martes, 4 de septiembre de 2007

Sobre el suicidio en Émile Durkheim (1996)


¿Es el suicidio un fenómeno social? Pensamos que la pregunta es pertinente, sobre todo cuando hay una larga tradición en el campo de la psicología y la psiquiatría que ha relacionado los factores suicidógenos con aspectos vesánicos, genéticos y a veces hasta geográficos. Se ha dicho durante el siglo pasado que había que buscar el acto suicida en manifestaciones estrictamente individuales. También durante ese siglo surgió la perspectiva sociológica que hizo del suicidio un objeto para su propia reflexión. Entre los primeros textos clásicos de la sociología tenemos el elaborado por Émile Durkheim, titulado El suicidio. El mismo data de 1898 y después de toda una exquisita recopilación de datos estadísticos formula la tesis central de que el fenómeno suicida es un fenómeno básicamente social.

En la obra citada se presenta el suicidio no como un fenómeno individual, tal como se había estudiado tradicionalmente, sino como un hecho sociológico. Durkheim es categórico al afirmar que, “(…) si en lugar de no ver en ellos (los suicidios) más que acontecimientos particulares, aislados los unos de los otros, y que deben ser examinados con independencia, se considera el conjunto de los suicidios cometidos en una sociedad dada, durante una unidad de tiempo determinado, se comprueba que el total así obtenido no es una simple adición de unidades independientes, o una colección, sino que constituye por sí mismo un hecho nuevo y sui generis, que tiene su unidad y su individualidad, y como consecuencia, su naturaleza propia, y que además esta naturaleza es eminentemente social.” (E. Durkheim: El Suicidio, Akal, p. 8)

Tomando como punto de partida esta tesis sociológica del suicidio, y entendiendo a éste como aquel acto voluntario hacia la muerte que se hace con conocimiento de sus consecuencias, nuestro autor excluye el suicidio que cometen los enajenados mentales. Lo que interesa es entonces cómo evoluciona el suicidio consciente en relación con determinadas situaciones sociales. Para ello, Durkheim establece tres tipos ideales de la forma suicida y los relaciona con estados sociales concretos.

En primer lugar, nos habla de una modalidad denominada suicidio egoísta. Para tratar este tipo parte de la relación estadística que hay entre los casos de suicidio y las confesiones religiosas. Los resultados obtenidos establecen que los protestantes se suicidan cuatro veces más que los católicos, y estos a su vez lo hacen en mayor cantidad que los hebreos. Estas curvas estadísticas se mantienen a lo largo de extensos períodos de tiempo en los diferentes países de Europa y América del Norte. Durkheim explica la correlación diciéndonos que mientras el hebreo y el católico son credos sustentados sobre una rigurosa tradición, el protestantismo se caracteriza por el libre examen, por la libre interpretación y, por tanto, por un individualismo que no congenia con un fuerte espíritu de comunidad. El protestantismo, producto de la crisis de la tradición católica, cuenta con menos creencias y prácticas comunes. De aquí resulta que uno de los factores que parece impulsar al suicidio de este tipo es la fuerza o debilidad de las formas de integración social, es decir, el punto sería que los individuos tienden a decidir conscientemente acabar con sus vidas cuando no encuentran un lazo que los una con alguna sociedad, sea ésta política, familiar, religiosa, económica, etc. La persona, en esta situación, pierde el sentido de su vida al no poderlo articular con un sentido en la sociedad.

Al ponerlo en estos términos, Durkheim relaciona el origen del suicidio con la situación moral de la vida social que rodea al individuo. De hecho, sigue correlacionando la tasa de suicidios con otros factores ligados a los compromisos morales de los sujetos. Llega a determinar que el suicidio es mayor en los solteros que en los casados y en estos últimos mayor que en los casados con hijos. Y esta correlación se mantiene en el tiempo para diferentes países de occidente. La explicación durkheimiana consiste en que la existencia de núcleos familiares sólidos establece compromisos morales entre sus integrantes y le da un sentido a la vida de cada uno de estos. La vida colectiva adquiere fuerza y sus miembros se sienten parte importante en y por ella.

De aquí, fácilmente podemos llegar a otro eslabón en el razonamiento sociológico sobre el suicidio: éste guarda una estrecha relación con factores políticos y económicos. En términos estadísticos, la tasa de suicidio se incrementa progresivamente en sociedades en vías de desintegración. De facto, en el lado contrario, las guerras tienden a aglutinar a gran cantidad de individuos bajo el ideal de defensa de la patria, y es en estos momentos bélicos en donde generalmente encontramos una reducción de los suicidios. Igual ocurre en momentos inmediatos a una fuerte revolución política. En cambio, en épocas de depresión económica y de desempleo la estadística suicida tiende a aumentar. En estas situaciones el sujeto pierde su razón de ser para la colectividad porque a su vez la colectividad lo deja de lado. Es allí que no consigue mayor fundamento a su existencia que es, nos dice Durkheim, una existencia necesariamente social. En este sentido, vale acotar que, para la tradición sociológica, el sentido de la vida del individuo no se puede abstraer del sentido de la vida colectiva. Lo que el individuo es en sí mismo no es más que un reflejo de las condiciones sociales que lo rodean y lo han formado como tal. Se llega a ser persona no desde la nada sino desde la relación con los otros significativos.

En resumen, el suicidio egoísta insurge cuando el individuo no se identifica con la colectividad no encontrando tampoco en sí mismo un ideal que dé significado a su existencia. Sin embargo, con ello no queremos decir que todos los ideales sociales conducen a la integración societal del individuo. Puede que la organización social difunda un ideal que haga débiles los vínculos comunales. Éste sería el caso de nuestra sociedad de consumo. Y es en este marco que puede surgir otro tipo de suicidio que llamaremos, siguiendo la nomenclatura de Durkheim, suicidio anómico.

El estado anómico se caracteriza por una pérdida de sentido de los límites que un individuo puede tener en la satisfacción de sus necesidades. Robert Merton diría que el origen de la anomia radica en un desfase entre las metas culturales que imperan en una organización social y los medios institucionalizados existentes para satisfacer tales metas. La sociedad industrial de consumo viene a ser el prototipo de una sociedad fomentadora de anomia. En ella se difunde a todos sus miembros una meta que se refleja en un alto estándar de vida, rodeada de lujos y confort. Los medios publicitarios se encargan de que esa meta cultural llegue, se imponga y se retroalimente en todos los sectores sociales. No obstante, la estructura de la sociedad no dispone de medios legales para que cada miembro pueda satisfacer ese modelo de vida. Así, el individuo medio se ve condicionado por un sistema que le vende cada vez nuevas mercancías y modelos pero que, o no puede satisfacer o si efectivamente puede hacerlo termina no reconociendo los límites de sus posibilidades reales. De aquí que el sujeto se torna anómico y propende a manifestar conductas delictivas o autodestructivas, como puede ser el consumo indiscriminado de estupefacientes o el mismo suicidio.

Para que el individuo pueda sobreponerse a ese bombardeo constante del consumo conspicuo elevado a valor cultural requerirá de una “personalidad fuerte” que le haga resistencia a esas metas culturales. Por “personalidad fuerte” entendemos a aquel individuo que ha sido formado de tal modo que puede ejercer un pensamiento reflexivo para tomar distancia de lo que se le ofrece en lo inmediato. Se trata de un sujeto crítico, selectivo y capaz de elaborar un proyecto de vida que le otorgue identidad personal. Todo ello supone que el individuo ha estado rodeado por unos agentes socializadores que, actuando coherentemente en cuanto a un fin moral, han procurado esa formación personal. Empero, el mismo principio de actuación de la sociedad industrial de consumo tiene como consecuencia la destrucción de esa posibilidad al reducir considerablemente la capacidad performativa de agentes como la familia nuclear tradicional o la escuela. El sujeto, abandonado en gran medida por estos agentes, queda a expensas de otros electrónicos que lo saturan de estímulos y no le proporcionan modelos coherentes. Por todos estos puntos el tipo societal en que vivimos alimenta constantemente el comportamiento anómico.

Tanto el suicidio egoísta como el anómico son los predominantes en nuestras sociedades. Durkheim expone un tercer modelo de suicidio al que denomina altruista. Éste acontece cuando la individualidad está eclipsada por la comunidad. Es un tipo opuesto a los anteriores. Se da en sociedades o grupos fuertemente integrados en donde el individuo está en función de la colectividad. Un ejemplo lo constituyen los kamikaze japoneses durante la segunda guerra mundial. Como se sabe, estos individuos, una vez que se acababan las municiones de su bombardero, dirigían el mismo contra las naves enemigas para estrellarlo con plena conciencia. Su acto suicida se consideraba un honor para preservar el Imperio del Sol. Se hacía, inclusive, toda una ceremonia a los seleccionados, mientras que muchos de los que no lo habían sido se sentían compungidos. El suicidio altruista responde a la necesidad de salvar el grupo por encima de todo.

Por supuesto que éste no es el suicidio más común en nuestras sociedades. Aquí, por el contrario, y como ya se ha expuesto, predomina la anomia y el egoísmo, es decir, la ruptura del individuo con los valores que exaltan al grupo. En este sentido, Durkheim, como gran parte de la teoría sociológica contemporánea, concluye que las tendencias suicidógenas aumentarán progresivamente en el modelo social instaurado en el occidente contemporáneo. Esta visión sociológica del suicidio puede ser también extraída desde algunas premisas de las teorías de Marx y Simmel.

De acuerdo con Marx, una de las características más resaltantes de la sociedad capitalista es la alienación del hombre. Este concepto se hace presente tanto en sus escritos de juventud como en los de madurez. En estos últimos, si bien el término alienación no aparece se conserva el concepto cuando hace referencia al fetichismo de la mercancía, fetichismo caracterizado por el carácter reificante que toman los objetos e instituciones de la vida social frente al individuo. Nos dice Marx que la alienación se manifiesta como un incómodo estado psicológico de autoextrañamiento. El hombre no se identifica ni con sus obras ni con sus semejantes pues se le presentan como entes ajenos que le imponen su voluntad. En la mayoría de los casos el individuo no realiza el trabajo que quiere realizar sino el que le es posible llevar a cabo para poder sobrevivir. Igualmente, las relaciones que entabla con sus congéneres están mediadas por el interés de la autoconservación y por el juego de roles preestablecidos socialmente. La familia, la pareja y la amistad tienden a sucumbir frente a la forma mercantilista que se expande sobre todos los ámbitos humanos. Lo emotivo pierde terreno por la irracional racionalización de la vida social.

Ahora bien, si la alienación se manifiesta psicológicamente su origen descansa en la estructura social. No se trata de una manifestación vesánica. Es, en última instancia, el reflejo de una sociedad alienada y alienante en la que la existencia individual se torna desagradable. En estas circunstancias, el individuo puede perder el apego a la vida y decidir renunciar a ella, sobre todo cuando no encuentra mayor opción con sus congéneres para la transformación de la sociedad, cuando ve que el mundo se ha tornado en intransformable y desdichado.

En Georg Simmel también nos hallamos frente a un análisis parecido. Sus estudios sobre el individuo en la metrópolis nos conducen hacia una visión sociológica pesimista. En este respecto nos dice: “Los problemas más profundos de la vida moderna surgen de que los individuos pretendan conservar la autonomía e individualidad de su existencia frente a las arrolladoras fuerzas sociales, a la herencia histórica, a la cultura externa y a la técnica de la vida.” (Georg Simmel: “Metrópolis y vida mental” en La soledad del hombre, Monte Ávila, p. 101) El individuo se vuelve cada vez más dependiente de los demás mientras al mismo tiempo pierde su importancia para el orden estatuido que lo aplasta. Las formas administrativas de la burocracia, el desarrollo tecnológico que sobresatura de estímulos y la racionalización de la vida, dejan al sujeto sin la base emocional que podría hacer más soportable esta existencia. Así, el hombre se encuentra en el medio de una gran maquinaria social que puede prescindir de él y reemplazarlo fácilmente por otro, tal como un fusible fundido es reemplazable por otro fusible.

La vida metropolitana arrolla al individuo, quien para defenderse no le queda otra opción que volcarse en un severo racionalismo que aparta de sí toda la dimensión emocional de la existencia. La única forma de poder organizar la metrópolis es haciendo caso omiso de las particularidades individuales. El ritmo mecánico viene marcado por el reloj pulsera que pone a tono todas las actividades requeridas: desde el funcionamiento del metro hasta la hora del almuerzo, el café, el baño y las relaciones sexuales. Todo termina siendo encuadrado en espacios y tiempos mecánicos, pasando a ser la vida humana una vida administrada y una rutina mecanizada. Por todo ello, muchos individuos se hunden en el hastío. En palabras de Simmel podemos decir que, “La esencia de la actitud de hastío consiste en el embotamiento de la capacidad de discriminar. Esto no quiere decir que no se perciba a los objetos, como sucede con el imbécil, sino que el significado y los diferentes valores de las cosas, y por ende las cosas mismas, son percibidos como insustanciales. Le aparecen al hastiado en un tono igualmente gris y chato; ningún objeto exige preferencia sobre los demás.” (Op. cit., p. 107) Tal como nos expresa Marx, al decirnos que el valor de uso sucumbe ante el valor de cambio, podemos decir que en una sociedad racionalizada a su máximo grado toda relación personal se torna en una relación entre cosas indiferenciadas. El hombre deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio instrumentalizado. Lo exterior diluye, cuando no aniquila, la riqueza sensitiva de la vida interior.

Los espacios para la formación y expresión de la personalidad son absorbidos por el sistema social. En la terminología de Schutz y Habermas podríamos decir que el sistema conquista el mundo de la vida, lo afectivo sucumbe ante lo sistémico. La familia y los grupos de amigos son absorbidos por una sociedad de saturación tecnológica y económica. Y cuando logran un espacio para encontrarse, entonces los individuos están juntos sin estarlo: frente al televisor, la pantalla de cine, la drogadicción en grupo o la discoteca. Están juntos pero tienen muy poco que decirse, su proximidad es apenas física. Conviven en grandes edificaciones pero no conocen a sus vecinos, pues carecen del tiempo y de la disposición para ello. En comparación con la vida pueblerina, la vida urbana aparece como una vida fría y de neurasténicos. Por algo la tasa de suicidios es proporcionalmente cinco veces mayor en la ciudad que en el campo. En términos de Simmel una vez más: “El individuo se ha convertido en un mero engranaje, en una inmensa organización de cosas y poderes que arrancan de sus manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarles su forma subjetiva en la forma de una vida puramente objetiva. Es necesario subrayar simplemente que la metrópolis es el terreno genuino de esta cultura que crece más que la personalidad. En los edificios e instituciones educacionales, en las maravillas y adelantos de la tecnología espacial, en las estructuras de la vida comunitaria y en las instituciones visibles del Estado se muestra una totalidad tan sobrecogedora de espíritu cristalizado y despersonalizado que la personalidad, digamos así, no puede sostenerse frente a su impacto.” (Op. cit., p. 117) No es de extrañar que en estas circunstancias muchos individuos pierdan su apego a la existencia. Si la vida del hombre es esencialmente social, y si esa vida social se torna en hastío, entonces el sujeto puede llegar a considerar su propia existencia como algo totalmente intrascendente.

Vemos en Durkheim, Marx y Simmel un punto en común que remite a la pérdida de significación de la vida humana en la sociedad moderna. Sin duda, este consenso lo encontraríamos también en otros sociólogos de nuestro tiempo como Tönnies, Weber, el período intermedio de Parsons o Marcuse. Por el momento nos es imposible desarrollar estos pensamientos. En todo caso, lo que ellos nos dicen coincide en gran medida con lo que en la literatura nos han dicho Balzac, Tolstoi, Kafka, Orwell y Huxley. Esto es, muy grosso modo, que el individuo promedio de nuestra sociedad no vive por sí sino por las apariencias que son impuestas desde la socialización, y que en ese vivir fantasmagórico termina a veces por quebrarse su sentido de la existencia por el sinsentido de lo social.

En síntesis, el suicidio es una de las tantas manifestaciones de una vida social que se ha deshumanizado y que ya no deja espacios para la formación de una persona reflexiva y sólidamente moral. Frente a esta situación la mayor parte de los sociólogos se muestran pesimistas y en gran medida nostálgicos por la unidad perdida. La muerte anunciada de una formación social anuncia la muerte voluntaria de muchos de sus integrantes que ya no encuentran sentido a una existencia cuyo fin radica en la otredad. Se salvaguardarán aquellos que tengan una personalidad fuertemente definida, o aquellos que puedan autoengañarse efectivamente, o aquellos que puedan encontrar un grupo humano que les permita desarrollar su dimensión emotiva. De lo contrario, las crecientes tendencias al suicidio marcarán el suicidio de la sociedad misma. También en esto la teoría sociológica es pesimista, y no le falta razón para serlo. Pero, y para terminar, es preciso recordar que la esencia del pesimismo es despertar las conciencias para la movilización recreativa del mundo.

Javier B. Seoane C.
Caracas, abril de 1996
Inédito

1 comentario:

Ivone Zarate dijo...

Gracias por el analisis sobre anomia y el suicidio. Vivo en Japón y me llama mucho la atención la cantidad de suicidios de personas entre 15 y 35 años que es altisima aqui,
Saludos desde Tokio