miércoles, 5 de septiembre de 2007

Cultura, organización y localidad (I) (1997)

Siempre que uno escribe sobre cultura no deja de tener cierto temor a este concepto. Y es que el mismo se usa en diversos sentidos. Desde la tradicional y omniabarcante definición de Herskovits según la cual “cultura” es todo lo que hace el hombre, hasta las definiciones más reduccionistas que asocian la cultura, según sea el caso, con las bellas artes o con el folklore, nos encontramos con infinidad de matices que hacen la discusión opaca si antes uno no explicita el sentido en que está usando el término. Por eso, antes que nada, es menester decirle al lector que consideraré el término cultura del siguiente modo: entenderé que ella es el ecosistema propio del hombre, es decir, que la cultura es para nosotros lo que el ecosistema polar es para el oso polar o el desierto para el dromedario. Sin cultura, sin mediación de un universo simbólico que nos sirva de mapa para orientarnos en la realidad, somos una especie muerte.

Biológicamente somos un fracaso de la naturaleza. Ninguna otra especie requiere tanto tiempo para ponerse a tono en sus capacidades y poder valerse por sí misma, llegar a ser relativamente autosuficiente. Carecemos de la agilidad de un primate, de la fuerza de un oso, de la audacia y las garras del tigre, de la velocidad del avestruz, de la vista del buitre, de las alas del águila, etc. Sueltos en la selva, como individuos aislados, no pasamos de ser una apetitosa carnada. Si caemos desde unos cuantos metros nos partimos los huesos. Nuestros aparatos sensitivos perciben mucho más allá de lo requerido para la autoconservación. Somos, como diría Arnold Gehlen, Sartre, Heidegger o Jaspers, seres abiertos al mundo.

Y esa apertura al mundo no nos hace biológicamente más perfectos. Por el contrario, el mundo del resto del zoo es siempre un mundo circunscrito, precisamente aquel mundo que requieren para cumplir sus funciones naturales. La garrapata sólo percibe un olor, el de su víctima, ¿para qué más? Nosotros en cambio percibimos una variedad inmensa de olores, de colores, de texturas, etc. Y esta pluralidad de percepciones, si no se ordenan en un mapa, nos confunden y se vuelven contra nosotros. Por otro lado, no podemos aislarnos, precisamos del otro, del próximo, del prójimo. Somos seres sociales, pero también aquí somos los seres sociales más imperfectos del mundo animal.

Las hormigas, las abejas, los lobos, son también seres sociales. Empero su sociabilidad no es problemática. Su organización social, los papeles que cumplen de cara a la colectividad, las estrategias de sobrevivencia, están inscritas en su naturaleza animal; su comportamiento es instintivo, mecánico. Tienen conductas fijas ante los estímulos que perciben. No es propio hablar allí de política de los lobos o de pedagogía de las abejas, de modo de producción o historia. En cambio, nosotros, animales precarios por naturaleza, sólo tenemos pulsiones, esto es, fuerzas biológicas que nos impelen a actuar. No es propio hablar para nosotros de instinto sexual, sino de pulsión sexual, pues carecemos de conductas fijas en materia de sexualidad. Por ello, podemos hacer una historia de la sexualidad. Igual pasa de cara a la alimentación y otras funciones biológicas. Tenemos que aprender a alimentarnos, a conducirnos sexualmente. Tenemos que organizarnos socialmente y siempre existen múltiples opciones para hacerlo, nunca una. Somos animales políticos.

No vemos que las hormigas obreras formen sindicatos o que las soldados deserten. No vemos que la abeja reina tenga que ser elegida o depuesta. A diferencia de esto, nuestro comportamiento social es problemático en sí mismo, nuestra apertura al mundo siempre nos da más de una opción de ser. Y para elegir una tenemos que llegar a acuerdos que sólo son posible si hay comunicación, siendo ésta una referencia hacia algo y nunca ese algo. La palabra “casa” no es la casa, es siempre una referencia a un conjunto de percepciones que unificamos bajo el concepto de casa.

Nuestro mundo no está circunscrito, es demasiado amplio. Así, desde la perspectiva biológica, hemos tenido que desarrollar otro universo distinto al efectivamente existente: el universo simbólico, el del lenguaje, el del pensamiento, el de la cultura. Ese universo es la expresión máxima de nuestra necesidad de ser seres sociales. Solos, aislados como la tortuga galápago, estamos muertos. La palabra ordena nuestras percepciones, nos permite comunicarnos y nos permite transformar la naturaleza para los fines de nuestra especie. Haga usted un ejercicio imaginario y borre de sí su lenguaje, ¿qué le queda? Sólo percepciones aisladas. De esta manera, creo que no nos es difícil decir que la cultura, ese universo simbólico expresado en libros, imágenes, palabras, etc., es un requisito sine qua non para la autoconservación de la especie. La cultura es lo que nos permitió salir adelante, es lo que completó nuestras carencias naturales y nos colocó en un lugar privilegiado del universo.

La cultura es nuestro ecosistema, pues nuestra imperfección nos lleva a ser unos desadaptados al mundo natural. Nuestra naturaleza sólo puede salir adelante como transformación de la naturaleza, como trabajo, como actividad creadora. Trabajo y comunicación, he ahí los aspectos centrales de toda antropología: necesitamos trabajar la naturaleza para extraer de ella los alimentos y vivir, y esto solamente lo podemos hacer en colaboración humana, esto es, por medio de la comunicación. Y si entendemos la cultura como universo simbólico y conjunto de técnicas, entonces quedará claro que ésta es una condición insoslayable para el hombre.
Javier B. Seoane C.
Caracas, Enero de 1997
Publicado en El Clarín de La Victoria (Aragua)

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