miércoles, 5 de septiembre de 2007

Azar y voluntad (1996)

En nuestro país cada día que pasa prolifera el juego. La tendencia es clara: las agencias de loterías se multiplican conjuntamente con los sorteos que se ofrecen, el “5 y 6” se realiza prácticamente a diario, el dominó y el truco (entre otros) se juegan cada día más en las puertas de las fábricas y en casa de los desocupados. Quienes juzgan con la tradicional moral del trabajo se “horrorizan” de la degradante situación. Y no es para menos en un país que se sabe improductivo, un país que poco aporta al “valor agregado”.

Gran parte de nuestra gente parece estar más pendiente del “numerito” para hoy que de laborar horas extras pensando en mañana. No obstante, es preciso alertar que en los “retenes” de las maternidades los bebés no están pendientes de “la línea” del domingo o de averiguar los “terminales” que se recomiendan para esta noche. La inclinación al juego de azar raramente pueda ser explicada por fuentes de la genética (por muy de moda que ésta esté). Nuestro “mal” es un mal sociocultural.

Cuando los fines culturales de la sociedad de consumo (léase: dinero, bienes, más dinero, más bienes, y así sucesivamente) son entronizados indiscriminadamente en el individuo por fuerza de la obturante repetición y las presiones sociales de grupo, cuando el individuo, una vez aprendidos “sus” fines, los busca incesantemente pero no encuentra los medios racionales adecuados para alcanzarlos, entonces opta por otras vías que le permitan alcanzarlos: vías ilegales (delinquir) o vías legales mas no racionales (la lotería y demás juegos de azar). Cuando el trabajo propio no vale nada o casi nada son otras cosas las que comienzan a valer.

El azar se impone allí donde la voluntad flaquea. Empero, el debilitamiento de las voluntades no acontece sin motivo alguno, y esto es importante no olvidarlo. En el momento que el individuo ve que por sí mismo no puede lograr la felicidad suya y de los suyos, que no posee dentro de sí la fuerza para realizar sus deseos, entonces atribuye tal fuerza posibilitadora a factores externos a él. Es aquí cuando entran en escena todo tipo de supersticiones: aparecen extraños y todopoderosos fetiches, astros que rigen destinos preestablecidos, energías esotéricas de todo tipo.

Obviamente, el individuo que tiene poder social, el privilegiado, tiende a considerar su voluntad como efectiva. Sus deseos, generalmente, puede alcanzarlos motu proprio y su personalidad es admirada por aquellos cercanos a él, quienes también le atribuyen valores propios. No ocurre así con el olvidado. Él tiene una autoimagen muy frágil. Su voluntad, su querer hacer, no parece corresponderse con lo logrado. Por decirlo con la terminología psicológica de moda: “su autoestima es muy baja”, aspecto que al combinarlo con las carencias informativas de su condición social, carencias que lo hacen fácilmente preso de los fines culturales y las técnicas de manipulación social, suele dar como cocktel de “personalidad”, con algo de “suerte”, al jugador de azar y, con no tan buena “suerte”, al delincuente. La diferencia entre uno y otro es que éste todavía conserva cierta “racionalidad” en tanto que aquel renunció casi de plano a ella.

Si en buena medida la salida a la crisis pasa por volvernos un país productivo (en un sentido que va más allá de lo económico), un país en que podamos valernos por nosotros mismos cada vez más, entonces es preciso que nuestros hombres y mujeres se recuperen como dueños de su acción en el mundo. Esto último no puede ser dejado en la mano de cada individuo aislado o en la famosa “mano invisible” del mercado. Tampoco se recupera la confianza en sí mismo con posturas “chauvinistas” o con mera retórica. Hoy más que nunca es menester recrear con nuestra acción social la democracia que tenemos en una auténtica democracia de oportunidades de acceso al saber y a la toma de decisiones. ¿Tendremos voluntad y herramientas para ello? Por lo pronto creo que la crítica tiene buenas razones para ser pesimista, aunque no para cerrar la última ventana.

Javier B. Seoane C.
Caracas, Agosto de 1996

Publicado en El Nacional

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