Discurso pronunciado ante la Academia Nacional de la Historia de Venezuela con motivo del bicentenario del natalicio de Karl Marx.
Javier B. Seoane C.
Al profesor Eduardo Vásquez, quien con su maestría me mostró más de un secreto sobre Marx.
Karl Jaspers decía que el origen tiene muchos comienzos. Lo decía con relación a la filosofía, pero aplica a otra de sus grandes pasiones: la de la facticidad humana, la del carácter histórico de nuestro ser. Así, puede entenderse que cada forma civilizatoria es un nuevo comienzo del origen, un nuevo camino que emprende la aventura humana. Del mismo modo, cada filosofía particular recomienza el pensar a partir de unas preguntas originales, aquellas que Kant resumió muy bien en su Crítica de la razón pura, a saber, qué puedo conocer, qué debo hacer, qué me cabe esperar, quién soy.
La obra de Karl Marx es un origen con muchos comienzos, una fuente que aún no se agota, que todavía está en diálogo con nuestro despliegue histórico actual. Dos siglos después sigue siendo una referencia clásica, junto a la obra de Max Weber y de Émile Durkheim, para la teoría social moderna. Las ciencias histórico-sociales piensan e investigan con conceptos y categorías marxianas como las de trabajo, capital, plusvalía, alienación, ideología o clase social. Sea que los retomemos o los critiquemos, esos conceptos siempre nos esperan a la vuelta de la esquina.
Desde que recibí esta invitación de la Academia Nacional de la Historia, que mucho agradezco, para participar en una mesa redonda en torno a las dimensiones ideológica y científica del marxismo y el materialismo histórico, a propósito del bicentenario del nacimiento de Karl Marx, me asistió la duda de qué temas o problemas que resultaran interesantes podían proporcionarse a tan distinguido auditorio. Tarea demasiado difícil, pues tanto se ha escrito y hablado de Marx y del marxismo, tanta buena y mala publicidad se ha tenido sobre sus temas a lo largo de estos dos siglos, que conseguir algún punto original es misión francamente imposible. No prometo, entonces, alumbrar algo nuevo sobre el marxismo.
A falta de originalidad sólo ofrezco retornar al origen de todos esos comienzos que cada marxismo constituye, sea el comienzo del leninismo, del gramscianismo, del maoísmo, del estructuralismo, del crítico de la Escuela de Frankfurt o de cualquier otro. El origen de todos estos comienzos es la obra de Marx, una obra con continuidades y discontinuidades, sistemática en algunos tópicos, especialmente los vinculados con la crítica de la economía política clásica, poco sistemática y más bien siempre incompleta en muchos otros tópicos como la teoría de las clases sociales, de la ideología o del problema del conocimiento. Una obra en la que se entrelazan conceptos teóricos de valor científico y posicionamientos ideológicos propios de las diatribas políticas que el hijo de Tréveris confrontó a lo largo de su existencia. Pues bien, concentrémonos en la obra de Marx a partir de tres tesis que desarrollaré brevemente, tres propuestas vinculadas con el valor heurístico que tienen para la práctica actual de la ciencia social. Por cierto, la exposición en forma de tesis no deja de ser un cierto homenaje a nuestro pensador, pues se trata de una retórica propia de la época de Marx. Hegel, Feuerbach, Schopenhauer, Nietzsche y el propio Marx escribieron muchos de sus textos en forma de Tesis. Básicamente, las tesis servían para refutar sistemas de pensamiento establecidos, al modo de una guerrilla intelectual, y para asentar las primeras bases de un nuevo sistema o elaborar un programa que conduzca a una nueva filosofía, para decirlo, en cierto modo, con Feuerbach. Sirvan pues las siguientes tesis como homenaje al gigante de Marx y, a la par, y en cuanto que homenaje a este singular pensador, como crítica de Marx.
La primera tesis en esta visita nos dice que la obra de Marx supone uno de los más altos grados de elaboración de la autoconciencia social en el despliegue de los tiempos modernos. La sociedad humana se hace gradualmente autoconsciente mediante sus producciones culturales. Éstas, en el sentido amplio, están constituidas por las obras de las artes, de las religiones, de los mitos, de la filosofía y de las ciencias. A nuestro entender, un momento privilegiado en la adquisición de la autoconciencia social está en la obra de Marx en la misma medida en que propone no sólo una teoría social fundante de la ciencia histórico-social moderna, algo que también hicieron Durkheim, Tönnies, Simmel, Pareto o Weber, y que en cierto modo esbozaron antes que Marx Condorcet, Saint-Simon o Comte, sino en la medida en que esa teoría marxiana guarda un fuerte componente autorreflexivo. Y me refiero aquí que la teoría del conocimiento resulta para Marx muy poco comprensible sin el soporte de la teoría social, pues, para nuestro autor, se conoce siempre desde un espacio social.
Sin duda la teoría del conocimiento alcanzó con Immanuel Kant una de sus mayores elaboraciones hasta nuestro presente. Después de Kant ya no es posible la metafísica en el sentido clásico. Con Kant, la ciencia reconoce sus límites, casi todos menos uno, a saber, su límite sociológico. Las categorías del entendimiento kantiano pertenecen a una lógica ahistórica y que a duras penas se pueden sostener sobre un inmenso vacío sociológico. El idealismo alemán que sucedió a Kant trató de llenar esas carencias comprendiendo que no hay objeto sin sujeto, primero con el Yo absoluto de Fichte, luego con la Naturaleza de Schelling y, finalmente, con el Espíritu Absoluto de Hegel, este último introduciendo con fuerza la historicidad en la realización de dicho Espíritu. Para los idealistas la realidad era dialéctica, dinámica y contradictoria, el resultado de una evolución que concluía con la autoconciencia de sí misma por medio de la autoconciencia humana. Cada momento de esa evolución dialéctica debía entenderse como un resultado, como una síntesis de múltiples determinaciones. Una gota del océano es el resultado de una larga evolución, para que esa gota haya llegado a ser se precisa la historia compleja del universo. Lo mismo aplica a todo objeto de análisis, sea un grano de arena, un átomo, una obra de arte o un libro de filosofía. No obstante, los idealistas entendieron la evolución del ser todo como producto dependiente de la conciencia, privilegiaron las ideas y el saber y se abocaron a la captura intuitiva del Absoluto. Sus grandes sistemas fueron tornados especulativos que arrasaron con cualquier cosa que se les atravesaba, perdiendo finalmente el contacto con el mundo humano.
Feuerbach concentraría las principales líneas críticas contra este pensamiento del Absoluto. Lo acusaría de teología encubierta como filosofía y proclamaría al hombre de carne y hueso como el punto de partida de toda ciencia. Con Feuerbach se consuma el giro antropológico y materialista de la filosofía contemporánea. La religión y las ideas son un reflejo del humano que se aliena en ellas. La crítica feuerbachiana es una crítica de la alienación religiosa, y así la retomó el Marx joven, de allí partió su denuncia de la alienación. Pero a Feuerbach le faltaba dialéctica, su enfoque era un sensualismo individualista ahistórico, sin sociología, un naturalismo abstracto. ¿Abstracto de qué? Abstracto de la praxis. Marx introduce este concepto como una evolución a partir de Feuerbach: el hombre sensual, natural de éste, era un ser social e histórico, incluso su conciencia de ser natural era un producto de su devenir históricosocial. Y ello significa que lo que somos es un resultado, no un punto de partida, tal como resultado es la gota de mar o el grano de arena. Nuestro pensamiento y sus obras son resultado, productos de personas configuradas por una historia que reposa sobre sociedades escindidas en clases, castas, estamentos u otras formas de agrupación humana. Como personas apreciamos, valoramos y conocemos el mundo desde una ubicación sociológica, desde un lugar social que nos marca en nuestras inquietudes, necesidades e intereses.
Con Marx, después de una larga evolución en el pensamiento moderno, la conciencia humana se descubre como autoconciencia social, esto es, nos descubrimos como seres condicionados por nuestros entornos económicos, políticos, culturales, sociales. Comenzamos con mucha seriedad a dudar de lo que creemos y de nuestras ciencias porque ahora las reconocemos como producciones socioculturales marcadas por intereses, limitadas por nuestras perspectivas.
Ello nos conduce a la segunda tesis, pues la autoconciencia social supone el ascenso gradual de lo individual a lo particular y de lo particular a la totalidad. En la obra marxiana el individuo se reconoce como parte de un grupo que lo condiciona, y al reconocer al grupo reconoce que todo grupo es parte de un todo. Por ello, es que esta segunda tesis, que Marx explicitó y que destacaron intérpretes tan destacados como Georg Lukács, Lucien Goldmann o la Escuela de Frankfurt, reza que el conocimiento de lo social, entendido como autoconciencia social humana, descansa sobre la categoría epistemológica de totalidad. La existencia humana está inserta siempre en una totalidad concreta históricosocial. Mas, ¿cómo el individuo, y el individuo ubicado siempre en un espacio y tiempo físico y sociológico, puede aprehender la totalidad?
Precisamente en esta segunda tesis se encuentran, siempre a nuestro juicio, muchos de los mayores aportes como también muchos de los mayores límites del pensamiento marxiano, el origen, y de sus comienzos posteriores, los sucesivos marxismos. Para apreciar el asunto volvamos a Kant. El filósofo de Königsberg puso la totalidad del lado del en-sí, perteneciendo a un ámbito imposible para la ciencia: la metafísica. Lo que podemos conocer con ciencia son los fenómenos, y estos constituyen aquella parte de la realidad que se nos presenta a los sentidos y que las categorías lógicas de nuestro entendimiento ordena conceptualmente. Lo que no es fenómeno no es cognoscible, sostiene Kant. Dios, por ejemplo, es incognoscible porque no está sometido al tiempo y el espacio, no es un fenómeno. Pero igual pasa con cualquier totalidad llámese ésta cosmos, alma o historia. Las totalidades son inaccesibles, pertenecen, en todo caso, a la cosa-en-sí, lo nouménico, podemos concebirlas especulativamente pero nada más.
Kant no pretende suprimir o prohibir las totalidades. Si son concebibles, si podemos hablar acerca de ellas, pueden ser pensadas. Pero pensar no es lo mismo que conocer. Puedo pensar la historia, el cosmos, el alma o Dios, porque son ideas de la razón, pero no puedo conocerlos porque no son fenómenos. La razón, sobre la que fluye el pensamiento, no se satisface con lo que le ofrece el conocimiento, siempre de los fenómenos, y va más allá para darle sentido a su mundo, otra idea de totalidad. La razón tiene un impulso especulador natural, por ello existe la metafísica, aunque jamás como ciencia. Sin embargo, el conocimiento puede hacer uso de totalidades con carácter heurístico. Por ejemplo, la teoría del Big Bang o la teoría de la evolución de las especies son totalidades, grandes conjeturas que cumplen funciones hipotéticas para producir investigación y explicar, también hipotéticamente, la ubicación de determinados fenómenos. Popper nos diría que la ciencia son refutaciones y conjeturas. Eso sí, las conjeturas no son conocimiento sino especulación.
El idealismo alemán, siempre a la caza de lo Absoluto, no quiso satisfacerse con la alienación que Kant nos dejó entre conciencia y realidad. Rechazó desde el primer día la cosa-en-sí transformándola en cosa-para-sí, es decir, en una cosa que es sólo cosa de la conciencia. En Fichte la realidad se redujo a la conciencia del Yo, en Schelling a la conciencia de la naturaleza que es la nuestra una vez que nos reconocemos como hijos de ella, en Hegel como autoconciencia del Espíritu Absoluto. El Absoluto, para los idealistas, era el todo, pero a diferencia de Kant no se trataba de un todo conjetural, de una idea regulativa, sino de un todo ontológico, uno que existe, que es, que no es simple pensamiento. De inmediato los idealistas colisionaron con la dura materialidad de lo real y Feuerbach trató de solventarlo apelando al individuo sensual, pero esto retrotrajo el pensamiento a lo particular. Marx fue en este punto un heredero de los idealistas, si bien mediado por Feuerbach, por lo que postuló una totalidad concreta, real, no abstracta, no meramente pensada, una totalidad concreta sociohistórica, que en el marxismo clásico denominamos “formación social” y que el sentido común denomina sociedad. De nuevo, ¿cómo conocer la totalidad concreta, la formación social, si somos parte de ella y si nuestro conocimiento tiene una base fenoménica? La respuesta es que se trata de una totalidad estructurada, con un centro que es el factor trabajo, aquel que transforma la naturaleza para satisfacer nuestras necesidades y nos hace entrar en la historia. Siendo así, en la estructura económica de una formación social radica el centro del que tiene que partir el análisis para reconstruir la totalidad. Y en este centro está ubicada una clase en los tiempos modernos, la clase trabajo, el proletariado. Así, la ubicación sociológica privilegiada para el conocimiento es la ubicación del proletariado, el factor trabajo del mundo industrial. Marx, no cabe duda alguna, pensó y conoció la sociedad industrial.
Marx, junto con Engels, creyó develar la realidad social de nuestros tiempos, la totalidad histórica concreta, al posicionarse en el lugar del proletariado. Su obra fue en la ciencia social naciente lo que la obra de Charles Dickens fue a la literatura de aquellos tiempos: la conciencia de las gracias y desgracias del mundo industrial. Con Marx, la ciencia social se volvió autoconsciente de ese mundo y para ese mundo, siendo además el caso de que la ciencia social es la autoconciencia de la historicidad moderna. ¿Para qué otra cosa inventamos esa forma de ciencia? Después de la revolución francesa nos volvimos más históricos que nunca y quisimos apropiarnos de la historia, hacernos propietarios de nuestro destino. Sin esa base no resulta posible ni el idealismo alemán ni Marx, ni ninguna otra forma de ciencia social. Por eso surgió en el paso del siglo XVIII al XIX y se consolidó en las figuras del positivismo y del marxismo. De estas dos, la última llegó más lejos al concebir al propio positivismo y a sí mismo como resultado del despliegue histórico de los tiempos modernos. Por eso, no se exagera cuando se afirma que el marxismo resulta el hijo más querido de la Ilustración.
Así llegamos a nuestra última tesis, que prácticamente no es otra que la ya mítica onceava Tesis sobre Feuerbach de Marx, aquella que nos convoca a la transformación del mundo. ¿Para qué conocer el mundo? ¿Para qué volvernos autoconscientes de quiénes somos, de lo que nos condiciona, de lo que nos domina? Pues, para decirlo con un famoso ratón de laboratorio de unos clásicos dibujos animados, “para conquistar el mundo”. La autoconciencia nos hace conscientes de nuestro ser resultado de la historia, pero también la autoconciencia nos proyecta, nos permite construir una imagen de nuestro destino, especialmente cuando se trata de la autoconciencia de la Ilustración.
El marxismo pensó y buscó organizar la transformación del mundo, pensó y buscó apropiarse de la historia, que la humanidad se adueñara de su futuro mediante la razón y la ciencia. El origen lo conseguimos en aquella última parte de la onceava tesis, aquella que dice, “de lo que se trata es de transformar el mundo”. Los comienzos variaron. Unos pensaron que esa transformación se centraba en una voluntad esclarecida que operaba en la historia a modo de vanguardia, es el caso del leninismo, del guevarismo, del maoísmo entre otros. Otros pensaron que había que esperar que las contradicciones llevaran a la implosión del sistema, es el caso de Engels, de Rosa Luxemburg, de Althusser, también entre otros. Muchos comienzos tuvo el origen de Marx. Mas, muchos de ellos coadyuvaron sin querer a generar algunas de las pesadillas totalitarias del último siglo.
Estas pesadillas, este terror político no resulta indisociable del pensamiento original. Marx creyó, repetimos, aprehender la totalidad de la sociedad capitalista moderna al concebirla como sociedad industrial con centro en el trabajo. Su pensamiento se enseñoreo con la totalidad. En este caso una de esencia epistemológica. Tuvo una vocación práxica y comprendió que la transformación pasaba por la organización de las fuerzas explotadas para la toma del poder, bien partiendo de la voluntad esclarecida o bien esperando la implosión sistémica. Su totalitarismo epistemológico allí donde algunos de los comienzos llegaron al poder se trastocó en totalitarismo político. La liberación se volvió una mayor dominación y se incrementó la explotación. La razón esclarecida lo quiso planificar todo y se impuso una voluntad ordenadora que aborrecía cualquier dejo de azar y de libertad. Los que llegaron al poder fueron los comienzos en clave voluntarista y lo hicieron en sociedades que Marx no concibió para hacerse socialistas: países industrialmente atrasados. Pues los países más avanzados, aquellos que Marx predijo como los primeros socialistas, cada vez se alejaron más de lo pensado por el hijo de Tréveris.
Esas sociedades industriales corrigieron su desintegración social, expulsándola al exterior de las mismas. Hoy lo vemos en los flujos migratorios del mundo y en el cierre de fronteras. Los explotados, los olvidados siguen existiendo, pero más que a escala nacional a escala global. Marx todavía puede decirnos mucho si cambiamos el lado del escalímetro hacia lo planetario, si cambiamos la unidad de análisis. Por otra parte, estas sociedades industriales se transformaron. Hoy son postindustriales, pues ya el sector secundario de la economía no absorbe la mayor cantidad de fuerza de trabajo. Marx tuvo razón: la tecnología desplazó a los trabajadores. Hoy hablamos de industria 4.0, robotizada por doquier. Lo que no creció fue la masa de desempleados pauperizados en los Estados nacionales, creció hacia afuera, hacia los márgenes de los grandes centros capitalistas. Y si bien la sociedad sigue siendo capitalista, repetimos, ya no es industrial. Carece de un centro definido. No es sólida, es una sociedad líquida, en el decir de Zygmunt Bauman. Por cierto, también tenía aquí razón Marx cuando señaló que en el capitalismo todo lo sólido se desvanece en el aire, sólo que se desvanecieron también las organizaciones de los trabajadores. Los partidos de la izquierda y los sindicatos carecen desde hace ya tiempo de la fuerza que una vez tuvieron en la sociedad industrial, porque cada vez hay menos militantes, porque cada vez la gente cambia más de trabajo, o tiene más de uno, colecciona “minijobs” y opera en el sector de los servicios, en las telecomunicaciones, en el mundo financiero, en los emprendimientos de todo tipo. El mundo de Marx desapareció, la sociedad industrial ya no es.
Para volver industrial la sociedad atrasada que conquistó el marxista voluntarista tuvo que someter a toda la población con la promesa de que un día llegara el anhelado comunismo. Nunca llegó. Se industrializaron algunas de ellas y hoy son capitalistas y post-industriales. Otras, las más pobres, siguen sometidas. Hay que tener mucho cuidado con Marx dos siglos después. Su totalitarismo epistemológico sigue amenazándonos como totalitarismo político. El mundo de hoy no tiene centro claro y la totalidad de nuestro conocimiento es mejor que siga siendo kantiana, una idea regulativa para la acción pero sin pretensiones ontológicas. Hay que enfrentar a Marx contra Marx para reivindicarlo, y el mejor modo de hacerlo es volviendo una y otra vez a una de sus grandes categorías conceptuales, la de praxis. Nuestra actual praxis líquida exige pensar la emancipación, para todos aquellos que sostenemos un interés emancipatorio, en otra clave, en una que ya no pretenda someter la naturaleza a la voluntad tecnológica de la industrialización ni someter a los actores sociales al mandato de un Partido esclarecido. Hay que liberalizar al marxismo sosteniendo una de sus máximas más rescatables hoy: la democratización de las relaciones sociales, el empoderamiento de los individuos, la voluntad de darle un golpe mortal a las concentraciones de los poderes en pocas manos, a veces sólo en dos. En ello, y para pensar en ello, estimo que la obra de Marx sigue siendo una conjetura heurística, hacedora de ciencia. Vista así sigue siendo un faro en la niebla, mas como un acto de fe, como iglesia y dogma, es la niebla misma.
Muchas gracias.
Caracas, Academia Nacional de la Historia, 10 de mayo de 2018