viernes, 25 de abril de 2025

El mágico poder del lenguaje

Javier B. Seoane C.

Una jirafa verde de no más de tres centímetros de alto se pasea a tus espaldas, repentinamente se detiene, voltea hacia ti y te mira con curiosidad. La jirafa liliputiense invocada se nos hace presente. Y aunque se trate de un mamífero artiodáctilo imaginario, incorpóreo en el sentido materialista de la física, qué duda cabe de que ahí está el principio de la poesía, de la literatura, de las artes y también de la política. ¿De la política? ¿Cómo así? La palabra “política” remite en la antigüedad a la polis, la comunidad griega, la ciudad. ¿Dónde comienza y termina la comunidad política? ¿Dónde están sus fronteras? Decimos: “en esta orilla del río comienza mi país y en la otra ribera está el país vecino”. Decimos: “el Sol de Venezuela nace en el Esequibo”. Mas, en la naturaleza del río nada dice “país tal” y “país cual”, pues las fronteras entre uno y otro son líneas imaginarias, simbólicas. Pero no por ello, por ser simbólicas, dejan de ser reales. Dan lugar a jurisdicciones estatales y con ellas a derechos sobre un territorio y sobre la regulación de la acción de las personas que lo habitan; dan lugar incluso a guerras que se llevan la vida de miles de personas. Son tan reales como una bandera. ¿Bandera? En términos de la física un pedazo de determinado material que llamamos tela teñida con determinados pigmentos. En términos humanos emblema de mi comunidad o de la tuya, un pedazo de tela que nos representa, por la que muchos darían su vida. Igual pasa con el Estado en general, nunca es como una pera, no resulta comestible ni arrojadizo, es un conjunto de relaciones sociales cristalizadas en instituciones que ordenan y regulan nuestra acción social; igual pasa con la Universidad, o con el libre mercado, o con la democracia, o con la moral y las buenas costumbres, o con… El lenguaje es la casa del ser, dice Martin Heidegger en el párrafo inicial de su Carta sobre el humanismo. La cultura habita en el lenguaje, agregamos, aunque eso de “la cultura” no resulte del agrado del filósofo de la Selva Negra. A ningún otro ser le es dado el lenguaje en el sentido de que la palabra hace presente lo ausente y da origen a nuevas realidades, desde la mínima jirafa hasta el Estado. 

“El giro lingüístico” resultaría título apropiado para el tomo de una historia de la filosofía referido al siglo XX. A Richard Rorty debemos ese título. Y es que en los últimos cien años casi todo gira alrededor del lenguaje. No queremos con ello obviar que desde muy antiguo el tema lingüístico ha estado presente en la filosofía. El Cratilo de Platón ya testimonia dos tesis centrales sobre el origen de esta materia: la realista onomatopéyica y la convencionalista. Mas, vivimos desde hace décadas en una sociedad de la comunicación, de la información y del conocimiento. En esta aldea global (McLuhan) nada de extraño tiene que el pensamiento haya girado en torno al lenguaje con mayor fuerza. 

Nuestro mundo descansa en un entramado simbólico. Variará de una cultura histórica a otra como varían los ecosistemas del dromedario y del oso polar. Con cada mundo se introduce una historia cultural, propiamente humana, que va más allá de la historia natural de nuestra especie sapiens. De esta manera, cabe decir que tenemos dos historias: una natural, heredada genéticamente de nuestros antepasados; otra, que surgiendo de nuestra menesterosidad biológica debemos aprender. A esta la heredamos pero por aprendizaje mientras que con aquella nos encontramos. Si vemos a nuestro alrededor todo nuestro mundo tiene una dimensión simbólica fundamental, imprescindible para que sea mundo. Hasta la pera tiene connotaciones simbólicas. La tarántula más grande del planeta, la Goliath, habita la amazonía. Para los yanomami, comunidad indígena de esa tierra, es una divinidad en las diversas acepciones del castellano, pues, dicen que además de comestible y muy rica es una divinidad religiosa. Comentan que al comerla su deidad entra al cuerpo. Si soltamos la misma Goliath en una calle de La Coruña, Madrid, Caracas o Buenos Aires despertará pánico en no pocos. Para ellos representa peligro, veneno, parece fea y de divina nada tiene. ¿Cuál es la verdadera Goliath? Nuestra realidad tiene una dimensión material y otra que acompaña a esta materialidad y resulta tan importante como la misma: la dimensión simbólica posible sólo por el lenguaje. 

La palabra devela y oculta, descubre y encubre. Digo “jirafa”, y desvío la atención de mi interlocutor a ella. La palabra llama, hace presente lo ausente y ausenta lo no llamado. Dice Leopoldo Zea, y con buenas razones, que el descubrimiento de América por parte de Europa fue a la vez el ocultamiento de las culturas originarias, amerindias. Una ontología del lenguaje revela tanto esta dualidad de develamiento y ocultamiento como el carácter constitutivo del mundo de lo lingüístico. En efecto, el sentido posibilitado por el lenguaje se proyecta en la suma de entes que significa, siendo el mundo, entendido por Heidegger desde la tradición fenomenológica, esa totalidad de entes alrededor del humano que somos. El filósofo insiste en que el lenguaje no ha de entenderse en la visión reduccionista de lo instrumental, que trata a la palabra como un medio de comunicación, un instrumento que transmite emociones e informaciones, como, por ejemplo, consideraba Darwin. A una concepción tal habría que preguntarle, ¿quién hace uso de ese instrumento que es el lenguaje? Y la respuesta obvia sería: el ser humano. Mas, ¿cómo resulta posible ese humano en su humanidad si no es por el lenguaje?

Nuestro pensamiento y sentimiento sin el lenguaje serían mucho más limitados de lo que ya son con el lenguaje. No hay pensamiento que se desarrolle sin conceptos. La intuición resulta insuficiente. No hay emoción o sentir que logre expresarse como sentimiento sin el lenguaje, caso que bien muestra los problemas de traducibilidad de la poesía lírica entre lenguas diferentes. No habría comunidad ni sociedad sin la condición simbólica que da el lenguaje y que posibilita la existencia de instituciones. Y sin comunidad no hay humano. Ernst Cassirer nos definió como “animal simbólico”, definición superior a la aristotélica de “animal racional”, pues, ¿pueden establecerse y desarrollarse racionalidades sin lenguaje? Lo simbólico posibilita las racionalidades, como el mundo mismo. 

Llegamos a un mundo constituido lingüísticamente que nos ha precedido y que configura nuestra ser por medio de los diversos procesos sociales de subjetivación. Cualquier ilusión de un sujeto autónomo y soberano, no sólo se ha desplomado por las consideraciones de los filósofos de la sospecha Marx, Nietzsche o Freud, sino también por el giro lingüístico de la filosofía del último siglo, de la cual Cassirer, Wittgenstein y Heidegger fueron precursores. Todo “Pienso, luego soy”, principio cartesiano y soberano de la modernidad inicial, supone el lenguaje, y no sólo en razón de que para expresar tal frase hace falta la palabra, sino en la dirección de que para pensarla también resulta imprescindible. Así, el mundo constituido lingüísticamente precede y configura a nuestro yo. Algo que faltó en la no tan solitaria meditación de Descartes.

El sujeto mismo al que nos referimos aludiendo a mujer, hombre o sexodiverso, el yo que somos, ha de entenderse en gran medida como constituido desde discursos, textos direccionados con un sentido determinado. Es el yo en cuanto que identidad de la autoconciencia un texto de textos, un entrelazado de discursos inacabados, no siempre coherentes, a veces contradictorios. Soy lo que he llegado a ser a partir de una continua relación con otros yoes, complejos intertextuales cada uno. Hemos de entender el yo y el sujeto como un resultado de un complejo entramado, un punto tensado entre muchos hilos, antes que como una voluntad productora autoconsciente. 

¿Quién eres tú? La respuesta propia del principio de identidad de la lógica formal a esta pregunta resulta insuficiente: tú eres igual a ti mismo como “A” = “A”. Esta identidad intuitiva no nos satisface. Para decirme quién eres necesitas contarte, narrarte, presentarte. Relatarás tu identidad relacionando hechos, acontecimientos y conceptos. Dirás yo nací en tal sitio, soy hijo de tales padres, estudié esto o aquello, trabajo en tal cosa y antes lo hice en otra, me gustan los animales, o quizás no. Para decirlo con Ricoeur, la identidad personal no es “idem” (lógica formal) sino “ipso” (narrada). Y cuando haya malestar psicológico requeriré narrarme ante el terapeuta y reconstruir mi relato de ser posible. Esto dicho para la identidad personal se extiende a las identidades colectivas como pueblo, ciudad, nación, banda y pare usted de contar.

Dicho lo dicho cabe preguntarse por la validez del adagio de que una imagen vale más que mil palabras, pues para que valga ha de contarse dicho valor, interpretarse en el marco de un contexto. No obstante, más allá de ello, cabe invertir esta pretendida máxima y decir “mil palabras valen más que una imagen”, pues las combinaciones de mil palabras dan lugar a millones de imágenes. No hay imagen que no pase por la palabra. La imagen es ya palabra. Quede claro la concepción ostensiva de lenguaje que aquí se sustenta. Nuestra cultura occidental ocularcéntrica resulta, muy en el fondo, y como cualquier otra cultura lingüisticocéntrica. 

Kant afirmó adecuadamente que la metafísica gira sobre tres temas: la creación, el cosmos y el alma. Llegamos al punto en que nuestro mundo (cosmos) y nuestro yo (alma), así como todo pensar y hasta la vida humana misma, están constituidos por el lenguaje. No se entienda mal. No estamos comprometidos con una visión panlingüística. El lenguaje se queda corto para todo lo que quisiéramos decir, es más, a veces la palabra disponible limita, se presta a confusión. Pero el lenguaje, al igual que toda estructura, habilita a la par que limita. De nuevo, qué mejor ejemplo que la poesía, la literatura, las artes. Un mundo humano ha surgido desde, por y con los lenguajes. De esta manera, al decir que el lenguaje constituye nuestra realidad queremos afirmar el mundo que emerge a partir del mismo al igual que afirmar que aquello que denominamos realidad además de tener una dimensión física tiene para nosotros una dimensión simbólica, tal como ya apreciamos con el caso de nuestra amiga la tarántula Goliath. La ciencia, nuestra forma de conocer la realidad, también ilustra lo dicho. Ya hace más de medio siglo que se zanjó la discusión del papel que juegan los datos y la teoría en la ciencia, y se zanjó a favor de la teoría, pues sin ella no hay datos. Estos siempre son una selección, un recorte del mundo a partir de los discursos conjeturales del quehacer científico. ¿Qué es el cosmos? ¿Cómo se originó? Sobre ello los datos informan algo pero siempre muy poco. Responder estas cuestiones pasa por elaborar conjeturas como el Big Bang o la que sea. Con relación al alma, al yo, ya hemos dicho que nuestra identidad personal contiene esencialmente una narrativa.

Igualmente Kant entendió la filosofía como la interminable aventura humana por responder las preguntas vitales, a saber: ¿qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? Para el filósofo de Königsberg todas apuntan a la cuestión central ¿quién soy yo? Preguntamos y respondemos mediante la palabra. Los lenguajes abren o cierran las respuestas, y al hacerlo abren o cierran las prácticas humanas con sus consecuencias sociales, económicas, políticas. Hoy hay cierta moda de criticar el lenguaje políticamente correcto, aquel cuya base descansa sobre las inclusiones étnicas, ideológicas, de identidades de género y muchas otras. Para esta moda el lenguaje inclusivo del que hablamos es también una moda, y una muy hipócrita. Y no le falta cierto grado de verdad a esta acusación pues no pocos emplean este habla sólo para “quedar bien”. Empero, la hipocresía, si creemos en lo que nos dice una larga línea de pensamiento que atraviesa por Baltasar Gracián y llega hasta Erving Goffman, no carece de una razón de ser. De seguro resulta mejor que la guerra y el exterminio de los no tolerados. Por consiguiente, creo que cabe pensar preferible el lenguaje inclusivo al de los nazis o los de cualquier otra ortodoxia que se sienta dueña de la verdad y de la historia, cualquier otra ortodoxia dispuesta a implementar su propia inquisición.

El tema del poder del lenguaje no se agota. Se extiende por doquier y en las formas más diversas, es rizomático como la vida. La palabra llama, trae a la presencia lo ausente, como aquella mínima jirafa del comienzo. Pero también al llamar distrae, entretiene, llama la atención sobre algo y oculta, queriendo o sin querer, lo no llamado. Silencia, y ello es inevitable, pertenece a su naturaleza del llamar.

¿Qué devela y oculta, qué silencia de este mundo nuestra narración y tu narrar? ¿Podemos contarnos de otra manera? ¿Cuál sería la mejor forma de hacerlo? ¿Por qué? Preguntas para seguir pensando mientras se camina o se degusta un café, un té, una cerveza…

Publicado originalmente en el por tal Aporrea el viernes 25 de abril de 2025: Artículo

viernes, 18 de abril de 2025

Simón Rodríguez y Pedro Camejo: Dos proyectos de país

Javier B. Seoane C.


Simón Rodríguez y Pedro Camejo son dos manifestaciones diversas y hasta contradictorias de nuestro género humano, uno el educador insigne, el otro un bravío guerrero sin mayor educación, un excluido de su tiempo. Pero no nos referimos a esos valiosos personajes de nuestra historia nacional sino a dos urbanizaciones de la ciudad de Caracas que llevan sus respectivos nombres. Al pie de nuestra montaña ambas urbanizaciones están cara a cara, frente a frente, basta cruzar una calle para pasar de una a la otra. Quizás signadas por sus nombres también se nos presentan como dos manifestaciones de proyectos de ciudad y de país, dos expresiones arquitectónicas y urbanísticas bien diferentes y hasta contradictorias en muchos aspectos.

La construcción de Pedro Camejo inició en 1951 a cargo del extinto Banco Obrero. Se proyectaron bajo el diseño de Carlos Raúl Villanueva y Carlos Celis Cepero cincuenta bloques casi todos de cuatro pisos con dos apartamentos amplios por piso, con vistosas y frescas escaleras exteriores rodeadas de extensos jardines que van descendiendo de nuestro Ávila al sur en formas de terrazas. Un total de 720 apartamentos se construyeron. En el seno de la urbanización se hicieron parques infantiles, un preescolar, ordenados estacionamientos, comercios y varios espacios comunales para todos los grupos etarios y el esparcimiento familiar, lo que era bastante adelantado para su tiempo y seguía las pautas de las naciones unidas para facilitar la vida social en complejos de viviendas. Se buscaba atender el problema de la vivienda para la clase obrera en una Caracas que comenzaba a crecer demográficamente a gran velocidad. Al igual que en la Ciudad Universitaria, los bloques fueron ubicados en direcciones que favorecen la luminosidad y las corrientes de aire, por lo que hoy cuando la crisis ambiental nos acecha siguen siendo viviendas bastante actuales por ecológicas. No faltaron tampoco las bellas artes que tanto humanizan dignamente nuestros espacios. Mateo Manaure y Carlos González Bogen diseñaron obras para la urbanización y el mobiliario para los apartamentos.

Pedro Camejo da por su lado oeste con San Bernardino, pero como suele pasar en nuestra Caracas, un acceso vial a la Cota Mil (Avenida Boyacá) hace muy difícil transitar entre ambas urbanizaciones. Así sus diferencias sociales, San Bernardino no fue creado para la clase obrera sino más bien para los gerentes empresariales, quedan aún más marcadas por el abismo de cemento que les sirve de frontera para beneficiar a los carros de un país con gasolina barata. Más allá de las distinciones sociales y de la selva de cemento que por doquiera fractura nuestra vida citadina, Pedro Camejo resulta contemporánea de otras urbanizaciones caraqueñas de poca densidad poblacional y bastante proclives para el encuentro comunitario, como por ejemplo Los Caobos, Las Acacias, Los Chaguaramos, Santa Mónica, Valle Arriba o la Simón Bolívar de Catia. Todas urbanizaciones de fácil recuperación. Por el este da con Simón Rodríguez, cuyos superbloques fueron iniciados hacia finales de 1952 cuando ya estaba concluida gran parte de Pedro Camejo. Se puede decir que en el transcurso de apenas un año cambió el concepto de la vivienda para la clase obrera, un cambio que va de la baja y mediana densidad demográfica, con muchos espacios comunales, a un concepto de mayor concentración poblacional y con espacios comunales relativamente menores, se pasó de las recomendaciones la ONU-Habitat a los grandes edificios cuadriculados de Le Corbusier. También en lo político hubo transformaciones. En 1952 ya Pérez Jiménez se ha establecido sólidamente en el poder y comienza a impulsar su nuevo ideal nacional de corte positivista y desarrollista. Seguirá en esos años la concentración industrial en Caracas y las migraciones del interior del país a la capital se incrementan junto con inmigrantes de otras latitudes.

La construcción de la primera etapa de Simón Rodríguez concluye en 1957. La segunda parte no inicia, la dictadura cae y la nueva administración no continúa las obras. Los terrenos para esta segunda etapa terminan siendo invadidos y se forma allí el Barrio de Pinto Salinas. Carlos Raúl Villanueva, siempre experimentando con distintos modelos, desarrolla el diseño junto con José Manuel Mijares. Ocho gigantescos bloques de quince pisos y 1380 apartamentos componen el complejo. Debido al tamaño se crearon preescolares, guardería, una escuela, locales comerciales, mercado, cine, áreas verdes, largos estacionamientos y una iglesia. En apenas esas ocho edificaciones Simón Rodríguez casi duplica en viviendas a los cincuenta pequeños bloques de Pedro Camejo. Contemporánea más bien de urbanizaciones como el 23 de enero (2 de diciembre para Pérez Jiménez) o Propatria, Simón Rodríguez responde a un concepto de viviendas masivas que años después se reproducirá en Parque Central si bien para una clientela más de clase media profesional.

Frente a frente, separados por una pequeña calle, Pedro Camejo y Simón Rodríguez son dos conceptos sociológicos de país muy distintos. Uno, el que pudo ser y no fue, el de Pedro Camejo, se vincula con una ciudad más comunitaria y de mediana escala, nunca una metrópolis, con un país con mayores equilibrios demográficos, descentrado y probablemente por ello descentralizado, con otras ciudades prósperas que surgirían como “siembra de la renta petrolera”. Con separación de clases sociales pero con un tratamiento digno para el sector obrero. Pedro Camejo pareciera pertenecer más a la Venezuela de los años treinta e inicios de los cuarenta del siglo pasado que a los cincuenta de los megaproyectos perezjimenistas. En este sentido, puede decirse que es gratamente anacrónico. En cambio Simón Rodríguez proyecta una gran ciudad, muy poblada, con miles y miles de trabajadores concentrados entre la construcción y un sector industrial en los márgenes de la capital cuando no en el centro de la misma. Simón Rodríguez pertenece a un tiempo de concentración de la riqueza en nuestra ciudad, concordante con la centralización política y económica, concentración y centralización que afectará al despoblamiento del resto de nuestra amplia tierra venezolana. Nos recuerda a otros casos como aquellas grandes edificaciones que fueron nuestros cines construidos a inicios de la década de los cincuenta, como por ejemplo el magnífico Cine “La Castellana” que apenas duró poco más de un cuarto de siglo o el Cine “Lido” con más o menos el mismo tiempo de vida, edificaciones magníficas que por el incremento de la renta de la tierra derivada de la concentración señalada fueron derribadas para construir sendos Centros Comerciales con centenares de comercios y decenas de microsalas cinematográficas. Como escribió Cabrujas, Caracas podría explicarse haciendo una arqueología de la demolición. También el país ha sido demolido más de una vez, aunque por otras razones. Demoliciones que debilitan las querencias e identidades de las viejas generaciones y hacen aún más de nuestra tierra una tierra de inquilinos en el sentido de aquellos que están más de paso que para quedarse. Reivindiquemos el contacto y la calidez humana que emerge de proyectos como Pedro Camejo, tratemos de recuperarlos y de multiplicarlos. La vida es en gran medida un compartir.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 18 de abril de 2025: Artículo

viernes, 11 de abril de 2025

Las peligrosas ciencias

Javier B. Seoane C.

El ser humano que somos tiene que dar sentido a su mundo. A diferencia del resto de los animales, nuestras carencias biológicas de instintos y aparatos sensoperceptivos especializados nos obligan a cartografiar el mundo. Precisamente la cultura como universo simbólico constituye ese mapa que nos permite identificar lo comestible de lo no comestible, o el cómo reproducirnos y desarrollar nuestra sexualidad. Las sociedades animales que conocemos, están, en gran medida, programadas genéticamente. Nuestra sociedad humana tiene que darse sus propias reglas. A falta de una programación genética debe poner en juego, para sobrevivir, una programación cultural. Por todo ello, el sentido del mundo resulta una condición tan vital como respirar, tan vital que damos la vida por defenderlo como lo muestran la inmensa cantidad de personas que han muerto defendiendo sus creencias, ideas o un símbolo como una cruz o una bandera.

El sentido del mundo se da por varias vías cognoscitivas: mitos, arte, filosofía, poesía, religión, literatura, ciencia. Cada una con sus diferencias, pero todas buscando otorgar sentido a la realidad. Fundamentalmente la ciencia moderna se encamina al “know how" (saber cómo), más que al “know what" (saber qué). Pero, y como ya señaló hace casi cien años Werner Heisenberg, su “know how” parte de una imagen de la naturaleza, en gran medida una imagen arbitraria, dependiente de funciones culturales. La imagen de Aristóteles no es la de Galileo, la de Laplace no es la de Prigogine. La ciencia busca un “saber cómo” para dominar la naturaleza, pero para proceder demanda antes una imagen sobre esa naturaleza, imagen a veces más ecológica, a veces más hostil. Desde esa imagen constituye su mirada y desde ésta selecciona lo que resulta un dato relevante.

El reconocimiento de esta diversidad inherente a la práctica científica, diversidad conceptual, teórica e imaginaria, conduce a una demanda ética de apertura hacia la otredad, hacia la inter y transdisciplinariedad de los saberes y hacia la pluriparadigmaticidad de estos. Incluso, si damos un paso adicional hay otras implicaciones mucho más serias, pues, adoptar un marco conceptual no es sólo una decisión estética, de gusto y persuasión, sino también es adoptar una práctica, una forma de tratar con el objeto (muchas veces un sujeto) de esa adopción teórica. Y esto último resulta para quienes venimos del campo de las ciencias sociales lo más importante y contundente.

Dijimos arriba que hay imágenes de la ciencia más o menos ecológicas. Con estas imágenes o representaciones construimos teorías pero también manipulamos la naturaleza y la ponemos a nuestro servicio, a veces conservándola, a veces destruyéndola. Igual acontece con las imágenes antropológicas que hay en la ciencia, es decir, las imágenes de la mujer y del hombre. Por ejemplo, la imagen determinista de Laplace niega la libertad humana y facilita manipulaciones en función de la dominación política sobre el hombre. La psicología conductista clásica también sirve de ejemplo. El científico tiene, a mi juicio, el deber moral de reconocer que al adoptar un marco conceptual está adoptando también una práctica hacia lo conceptualizado. Se trata, sin duda, de una ética de la responsabilidad, de un reclamo que alerta que la teoría resulta ya, en sí misma, acción.

En este aspecto las ciencias humanas y sociales se vuelven tan o más peligrosas que las naturales. Si estas puede llegar a producir bombas atómicas y otras más poderosas, aquellas producen políticas públicas, educativas y económicas que también pueden acabar con miles de vidas en nombre de un presunto desarrollo. No cabe duda de que los conocimientos de estas ciencias resultan un arsenal para el quehacer político y económico. Siempre se podrá argüir que no se puede responsabilizar al científico por los usos que se hace de los conocimientos que produce, y en cierto sentido se puede decir que ello es cierto. Mas, dadas las consideraciones ya comentadas, el científico resulta responsable de mantenerse abierto a la diversidad teórica y ser consciente de las consecuencias prácticas antropológicas, éticas, políticas probables que se desprenden de sus adopciones conceptuales. Si el científico asume estas responsabilidades, en su ya de por sí difícil labor, seguramente se convertirá en un gran promotor de la vida democrática y de la paz humanas.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 11 de abril de 2025: Artículo

viernes, 4 de abril de 2025

Humboldt y el despertar de la cuestión ecológica en su visita a Venezuela


Javier B. Seoane C.

Al menos desde los escritos de Max Weber (1864-1920) se ha caracterizado con frecuencia a la racionalidad distintiva que rige a la cultura occidental moderna en la formación de sus instituciones y en su relación con los entornos naturales y culturales como una racionalidad orientada a fines, de carácter formal, que mediante cálculo evalúa a partir de criterios de eficacia y eficiencia los medios más adecuados para la consecución de un fin viable en el sentido de potencialmente realizable. No se trata, para seguir con el lenguaje de Weber, de una racionalidad material, orientada por valores éticos o estéticos, como la justicia, el bien y la belleza, sino de una racionalidad técnica que, más bien, relega a estos valores trascendentales al terreno de las decisiones subjetivas no racionales. Se puede decir que el mejor paradigma de la racionalidad moderna, racionalidad técnica e instrumental, es la racionalidad de la empresa capitalista. La razón ilustrada de esta racionalidad formal es para Weber una razón desencantadora del mundo, que comprende nuestros entornos como medios sometidos a la técnica de un sujeto humano soberano. Años más tarde, siguiendo este concepto de racionalidad del sociólogo y economista de Erfurt, Max Horkheimer acuñó el sintagma de “razón instrumental” para definirlo con mayor precisión terminológica. Horkheimer y la primera generación de la llamada “Escuela de Frankfurt” ampliaron está concepción weberiana para concentrarse en el problema de nuestra relación con la naturaleza. Para estos pensadores, la racionalidad occidental se constituye como una lógica de dominio técnico sobre la naturaleza con las consecuencias negativas de la objetivación de la vida no humana, y finalmente de la humana también, que mutila una comprensión más amplia en lo ético, estético y político de nuestro mundo y vida. Se trata, así, de una razón y racionalidad cosificadoras de la naturaleza y de las relaciones intersubjetivas con perversas consecuencias para el despliegue de la vida en el planeta. Si bien Weber y los pensadores de Frankfurt, entre otros, conceptualizaron este fenómeno de la racionalidad occidental, cabe remontarse a la disputa entre la ilustración y el romanticismo, particularmente a la disputa dada en el terreno alemán, como uno de los capítulos iniciales en torno a nuestra concepción de la naturaleza. Las grandes figuras literarias y filosóficas de la época participaron de esta confrontación que se expresaba en la concepción sostenida por unos y otros en torno a la naturaleza. Reconocidas son las tesis de Goethe o de la filosofía de la naturaleza de filósofos como Schelling, tesis que impugnan la visión instrumentalista y cosificadora de la naturaleza para elevar a esta a una totalidad omniabarcante que ha de considerarse como sujeto, nunca como mero objeto. Para decirlo con Schelling, los humanos somos la autoconciencia de la naturaleza; en nuestras ciencias, artes y filosofía más reflexivamente desarrolladas se supera (en el sentido de aufheben, superar-conservando) la alienación entre nosotros y la naturaleza —entre el yo y el cosmos. Con esta conciencia —autoconciencia de la naturaleza que somos y a la que pertenecemos— ha de emerger una relación más armónica en nuestras vidas y entornos, ampliando más allá de lo técnico nuestra visión del ser del mundo, del sentido de nuestra existencia. 

Con lo esbozado llegamos a lo que consideramos dos representaciones matriciales en torno a la naturaleza: una como objeto y otra como sujeto. La racionalidad técnica propia de nuestros sistemas económicos modernos tiende a la primera, a la objetivación, a la cosificación podría decirse, la racionalidad ecologista a la segunda. Con relación a esta discusión, tan presente hoy cuando nos planteamos la necesidad de cambiar nuestras prácticas socioculturales occidentales para preservar el futuro de la vida en el planeta, para respetar los derechos de la tercera generación, para que no continúe la aniquilación de la maravillosa biodiversidad existente, nos preguntamos, ¿se mantiene actual la obra de Alexander von Humboldt en lo que refiere a las discusiones recientes en torno a nuestra relación con la naturaleza? ¿Puede decirnos Humboldt algo en cuanto a la agenda mundial que hoy sostenemos sobre el cambio climático? ¿Sobre la necesidad de repensar el desarrollo tecnoeconómico en clave de un desarrollo sustentable? ¿Sobre la crítica de la razón moderna como una razón instrumental absolutizada como razón única?

Consideremos la obra de Humboldt desde dos líneas dialógicas, sin menoscabo de otras posibles en su obra. Una de estas líneas marcha en el despliegue de los tres tiempos verbales. Y es que conocida la actitud siempre abierta a la diversidad natural de Humboldt poco se sabe de su misma apertura ante la pluralidad de las manifestaciones humanas, actitud que lo llevó incluso a convertirse en un crítico del esclavismo y en defensor de causas emancipadoras y liberales, manteniendo largos lazos de amistad con Simón Bolívar o Andrés Bello. Ciertamente fue Humboldt un detallista recopilador de especies botánicas y animales, descubridor de no pocas de las mismas que conocemos hoy. Según un reconocido experto de su obra, Frank Holl, fue también un precursor en el entendimiento del cambio climático. En su estadía en Venezuela visitó en una oportunidad el Lago de Valencia. Allí los lugareños le comentaron que el lago se había ido secando con el tiempo. Humboldt estudió el problema y llegó a la conclusión de que la tala de los bosques en sus riberas por las comunidades humanas había aumentado la temperatura de la zona contribuyendo al cambio climático y afectando gravemente el nivel del agua. Así, puede decirse sin exagerar que la reflexión del fenómeno del calentamiento por nuestra intervención en el planeta comenzó en nuestro querido y maltratado Lago de Valencia. Pero también la visita a Venezuela contribuyó a sus estudios de los pueblos americanos originarios, por lo que también puede considerarse a Humboldt precursor de la etnografía moderna. Cientos de sus páginas están consagradas a acuciosas observaciones sobre las costumbres de los pueblos que conoció. Así, con estas consideraciones y el esbozo previo sobre las representaciones de la naturaleza, proponemos como una posible línea de reflexión el tema de los aportes humboldtianos a la comprensión de la naturaleza e incluso a la comprensión de la diversidad cultural humana como parte de esa diversidad natural, de esa biodiversidad en el sentido amplio de “bio”, aportes que seguramente lo distancian de sus antecesores y que proyectan su obra hasta nuestro tiempo. Sin duda, su visita a Venezuela jugó un papel relevante en sus propuestas. ¿Estaría usted de acuerdo con esta tesis sobre la actualidad de Humboldt en torno a la comprensión, e incluso el reconocimiento de la diversidad humana? ¿Podría dialogar hoy Humboldt con nuestras formas contemporáneas de entender el ethos pluralista del ideal democrático? ¿Nos puede decir algo en clave ético-política la obra de Humboldt?

Por otra parte, y a modo complementario de lo ya dicho, otra línea de reflexión que proponemos sobre la obra de Alexander von Humboldt estriba en la comparativa entre su concepción de la naturaleza y las concepciones de la naturaleza sostenidas por nuestras comunidades amerindias originarias. ¿Qué nexos y diferencias podemos encontrar entre las mismas? Más allá de ello, cabe hablar de una influencia de estas comunidades en su filosofía de la naturaleza. Esperamos que la obra humboldtiana que queremos recordar, que los valiosos textos de esa obra, sirvan de pre-texto, en el mejor sentido de la palabra, para un encuentro enriquecedor que dialogue sobre los desafíos que actualmente confronta la humanidad en su esfuerzo inteligente por desarrollar una vida más íntegra, lo menos destructiva posible, para sí y para los demás seres vivos que comparten con nosotros este planeta. En la era antropocénica (Paul Crutzen) los humanos somos la gran amenaza para la vida, pero también hemos producido los recursos espirituales para convertirnos en pastores de esa misma vida. La obra de Alexander de Humboldt es uno de esos recursos.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 4 de abril de 2025: Artículo