martes, 4 de septiembre de 2007

Educación para la democracia

Partimos de la idea de que el fin último de la educación es la emancipación. El término latino emancipatio guarda como una de sus acepciones a la acción en que el adolescente, ya pleno de sus facultades y concluido su proceso básico de educación, se separa del hogar y de la autoridad de sus preceptores. En el fondo, el ideal que subyace a esta concepción de la educación como emancipación es el de la autonomía individual, la cual, en tanto que resultado de la educación sólo se puede entender como resultado de las relaciones que se establecen socialmente en un momento histórico determinado. En otras palabras, la emancipación del individuo pasa necesariamente por la emancipación de la vida social.

En estas jornadas nos hemos propuesto reflexionar colectivamente acerca de la educación en valores y, especialmente en lo que a mi persona toca, de la educación en valores democráticos. Creo que el momento resulta de lo más oportuno para ello. Los avatares de la historia reciente del país nos reclaman repensarnos como sociedad que se pretende democrática, y decimos “pretende” puesto que las conductas asumidas por algunos actores del gobierno y de la llamada oposición se manifiestan como claramente intolerantes. Sin embargo, no he venido aquí ante ustedes para expresar mis opiniones políticas, sino para ofrecer una interpretación, una alternativa de sentido explicativo, sobre el porqué nuestra democracia se presenta tan débil. Al menos de esa hipótesis partimos y para articularla seguiremos la siguiente línea: 1) plantearemos, grosso modo, dos formas de concebir la democracia; 2) estableceremos sucintamente la relación vital que toda vida democrática guarda con los procesos educativos, escolares o no, sobre todo a la luz de la formación de capitales culturales y sociales; y, 3) concluiremos con algunas consideraciones críticas sobre la educación y democracia que, según nuestra percepción de la cuestión, efectivamente tenemos. Como el tiempo apremia, dejemos de lado el preámbulo y entremos en materia de una vez.

1. Dos formas de concebir la democracia



Nuestro sistema educativo está constituido a partir de los criterios de esa pedagogía positivista. Las horas dedicadas en nuestra escuela básica a las matemáticas, la biología, la gramática castellana e inglesa, duplican a las horas dedicadas a la educación ciudadana, ética y estética. Estas últimas, enseñadas desde la pura retórica y de modo heterónomo, sin ninguna relación práctica con la vida escolar y diaria del alumno, terminan siendo consideradas por éste como mera “habladera de gamelote”, algo totalmente inútil en un mundo gobernado por los principios del “cambalache”.

No obstante, la democracia, la solidaridad, la amistad, la tan necesaria expresión estética, no son reductibles a principios abstractos y librescos, pues, antes que nada, ellas son posibles como actitudes de los individuos. Ellas sólo pueden aflorar en una educación actitudinal siempre estrechamente ligada a la acción social de los hombres y su circunmundo. En este sentido, creemos que nuestro sistema educativo es más una amenaza a estos valores que la consolidación de los mismos en cada uno de nuestros hombres. El carácter autoritario (expresado en la actitud de nuestros gobernantes, gerentes, policías, delincuentes, machistas, etc.) es en gran medida producto de nuestro sistema educativo: a pesar de que en los libros de cívica se instruya sobre las bondades de la democracia, nuestra escuela, su educación de contenidos y sus tendencias magistrocéntricas reproducen ese carácter despótico maltratando los aspectos más creativos y participativos de alumnos y maestros.

observamos que la mayoría de los estudiantes que recién ingresan a las “universidades” no se valen por sí mismos y simplemente se reducen a repetir textualmente lo que el libro o el profesor dice, el resultado de la escuela no parece ser muy alentador. Alienados como un rebaño de ovejas son totalmente dependientes de algún “pastor”, su comportamiento no difiere mucho del de un procesador de información.

Así, pretendiendo formar democrátas salen individuos prestos a acatar las órdenes del dictador de turno. No están ganados para “inmolarse por la democracia” porque han sido formados para seguir al señor donde quiera que éste los lleve. La medusa de esta paradoja consiste en la confusión entre educación de contenidos y educación actitudinal. Se piensa que es suficiente leer en clases el artículo cuarto de la Constitución y hablar acerca de lo ético del sufragio y el ejercicio de la libertad de expresión para enseñar la democracia. Pero la democracia además de enseñarla por medio del lenguaje es menester encarnarla en el salón de clases y en los patios de las escuelas, esto es, volverla carne, actitud habitual. Entonces el maestro renunciará al ejercicio del magistrocentrismo para abrir en una clase-recreo la participación de sus pequeños, sólo entonces la actitud democrática no será una asignatura confinada a una hora de clases a la semana, sino que ha de ser la actitud cotidiana de la vida escolar.

Para que la educación democrática se encarne requerimos renunciar al mito de que el maestro es el portador de la verdad. La democracia está asociada con la idea de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, siendo incompatible con la idea de que alguien es portador de la verdad absoluta. Se trata más bien de un juego de perspectivas individuales en las que debe haber posibilidad para el logro de acuerdos mínimos.

Pienso que la mejor manera de practicar una educación democrática pasa por presentar los problemas de nuestra vida social que ameriten el concurso de todos para la búsqueda de alguna solución tentativa. Se me dirá que los niños no están preparados para ejercer esa participación de modo racional, que ello generaría el caos en la educación y que finalmente sería muy perjudicial de cara a nuestros valores y al orden de nuestra sociedad. De hecho ya Foucault expresó alguna vez que el sistema correría un grave peligro si se dejaran escuchar las protestas de los niños en un maternal. Sin embargo, el problema es si nuestros valores efectivos y nuestro orden social son racionales, si realmente queremos conformar para nuestros niños un cálido hogar y mundo libre, o si todo esto no es más que mero populismo discursivo.

Obviamente los hombres no nacen preparados para el ejercicio de su autonomía, pero la finalidad de la educación es lograrlo. Para ello, en un mundo problemático como el nuestro es necesaria la práctica dialógica que reafirma la actitud democrática del hombre. Así, estoy seguro que hoy es preferible una escuela que antes de enseñar que es un batracio y ahogue a los muchachos en un difuso océano de contenidos, enseñe a leer bien y críticamente, enseñe a expresarse en la escritura y en la oratoria, una escuela que forme hombres para entrar en el diálogo humano con argumentos y que no cierren una conversación caprichosamente. Una escuela que nos dé las herramientas para no caer presos de la manipulación de la propaganda, aquellas mismas que nuestro sistema educativo enseña a los publicistas del mercado y la politiquería.

Sé que las condiciones para una real práctica democrática no están dadas. Nuestra sociedad está sumergida en el autoritarismo (desde la precaria familia, pasando por la escuela, hasta el gobierno), pero, desde aquí, desde este espacio que me brinda la prensa, deseo denunciar esta situación y hacer un llamado acerca de lo otro posible a todos aquellos que estén dispuestos a inmolarse en la rebelión por construir una educación para el futuro.

Uno de los aspectos más descuidado por quienes tienen la responsabilidad de llevar a cabo las reformas educativas es sin duda las relaciones sociales que se dan dentro del aula de clases. Allí nos encontramos en presencia de una microsociedad destinada a reproducir la macrosociedad. Sin obviar el papel primigenio del hogar en la socialización de los futuros hombres, queremos analizar sucintamente el fenómeno escolar en su unidad de grupo más fundamental.

Lo que se propugna como filosofía educativa de un Estado suele ser negado dentro del aula. Así, y siguiendo los planteamientos de Dewey, si proclamamos que nuestra sociedad es democrática es muy posible que en la mayoría de los salones de clase los ideales de la democracia sean negados por la práctica pedagógica. Nos encontraremos con salones ecológicamente antipáticos y repletos de alumnos, comandados por profesores agotados por exceso de trabajo y sin tiempo libre para su formación. Los pupitres individuales, pequeñas cárceles ortopédicas, aislarán a los jóvenes entre sí y darán a la vista del visitante todo un decorado de la libre competencia y de su consecuente aislamiento —también vale decir alienación— de los hombres entre sí.

El profesor llegará y reproduciendo lo que a él en su oportunidad le enseñaron, abrirá el libro de texto y repetirá y hará repetir lo que allí se dice. La Verdad es una y es la que descansa en el texto. La Verdad nunca es el producto del consenso y de la muy democrática búsqueda de soluciones a los problemas planteados por nuestra vida diaria. El muchacho, tras el consabido método de ensayo y error, aprenderá a poner en la evaluación lo que el texto dice sin aventurar nada más. Más temprano que tarde desarrollará su capacidad memorística y se acostumbrará a seguir al líder (el profesor) sin refutarlo. Y así, como en un cuento de hadas negativo, la bella democracia deviene en escandalosa dictadura y el aula en simple jaula.

El joven apreciará que por un lado va lo que se dice y por otro va lo que efectivamente ocurre. Entonces aprenderá que ésta es y ha sido siempre una sociedad del doble discurso, de la doble moral. Su ser hipócrita, anclado en lo social, aflorará y la historia volverá a repetirse, tal como se repite el disonante timbre de entrada y salida, tal como en el laberinto de la rata de laboratorio la campana anuncia que la comida está servida.

Y no obstante, esta condena del aula que presentamos no es necesariamente una condena ontológica, natural. Es algo que hemos creado los hombres que habitamos estas tierras. Por lo tanto, también es algo que podemos modificar en la medida que adquiramos la conciencia del problema y tengamos la disposición a superarla. Por qué no comenzar con reeducar y querer socialmente a los maestros que requieren reeducación y afecto; por qué no comenzar reemplazando esos pupitres —que recuerdan al garrote vil— por mesas de trabajo colectivo, donde las evaluaciones y los problemas del acontecer diario del aula puedan ser resueltos con el concurso de los grupos; por qué no comenzar con hacer del aula un lugar atractivo y hogareño, con colores que no recuerden al seguro social.

Javier B. Seoane C.
Caracas, julio de 1999