miércoles, 5 de septiembre de 2007

Cultura, organización y localidad (II) (1997)

En la entrega pasada tratamos de echar las bases teóricas del concepto de cultura que estamos manejando. Decíamos allí que ésta es el ecosistema propio de los hombres; que ella es una condición tan vital como la de alimentarse, es más, dimos a entender que la alimentación está mediada por la cultura. Expresamos que el hombre es un inadaptado natural y que únicamente por medio de la cultura podemos salir adelante. Ahora tocaremos el punto de cómo ordenamos nuestra vida social.

Ya vimos que a diferencia del resto de los animales sociales del zoo, nosotros no tenemos un comportamiento preprogramado. No somos obreros, soldados, fontaneros o ministros por naturaleza. Nuestros roles sociales no están predeterminados, y eso es precisamente lo que nos hace ser problemáticos. Requerimos de la colaboración del otro, pero para ello necesitamos que el otro consienta en colaborar. Sin duda esta aseveración es problemática. Alguien podría decir: la historia de la humanidad no se funda en consentimientos sino que es la historia de la dominación de unos hombres sobre otros, de la imposición de unos sobre otros por la fuerza. Y sin duda tal réplica no deja de tener razón. Pero, la cuestión es que ella no se opone a lo que venimos exponiendo: aún en la dialéctica del amo y el esclavo éste último consiente en ser dominado, bien sea porque es ignorante de su condición o porque tiene temor al costo de la liberación. Nadie ha dicho que el consentimiento es neutro, que se da entre dos o más voluntades sin ningún tipo de coerción.

Plantear el consentimiento, el contrato colectivo, como libre voluntad neutra de los participantes, no pasa de ser una mera abstracción. El individuo nunca precede a la sociedad, el individuo nace dentro de un marco social, es socializado dentro de los márgenes de ese marco. El consentimiento implica siempre la coerción de esa socialización. Me explico más concretamente: generalmente el niño se levanta temprano y asiste a la escuela por obligación; no se le da la oportunidad de elegir libremente. Y él, dependiente y débil, no le suele quedar mayor opción que asistir, que ceder ante las fuerzas coercitivas. Pero ese ceder es siempre un ceder de él, un dejarse elegir. Finalmente, puede negarse, aceptar el castigo, huir, enfrentar su situación y correr el riesgo que ello implique. Ésta ilustración desde la situación del niño es aplicable con mucha más razón al adulto, al obrero, a la secretaria. Hay en ellos, como diría Sartre, una libertad ontológica, una condena a la libertad, aunque no a la libertad absoluta sino a la libertad del libre albedrío, del escoger dentro de lo dado.

Lo que pasa es que la libertad del obrero de escoger ya no ser más obrero tiene un costo muy alto: tendrá que morirse de hambre o arriesgar la vida en el día a día delinquiendo. Puede hacerlo, pero finalmente arriesga demasiado, arriesga su propia vida. Así, desde la mera individualidad es muy difícil cambiar las cosas. Aquí es menester apelar una vez más a nuestra condición de seres sociales que es, en cierto sentido, apelar a la organización humana. Lo que no puede hacer el individuo solo lo puede hacer una fuerza social, una organización social. Y esta pasa por el intercambio simbólico, por la reunión para discutir las necesidades, las prioridades, y diseñar las estrategias pertinentes para satisfacerlas colectivamente.

La cultura nos enseña que no hay una organización natural. Ni el Estado efectivamente existente ni ninguna de las instituciones dadas son naturales. Por el contrario, son un producto de las relaciones entre los hombres, siempre perfectibles. Es menester comprender que el desarrollo armónico del hombre pasa por el desarrollo armónico de la comunidad a la que pertenece, y ésta sólo se desarrolla con la organización, con el convivir de cada uno de sus miembros.
Javier B. Seoane C.
Caracas, enero de 2007
Publicado en El Clarín de La Victoria (Aragua)

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