viernes, 27 de diciembre de 2024

Hermenéutica y política


Javier B. Seoane C.


Se cuenta que la palabra “hermenéutica” viene de “Hermes”, el Dios griego mensajero, el que traduce el lenguaje divino al humano. De modo que en tanto que traductor Hermes es intérprete. Por ello, la palabra “hermenéutica” significa arte de la interpretación de textos. No obstante, traduttore é traditore dicen los italianos, el traductor es un traidor. En la traducción se pierde siempre algo del sentido original. Como bien dijeron Herder y Humboldt, cada lengua es un mundo que no resulta conmensurable a la perfección con otro mundo. Agreguemos a ello que el arte de traducir supone la interpretación del traductor, el estar entre dos textos y la obligación de tomar decisiones no siempre lo más adecuadas. Quizás por ello, por la traición que toda traducción comporta, Hermes además de Dios mensajero es el Dios de los cuatreros. Cuentan adagios griegos que si te descuidas Hermes te hurta el ganado. El Dios intérprete es también Dios ladrón. ¿Más claro el significado de la unión de estos atributos?

Digamos también que la palabra “texto” no debemos reducirla al estrecho significado de texto escrito en un idioma como el castellano, el francés o el inglés. La hermenéutica como arte de interpretar textos no refiere sólo a textos escritos, aunque la búsqueda en el diccionario usualmente nos conduce como primera acepción a la interpretación de textos sagrados. Y claro, textos como los bíblicos dan mucho para la interpretación. Empero, la palabra “texto” tiene un maravilloso aire de familia con la palabra “tejido”. Un texto, en sentido amplio, es un tejido, un entrelazamiento de significantes que pueden ser palabras combinadas, edificaciones de un espacio urbano, la vestimenta de alguien, las artes plásticas, un filme o hasta el asa de una taza que recuerda a un conocido ensayo de Georg Simmel. Allá donde nos encontramos con la acción humana y sus producciones nos hallamos ante un entretejido de significados. En lo urbanístico Caracas, por ejemplo, tiene distintas capas históricas así como la tierra distintas capas geológicas. Una relativamente antigua está en el núcleo alrededor de la Plaza Bolívar, pero fundamentalmente la Caracas que hoy conocemos fue levantada a partir de los años cuarenta del pasado siglo. Vista cenitalmente, a vuelo de pájaro, Caracas nos habla de una ciudad hecha para automóviles, para quemar gasolina, atravesada por sendas autopistas, con pocas aceras para los peatones. Caracas habla, es una ciudad hecha a la medida de la ilusión petrolera del pasado siglo. Caracas es un texto. Del mismo modo reconozco una guiñada de ojo significando complicidad simpática conmigo, o quizás significando una travesura, o un saludo. ¿O será sólo un tic nervioso? Debo interpretar los gestos y me hago interpretar con gestos. Pero también con el vestir. El de Trino Mora me decía mucho de su personalidad, como el de un Lord inglés, el de un hippie, el de un policía o el del Papa. En fin, el texto en cuanto que entretejido de significados lo producimos cada quien constantemente en su acción y lo vivimos comprendiendo y más o menos interpretando en nuestros congéneres.

Más allá, digamos que el ser humano ha construido diversos modos de autointerpretarse, diversas concepciones del mundo. Si hubiésemos nacido al interior de un inveterado clan aislado en las estepas australianas seguramente no estuviésemos preocupados por estas cuestiones hermenéuticas. En el clan hay un mundo cerrado, una sola lengua, poco o nada dada a la polisemia. Salir del clan, el conocimiento de la pluralidad depende de unas coordenadas sociohistóricas específicas. Para las sociedades modernas la diversidad de interpretaciones resulta un hecho y, en líneas generales, el ethos democrático considera que tal hecho es positivo, que debe ser un derecho, algo a promover. En cambio, las extremas derechas e izquierdas, como las ortodoxias religiosas y de otro tipo, rechazan esta pluralidad, se acercan más a la naturaleza del clan.  Mas, para que sea posible la diversidad de interpretaciones se requiere un anclaje antropológico, humano demasiado humano. La plasticidad de la condición biológica del homo sapiens, las indigencias propias de nuestra condición, dan una apertura al mundo faltante en otras especies animales. Ello se manifiesta, sin duda, en la diversidad cultural, diversidad que resulta elocuente en sí misma en cuanto a la pluralidad de concepciones del mundo. Así, en cuanto seres arrojados al mundo (Heidegger) nuestra condición humana es una condición también hermenéutica. El oso polar o el dromedario no precisan construir un mundo, ellos pertenecen a su ecosistema, la inteligencia natural los ha dotado de una anatomía, un organismo y unos instintos especializados para sobrevivir y reproducirse en sus ecosistemas. Destruir sus nichos ecológicos es matarlos. Así pasa con la inmensa mayoría de vegetales y animales. En este marco, nosotros somos un animal raro, inadaptado, que tiene que trabajar (Marx) para construirse un ecosistema del que carece, con instintos abortados que es mejor llamar pulsiones. La monja más monja, la Madre Teresa, tiene pulsiones (impulsos) sexuales. Y el Papa como el Dalai Lama también. Pero, a diferencia del resto del zoo, esos impulsos carecen de una respuesta específica. La gata no necesita educar sexualmente al gatito y las galápagos nacen sin necesidad de adultos. Están programados genéticamente en sus respuestas. Nosotros no, nuestras respuestas a las pulsiones son culturales, debemos beberlas de nuestro entorno, aprenderlas. La monja más monja y el Papa canalizan sus energías sexuales a otro objeto no localizado genitalmente, las canalizan a una gran obra como también el artista, el obrero o el político. Ese instinto abortado que es la pulsión, abortado pues teniendo el impulso carece de la respuesta, establece el hiato que hace posible nuestra libertad relativa. Las extremas político-ideológicas como los dogmatismos al modo de un clan quieren cerrar este mundo, impedir su apertura, en cierto sentido quisieran que fuésemos como el resto del zoo. Quieren un bloqueo hermenéutico, un cierre total de la interpretación a su única interpretación de las cosas que bautizan con el nombre de LA VERDAD.

Salidos del clan y del mundo natural cerrado, digamos que sentido de la acción humana y pluralidad marchan juntos. Hay que darse un sentido, no el sentido; este último presupone una metafísica totalitaria. Si el sujeto humano se ve impelido a dar sentido a su accionar, por carecer de dispositivos biológicos genéticos que lo preprogramen, entonces en su apertura ante el mundo no sólo resulta posible un sentido sino una pluralidad de ellos, estructurándose cada uno desde las condiciones del entorno de sus sujetos productores —condiciones más inflexibles en tiempos lejanos en los que se carecía de mayor desarrollo de las fuerzas productivas, más flexibles en la medida en que se desarrollan éstas si bien con la emergencia de nuevos desafíos ante el incremento de riesgos. Ahora bien, insistimos, en el transcurso de la historia social humana se han visto siempre tentativas monopolizadoras del sentido. Esto es, la historia humana está repleta de capítulos en los que una determinada fuente de sentido, una determinada concepción del mundo, se pretende la única válida en un determinado ámbito o en más de uno. Así, por ejemplo, y por mencionar sólo un caso entre cientos de ellos, las religiones conocidas como universales (cristianismo, judaísmo, islamismo, budismo, etc.) han jugado muchas veces a la imposición de sí mismas como las únicas religiones verdaderas, válidas. Lo mismo cabe decir de las concepciones de la ciencia, de las artes, etc. Y ello ha supuesto, consecuencias prácticas: lucha por el poder político, económico, cultural, social; intolerancia; guerra; aniquilación (quema de brujas, de libros, genocidio, homicidio).

Los sentidos —constituyentes de y constituidos en concepciones del mundo, epistemes (Foucault), paradigmas (Kuhn), ideologías (Marx y muchos otros), discursos (Foucault), campos (Bourdieu)— pugnan, entonces, por el poder y muchos buscan la dominación. Se puede decir, en esta tónica, que toda lucha de poder supone una lucha entre sentidos, entre interpretaciones, y viceversa. Ambas resultan indisociables. La dominación se ha conjugado históricamente con la pretensión de ser la única verdad, la verdad verdadera. Pretensión que busca, frecuentemente, sacar del camino a los sentidos en competencia. El éxito en la consecución de la dominación implica, sin duda, que la interpretación triunfante haya resultado con un mayor poder persuasivo —poder, por demás, que en demasiados casos se ha ejercido a sangre y fuego, si bien se precisa no olvidar que la dominación no se puede sostener sólo a punta de fuego. Es una frase atribuida a Napoleón: «con las bayonetas se pueden hacer muchas cosas, menos sentarse sobre ellas». No se equivocó el genio militar que no logró convencer a españoles y rusos, dos de sus grandes derrotas. Se precisa entonces persuadir en torno a una verdad. Para decirlo con un Nietzsche que tiene muy presente a Hobbes, el de “Verdad y mentira en sentido extramoral”: “(...) pero puesto que el hombre debido a la penuria y al aburrimiento quiere existir a la vez socialmente y en rebaño, requiere de un pacto de paz y aspira a que desaparezca de su mundo por lo menos la máxima bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos). Este pacto de paz trae consigo algo que aparece como el primer paso hacia la obtención de aquel enigmático instinto de la verdad. Esto es, desde ahora en adelante se establecerá lo que deba ser «verdad», es decir, se inventará una designación de las cosas válidas y obligantes en todos los casos; y también la legislación del lenguaje entrega las primeras leyes de la verdad: pues ahora surge aquí por primera vez el contraste entre la verdad y la mentira. (...) Sólo a través del olvido el hombre puede llegar a presumir poseer alguna vez una «verdad» en el grado recién señalado.”

Los sentidos se incorporan en instituciones sociales, instituciones que han sido resultado de fuertes contiendas históricas por el poder y la dominación. No hay institución sin sentido. En consecuencia, si bien no hay un único sentido, sino pluralidad de ellos, acontece que en el ejercicio de la dominación uno se hace pasar como si fuese el único. Si queremos romper con la dominación, si queremos construir efectivamente una democracia desde la raíz, las instituciones a construir deben tener una amplia conciencia hermenéutica, deben institucionalizar la diversidad de las formas de ser humanos. Afortunadamente, y a pesar de nuestra brutal depredación, todavía nos maravilla la naturaleza con su diversidad biológica. Pues bien, la democracia como éthos, como carácter de una sociedad, ha de maravillarse con la diversidad cultural, con las distintas formas de transitar la vida, siempre y cuando resulten al menos tolerantes. Y digo al menos pues está claro que en democracia radical se aspira más al reconocimiento que a la tolerancia. Los ultras destruyen la democracia pues ni tolerantes llegan a ser. Pero simplemente prohibir sus agrupaciones es como botar el sofá donde se acostó tu pareja con el vecino. Hay que indagar las raíces de la actitud ultra, del cierre hermenéutico, de la falta de duda, de la ausencia de modestia ante los límites que de suyo tiene toda interpretación, el hurto que supone todo interpretar, el olvido de otros sentidos. 

La actitud ultra, la intolerancia hermenéutica, resulta una síntesis de múltiples condiciones.  El fascismo rampante hoy, entre incluso muchos de los se autodenominan antifascistas, obedece a una gran crisis civilizatoria y el agotamiento cultural del occidente despótico ilustrado de los últimos siglos. No hay modo de abordar aquí ni tan siquiera unas pequeñas relaciones constituyentes de este abismo humano en que nos hallamos. Digamos, para cerrar, que la educación juega un papel primordial para reproducir este mundo agresivo o abrir los cauces para que fluyan vocaciones más democráticas. ¿Cómo enseñamos, por ejemplo, la historia humana o la de nuestro país? ¿Desde una única interpretación o abierta a diversas interpretaciones según la localización social del narrador? ¿Es la historia de los vencedores solamente? ¿Es una historia carnicera, de batallas y guerras, de sangre y más sangre? ¿Será una historia también narrada desde la afrodescendencia, desde lo femenino, desde lo indígena, desde…? ¿Será una historia con actitud hermenéutica? ¿O, insistimos, será una historia como la historia de los noticieros, del crimen, del homicidio, del genocidio y contada al modo de la Guerra de las Galaxias, donde los criminales son los otros, los malos y nosotros los buenos? Pero lo mismo puede preguntarse del concepto de las artes en que educamos, o de la educación en las ciencias, etcétera. La educación física, la educación del cuerpo que somos, ¿ha de ser sólo gimnástica? ¿Ha de consistir, a modo castrense, en lanzar balones medicinales al otro, saltar plintos y correr una hora? Obviamente nos referimos a la escuela, pero la educación no es solo escolar, es también la que recibimos primariamente de nuestros hogares, si es que los tenemos. Es la que recibimos de los medios y las redes. Es la que recibimos día a día en una sociedad agresiva e individualista basada en la competencia, en el darwiniano del triunfo del más fuerte, del más vivo, del que explota al otro y depreda sin límites la naturaleza destruyendo nuestra biósfera, aniquilando la vida. Necesitamos otra educación, una con vocación hermenéutica. Quizás así llegue el día en que la política deje de ser tan nauseabunda.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 27 de diciembre de 2024: Artículo

viernes, 20 de diciembre de 2024

Nefelibatas


Javier B. Seoane C.


Ahora que estamos en el mes cristiano de los rituales de cambio de ciclo vale la pena considerar nuestra condición nefelibata, una que especialmente arraiga en latinoamérica. Agreguemos que lo de los rituales nada tiene de malo, no hay sociedad humana, por pequeña o grande que sea, que carezca de rituales. Desde un aplauso hasta saludarnos con la mano somos seres rituales. El frágil orden social los exige. En cuanto a la nefelibatia digamos que la popularización del término debe mucho al genio de nuestro poeta Rubén Darío. Por la misma época, hace un siglo, Ortega y Gasset lo emplea como nefelóbata. En todo caso, nefelibatia o nefelobatia remite en su significado a un habitar en las nubes, en un mundo de ensoñaciones alejado de la terrena realidad. En su etimología viene del griego “nephélē” que significa “nube” y del mismo origen “-bátēs” que significa “que anda”. Nefelibata es el que anda en las nubes, como el Sócrates de aquella comedia clásica de Aristófanes titulada, precisamente, “Las Nubes”. Y es que parece que los filósofos de la ilustración ateniense tenían mucho de aéreos, al punto de que se cuenta que se reunían en el monte Areópago para discutir el celestial mundo eidético de Platón.

Veamos un caso latinoamericano muy nefelibata, nuestra Universidad Central de Venezuela. Su sede es la Ciudad Universitaria de Caracas, hoy maravilloso Patrimonio de la Humanidad. El motivo de las nubes está en el mismo epicentro de este hermoso espacio: el complejo arquitectónico de su Aula Magna. Alexander Calder pobló de esculturales y coloridas nubes el techo de este recinto. Tecnología y bellas artes se conjugaron entonces para darle al gran auditorio la que todavía al día de hoy resulta una de las mejores acústicas del planeta. Los detalles no faltan. Los picaportes que abren las majestuosas puertas que conducen a su interior también son preciosas nubes. En el exterior, un bronzino Pastor de Nubes de Jean Arp custodia desde lejanos tiempos el nebuloso campus. Pastor de Nubes, lugar ritual en el que hay que tomarse la foto de rigor concluido el ceremonial acto de graduación. Aula Magna que invita a soñar futuros que hagan de nuestro sino histórico un destino deliberado, inteligente. Sin duda, el motivo de las nubes cala de lo mejor en una Ciudad que como la Universitaria apunta a un por hacer. Sin sueños es difícil salir del presente. Pero cuidado, el habitar permanentemente en las nubes puede volverse nocivo para la salud humana. Como dice la sabiduría popular, hace falta un cable a tierra. Si no, el papagayo pierde su rumbo, su destino. Ni tan en las nubes ni tanto en la tierra. La Ciudad Universitaria tiene nubes y tiene piso también. ¿Y la Universidad Central? Pues una cosa es la Ciudad y otra la Institución académica que tiene su sede allí. La Universidad, como ha dicho repetidas veces nuestro actual y apreciado Rector, no son los edificios como tales sino el espíritu que en ellos habite. Quizás a la universidad, a diferencia de su espacio arquitectónico, le falte mirar más a las nubes, salir de su medieval vocación de avestruz, romper con sus rituales burocráticos, hoy paquidérmicos por instalados en la Venezuela de los sesenta y setenta del siglo pasado. Cual Ave Fénix esa burocracia debe morir para que de sus cenizas emerja la institución universitaria ágil que el tiempo presente exige. Buena transición sea aquella que, para decirlo con Nietzsche, le caiga a martillazos a los excesos burocráticos y su consecuente fragmentación del espacio académico en compartimientos aislados. Si es un peligro andar por las nubes sin un cable a tierra, peor puede resultar enterrarse para evitar ver el horizonte.

Pero retornemos a latinoamérica, con especial dedicación a nuestra Venezuela. Nuestro ser tiene mucho de Nefelibata. Hijos de una colonia que creció espiritualmente con el barroco gustamos de lo grandilocuente, de los grandes proyectos. Como aquel personaje de “Pantaleón y las visitadoras” que una vez visitó París y deslumbrado por la Torre Eiffel quiso construir una especie de réplica habitable en Iquitos, una que resultó inhabitable por aquellas cosas de la combinación que el hierro hace con el húmedo calor selvático. Como la afrancesada Caracas y los ferrocarriles de Guzmán Blanco, que nos endeudaron a tal punto de que imposibilitados de pagar casi nos invaden las potencias imperialistas de 1902. Como el poco rentable Hotel Humboldt de Pérez Jiménez, construido en tiempo récord pero sin mayor perspectiva hotelera en una Venezuela petrolera y para nada turística. Como la Gran Venezuela del otro Pérez o la Venezuela potencia de los últimos años, incluida la base de lanzamiento espacial en el macizo guayanés próximo a un centro de gallineros verticales. Así somos, barrocos rayando en el rococó, recargados y peligrosamente nebulosos. Queriendo ser los más grandes pero con una herencia pobre para serlo, buscando una identidad cósmica por construir. Muchas nubes, poca tierra.

Si bien Sócrates cae en un hueco por andar viendo las nubes, recordemos que habitar la tierra al modo de un reptil sin serlo enceguece nuestras posibilidades haciéndolas improbables. Más que en un cambio de ciclo pensemos en términos espirales. Un ciclo se repite míticamente. Y si bien los ciclos no dejan de tener su encanto sisífico, el país y continente que somos precisa superar sus miserias actuales. Tiene por delante muchos desafíos: superar la pobreza, democratizar sus instituciones, rescatar un concepto pachamámico en el cuido de nuestro gran hogar natural. Por eso, más que repetir lo mismo, caer en una especie de eterno retorno, seguir construyendo grandes proyectos inútiles pero sumamente costosos, caminar por las nubes sin más, precisamos habitar la tierra viendo a las nubes del horizonte, ampliar el radio del círculo como una espiral ascendente. Que la Universidad Central siguiendo el diseño que anuncia el espacio de su Ciudad Universitaria comience a triturar su burocracia rococó y su obsesión por las cajitas. Que quienes tienen la pasajera responsabilidad de gobierno en las instituciones estatales, en vez de hablar tanto gamelote se aboquen a cumplir con la Constitución y lo que la misma mandata en términos de participación y protagonismo de las comunidades y la sociedad civil, que auténticamente empodere a la gente y diseñe políticas priorizando a los olvidados de nuestro sociedad. Que quienes se sienten opositores olviden de una vez por todas la nefelibata política mágica, aquella que cree que las cosas cambiarán por algún artilugio o golpe de gracia venido del exterior, o por una revolución bananera, o por inundar las redes sociales con tuits o memes, o simplemente por repetir mantras. Que unos y otros, gobernantes y opositores, se pongan a trabajar palmo a palmo con la gente y no a utilizarla en el marco de una electorera razón estratégica. 

Pero no se trata solo de pedir a otros que hagan. Eso también es un mal caminar sobre las nubes. Se trata de hacer mirando a las nubes, de caminar por nuestra tierra con las miras puestas en un horizonte deseado, sin miseria, inclusivo que es decir democrático, sustentable y armonioso con la vida. Organización, palabra clave para hacer. Construir organización para realizar los cambios anhelados. En la UCV organizarse los estudiantes, los profesores, los empleados, los egresados, las autoridades para emprender la tarea de una universidad de cara a los citados desafíos de nuestro futuro. En el país político organizarse la oposición junto con las bases sociales que quieren representar, dejar de lado los egos obsesionados con sus espejos mediáticos y volver al barrio, salir de sus urbanizaciones. El gobierno no desorganizar más y contribuir a darle un sólido orden institucional a la nación si quieren ver más allá de sus entornos palaciegos. En fin, podemos hablar de cambios macro, meso y microsociales. Cambios de gran dimensión social referidos a la estructura total de la sociedad política a la que pertenecemos, cambios intermedios referidos a determinadas instituciones como las educativas o las de salud entre otras, y cambios pequeños vinculados a grupos y personas. Antes de quedarse esperando a los grandes cambios históricos podemos actuar en nuestro entorno y en nosotros mismos. Organizarse para ello, palabra clave. Un toque de voluntad ayuda mucho en esta tarea.

Con mis mejores deseos para el 2025.

Publicado originalmente el 20 de diciembre de 2024: Artículo

viernes, 13 de diciembre de 2024

Una COPRE para la Universidad


Javier B. Seoane C.


La Comisión para la Reforma del Estado (COPRE), fundada en 1984 a inicios de la administración Lusinchi y dirigida en sus inicios por Ramón J. Velásquez, puede entenderse como un intento del Estado por auto-observarse, reconocer su crisis y superarla. Una diversidad de partidos del espectro político venezolano y de organizaciones de la sociedad civil de entonces se congregaron en su seno para investigar, discutir y realizar propuestas en distintas materias con el propósito de reconducir el proceso histórico venezolano una vez agotado el modelo de crecimiento basado en la explotación y exportación de los hidrocarburos. Sus resultados se publicaron en varias decenas de libros con claras propuestas para el cambio, pero pocas se aplicaron. Lusinchi no estaba después de 1986 muy interesado en los cambios. Con la llegada de Pérez en 1989 se implementó la creación de los alcaldes y su elección directa igual que la de los gobernadores, dándole cierto oxígeno al sistema político. Pero quizás esos cambios, postergados por Lusinchi, llegaron tarde. Un país agotado por un continuo proceso de desintegración social derivado de una crisis económica estructural sin resolución política, aunada a una clase gubernamental envuelta en no pocos casos de corrupción administrativa, hicieron de las reformas políticas algo insuficiente para lo que se aspiraba. Y así, por los motivos ya sabidos, el gobierno de Pérez nació arponeado y las otras reformas se congelaron. Llegados aquí no se exagera si se dice que el balance de la COPRE resultó positivo. Cumplió con lo que se le solicitó, no tenía poder ejecutivo para implementarlo. Frenada la ley que reformaba los partidos políticos de cara a su democratización, la clase política frenó luego casi todo lo demás.

Hoy más que nunca hace falta una nueva COPRE para refundar nuestra sociedad y nuestro Estado. Usando como modelo lo que se realizó en los ochenta y tempranos noventa puede constituirse un organismo aún más amplio y democratizado que aquel. La tarea es urgente. Las universidades, tal como en aquel organismo, tendrían mucho que aportar en esta nueva empresa. No obstante, quizás las universidades, y especialmente nuestra Universidad Central de Venezuela, están urgidas de una COPRE propia, de una COPRU, una Comisión para la Reforma de la Universidad, una Comisión amplia y democratizada, que dé cabida a los diferentes sectores universitarios y también a muchos sectores extrauniversitarios que tienen mucho por decir de la Universidad para los próximos 25 años, sectores de las organizaciones no gubernamentales, sectores empresariales, sectores comunitarios y de la sociedad civil. Una Comisión que, si bien dirigida por los principales actores académicos de la comunidad universitaria, tenga una clara vocación y voluntad de escucha e inclusión. 

Esta COPRU tiene mucho trabajo adelantado. Documentos de la UNESCO hay varios. En el caso de la Universidad Central su propio Rector actual, el Dr. Víctor Rago Albujas, fue cofundador en el 2001 del Programa de Cooperación Interfacultades que abrió cada Facultad a todos los estudiantes universitarios siendo por años un ejemplo de movilidad académica, encuentros y formación de sinergias en docencia, investigación y extensión, y ello a pesar de los múltiples obstáculos burocráticos generados por la falta de compartir las distintas instancias un mismo sistema informático de control de estudios, y lo más grave, la falta de un calendario compartido y único. Los estudiantes de artes han podido cursar seminarios en ciencias, antropología, odontología o allí donde simplemente cada uno lo lleve su curiosidad e inteligencia. Del mismo modo, la Escuela de Artes ha sido un hogar académico que ha recibido en estos más de veinte años a miles de estudiantes de cada carrera de la UCV. Y esto ha pasado también en las distintas instancias de enseñanza universitaria. Quien escribe tuvo el honor de acompañar por varios semestres a la Dra. Izaskun Petralanda de la Escuela de Biología en un seminario interdisciplinario sobre ética, ciencia y tecnología. Las ciencias naturales y las sociales, junto con las humanidades, se conjugaron para repensarnos y volvernos más responsables en los impactos que tienen nuestros saberes en la sociedad así como para aprender a escucharnos unos y otros, dentro y fuera de la universidad. Después, hacia 2005 la Universidad, precisamente con una comisión, trazó un Plan Estratégico para su futuro. Lo que se había iniciado con el PCI se profundizó y se volvió una carta de navegación para el cambio inteligente. Los intercambios habrían de fluir más, la separación de carreras y Escuelas en compartimentos estancos, cajitas separadas al decir de Ocarina Castillo, daría paso a una universidad inter y transdisciplinaria, abierta a un permanente y siempre inacabado diálogo de saberes, incluidos los saberes extrauniversitarios. Ningún testimonio deberá excluirse al comienzo si la voluntad es democrática. Sólo un amplio consenso y una deliberación nutrida con buenos argumentos puede descartar alguna que otra posición. Pero el PCI sigue bloqueado en sus mayores potenciales por la paquidérmica burocracia universitaria así como el Plan Estratégico ha dormido por años en los archivos de esa burocracia.

Si la universidad del futuro quiere convertir su sino en destino elegido, si quiere llegar a algún puerto y no simplemente seguir ahí, a la deriva en altamar, debe repensar su papel en un mundo complejo, sumamente dinámico y líquido, transido por problemas sumamente graves como el cambio climático, la crisis mundial de la democracia como modo de vida y la creciente pobreza. De este repensar colectivo surgirán decisiones de transformación radical, decisiones que pongan fin a la clasificación decimonónica de los saberes, a las cajitas separadas, a la idea de que un estudiante debe ingresar a una carrera determinada desde el primer semestre, a la idea de que las carreras son un menú fijo y no legos a armar por los estudiantes en su trayectoria como investigadores. Habrán de emerger nuevas carreras que demanda la complejidad actual, por ejemplo la vinculada a la cuestión ecológica. Habrán de cerrarse otras signadas a ser desplazadas en poco tiempo por la llamada inteligencia artificial. Por otra parte, la universidad tiene que abrirse a toda la sociedad, ser el espacio que está destinado a ser, uno de encuentros múltiples y de educación permanente y para toda la vida. La universidad entonces será algo más que la institución que provee profesionales para el futuro. Y en el caso de nuestra amada UCV tendrá que superar el complejo napoleónico que la definió en la Venezuela del último siglo. El petroestado que tragaba a sus profesionales ya no existe, ya no los absorbe, y tampoco tiene con qué financiar en soledad a una institución tan vital para el país.

Así como se está retomando a la Ciudad Universitaria de Caracas, orgulloso patrimonio de la Humanidad, como espacio cultural abierto al encuentro de toda la ciudadanía venezolana mediante el cine, la música, el teatro, la plástica, las conferencias, urge la tarea de que su Consejo Universitario cree amplios mecanismos institucionales para consolidar la actual transición hacia otro concepto y práctica del ser de la Universidad. No importa que se llame COPRU o que se llame como se llame, lo importante es que la Universidad muestre al país mediante su ejemplar accionar que en su seno sigue viviendo y persistiendo el espacio que le ha sido históricamente asignado por la nación, a saber, ser un centro primordial de reunión de inteligencias para la construcción de una mejor sociedad. 

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 13 de diciembre de 2024: Artículo

viernes, 6 de diciembre de 2024

Las papeleras de Caracas


Javier B. Seoane C.

¿Podemos descifrar en las papeleras urbanas, en su presencia o ausencia, el sino histórico de una sociedad, su ciego destino trágico? ¿Puede apreciarse, en su presencia o ausencia, algún síntoma del grado de malestar cultural que acompaña a una comunidad humana? ¿Qué ha de significar la presencia o ausencia de este mobiliario urbano creado con el propósito de mantener el aseo de las calles? ¿Tendrá algún valor, algún sentido plantearse esta cuestión? O, ¿por qué habría de resultar tan insignificante este objeto al punto de calificar como trivial por absurda cualquier disquisición sobre el mismo? ¿Necedad de alguien sin oficio? ¿De algún pequeño burgués en tránsito?

 Pase usted en estos días decembrinos por la Avenida Vollmer de la caraqueña urbanización de San Bernardino. Un hermoso paseo peatonal con bancos y jardines a medio cuidar separa las vías vehiculares en sus sentidos norte y sur. A cierta altura se encuentran dos edificios de diferente época pero en cierta medida icónicos de la arquitectura caraqueña. Uno la Comandancia General de la Marina y otro la Torre de Corpoelec, la compañía estatal que ostenta el monopolio de la producción y distribución en Venezuela, muy recordada en días pasados por la Isla de Margarita. Curiosamente, en el paseo citado, al frente de la Torre de Corpoelec, encontrará en el espacio de esa cuadra de unos cuarenta metros una serie lo suficientemente numerosa de papeleras bastante vistosas y cómodas. A diferencia de otras que se han colocado en pretéritos tiempos en la ciudad no son armatrostres ferreteros atravesados en medio de la vía a modo de cesta recolectora de casi cualquier cosa y que la intemperie va corrompiendo hasta que apenas queda alguna base y tornillos de hierro, vestigios dejados ahí y con los que los caminantes distraídos terminamos tropezando y metiéndonos nuestro respectivo mamonazo. Las sufridas aceras de Caracas están repletas de esos entorpecedores vestigios dignos del buen oficio arqueológico si éste lo aplicamos al mundo contemporáneo. No. Las papeleras de la cuadra de Corpoelec en San Bernardino se ajustan mediante anillos a las farolas de luz, no entorpecen, son decorativamente vistosas y están fabricadas de un material sintético que no dará mayores dolores de cabeza a los transeúntes futuros. Por supuesto, no les falta en su cara frontal el anuncio de que Corpoelec se ha encargado de donarlas para el buen mantenimiento del espacio público.

Si estas papeleras llaman la atención de algunos curiosos es porque su presencia contrasta con su ausencia en las centenares de cuadras restantes de la urbe caraqueña. De hecho, en las calles de Caracas, como en las de casi cualquier otro lugar del bello país que es Venezuela, uno puede cargar sus desechos en la mano por kilómetros sin conseguir un recipiente para depositarlos. Agotados y no sin cierta pena los terminamos arrojando en el pipote de algún perro calentero o, peor aún, en alguna esquina donde los cohabitantes del espacio citadino acumulamos basura de todo tipo y que el viento esparce en cualquier dirección cuando sopla con algún rigor. Si somos algo más conscientes nos meteremos la basura en el bolsillo y la cargaremos hasta llegar a nuestros hogares. Por supuesto, ello dependerá de cuántos desperdicios, de qué naturaleza y tamaño acumulemos en nuestro transitar citadino. Hemos de agradecer a Corpoelec que se haya ocupado de esa pequeña cuadra al frente de sus instalaciones burocráticas. Algo es algo.

No se niega que en una especie de ataque convulsivo en algún que otro momento la municipalidad se preocupara de dotar de papeleras espacios urbanos. Así, hace poco más de un par de años se dotaron de papeleras semejantes las aceras de la ancha pero corta Avenida México. Eso sí, y como se diría en buen criollo pero con corrección académica: duraron lo que una flatulencia dura en un chinchorro. No hubo quién se preocupara de su mantenimiento y reposición. Es como el alumbrado de muchos de nuestros parques, y no sólo de nuestros parques. Se reponen las luminarias en fervorosos operativos, desaparecen a los pocos días y habrá que esperar meses sino años para el nuevo operativo. Viejo esquema que nunca ha visto pasar una revolución, Diego Arria lo sabe bien. Cuando fue Gobernador del Distrito Federal, durante el primer gobierno de Pérez, cerró jugoso negocio con la Leyland y pobló a Caracas de sendos autobuses que después fueron a parar a chiveras, pues nunca se trajeron los repuestos. Es más, parece que fue el último gran negocio de la Leyland antes de su quiebra. ¿Por qué esta indolencia nuestra y de nuestras autoridades? 

Spinoza pensaba que todo está en todo, que en un grano de arena se concentra la historia del universo, pues ese grano resulta de esta historia. La carencia de papeleras en las ciudades de Venezuela, como en las de latinoamérica o en casi cualquier parte del todavía llamado Tercer Mundo, resultan también de su historia. Pero quedémonos con Venezuela, con lo sufrido de nuestra historia. “Des-cubierta” por los imperios de occidente fue vista como tierra de paso (Uslar, Cabrujas y unos cuantos más), no como tierra para asentarse. Cubagua fue quizás el símbolo de la época. Para quedarse los ibéricos habían escogido otras latitudes: Perú, Colombia, México. Desde el comienzo Venezuela se convirtió en Manoa para ellos. El Dorado es el mito que nos persigue desde entonces, el mito del país rico. Pero en tanto que tierra de paso, se trata de un país para enriquecerse y llegar con éxito a la metrópolis, se llame esta según los tiempos Madrid o Miami. Terminada la colonia un siglo de sangrientas guerras internas y externas impidieron, salvo excepciones como las regiones andinas, asentarse en un territorio a las mujeres y hombres de Venezuela. Difícil permanecer por más de una generación en un lugar. Esta historia hasta aquí es en gran medida una historia del desarraigo. Lo seguirá siendo en el siglo XX, siglo que parece que aún no termina para nosotros. La boyante economía petrolera se sobrepuso sobre una tierra una y otra vez arrasada por unos y otros. De repente nos llenamos de californianas autopistas, de autos cambiados cada año y hasta de un proyectado centro comercial, hoy hecho cárcel y cuartel, del que no te bajarías del carro ni siquiera para desayunarte un cachito y un café. En tres décadas las haciendas fueron convertidas en sendas urbanizaciones. Basta que usted busque una foto cualquiera, en Facebook hay abundantes, de Plaza Venezuela o cualquier zona del este de los años treinta para que se dé cuenta de cómo violentamente se transformó Caracas. Por supuesto, el interior del país no sufrió cambios tan violentos, no llegó en suficiente cuantía la plata del petróleo para esa transformación. En todo caso, el país todo se volvió más que un lugar para el arraigo, uno para la extracción de “renta” y sacarla afuera. Desde 1492 somos exportadores de naturaleza, oro y dólares. Muchos de los palacios de Madrid objetivan  esa exportación. En el último siglo el desarrollo de Miami nos debe mucho. ¿Cómo pueden preocupar las papeleras en un sitio de paso, en una especie de no lugar (Augé), en un campo minero (Cabrujas)?

Hemos sido un país de operativos más que de Instituciones permanentes. Esperamos el operativo para sacar la cédula o el operativo para recoger la chatarra, pintar y sembrar hierba en una plaza. Desaparecido el operativo desaparece todo hasta el próximo ataque convulsivo de alguna autoridad. Hemos sido un país de elevados y no de pasos a desnivel, de puentes militares de hierro en lugar de puentes permanentes. Un país del mientras tanto, de paso. Precisamos otra actitud, vivenciar el cuido del hogar compartido, hacer del instinto de supervivencia institución de la conservación y reproducción en progreso. Convertir el sino histórico en destino propio e inteligente. Sé que en medio de nuestra crisis histórica y sistémica, de nuestro ser arrojado a la miseria es mucho pedir en estos momentos. No obstante, Venezuela urge de otro modelo de país, de otra economía, de una que supere la exportación de naturaleza y dólares, de otras condiciones materiales que coadyuven en la generación de un espíritu arraigado a sus entornos. Hay que superar el modelo “rentista” sustentado en el petróleo y las minas tan enemistado con el desarrollo sostenible y el arraigo, superar el modelo que hizo de nuestras casas unas “Casas muertas”. Urge una economía que empodere al ciudadano y no únicamente al Estado. Entonces, quizás, las papeleras se vuelvan parte de nuestra institucionalidad y no de un operativo de alguna empresa pública o privada.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 6 de diciembre de 2024: Artículo