una democracia plena, hoy no sólo estamos más lejos aún sino que las masas parecen aclamar dictadores por doquier, y cuanto más se parezcan a bufones de palacio más los aclaman.

Dictadores que actúan como bufones no son una novedad histórica. Hace cien años teníamos uno en Italia, Benito Mussolini. Histriónico, grandilocuente, exagerado, amenazante siempre, el fundador del fascismo fue popular hasta que llevó a su pueblo a la miseria, aquel pueblo que orinó sobre su cadáver una vez que en aquella plaza lo colgaron los partisanos en 1945. Sin embargo, en los años anteriores muchos reían sus gracias y no le creían capaz de llegar muy lejos. Y probablemente no hubiese llegado tan lejos si no hubiese sido porque en un país vecino un gran admirador suyo, seguidor de su histrionismo, estudioso de los gestos de los cantantes de la ópera para imitarlos en público, lo obligara a llegar mucho más lejos de lo que él quería. Hablamos de la relación entre Hitler y Mussolini y de lo que a este último le costó. Eso sí, a la humanidad le costó mucho más de sesenta millones de asesinados. Si nos dejamos guiar por el temple de showman de Il Duce hoy podemos decir que Mussolini está en la Casa Blanca, ha regresado a la Casa Blanca. Empero, hay una diferencia. Este Mussolini actual tiene mucho más poder destructivo, altamente tecnologizado. Dispone de cuantiosos recursos económicos y militares y parece no tener adversarios que se opongan a su ególatra voluntad. Por eso seguramente ya no ocurrirá que el admirador de un país vecino lo empuje al desastre. Lo más probable, escuchados sus aberrantes planes con la franja de Gaza, con el pueblo palestino, así como escuchados otros planes suyos más, es que el Mussolini que es Trump se transforme fácilmente en un Hitler. Como bien subrayó Adorno sobre aquella escena de “El Gran Dictador” de Chaplin en la que el barbero, el elector, se voltea a la cámara y aparece con el rostro de Hitler, el elegido.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 7 de febrero de 2025: Artículo