martes, 4 de septiembre de 2007

Acercamiento a la cultura democrática en Venezuela (1998)


Primero que nada quiero agradecer la invitación que me ha hecho el Centro de Estudiantes de Filosofía a participar en este ciclo de charlas. Igualmente agradezco a todos los presentes por venir a dialogar sobre las motivaciones y los aspectos ocultos de nuestro voto. Por mi parte, seré breve en procura de dejar el mayor espacio posible para la discusión, pues, a final de cuentas, creo que es a eso que hemos venido.

En lo que sigue sólo pretendo, desde mi punto de vista estrictamente personal, tocar tres aspectos relativos a la motivación en el acto de votar. No aspiro ser exhaustivo ni dar cuenta de las diversas implicaciones que hay en el asunto. Tan sólo quiero poner tres puntos para el debate. Tampoco pretendo ser científico ni académicamente disciplinado en la reflexión, por lo que no actuaré ante ustedes ni como sociólogo ni como profesor. En este tema que nos toca no creo ser ni una cosa ni la otra puesto que no siento tener claridad, sino confusión que trato de superar en una práctica dialógica. Si de algo tengo que fungir ante ustedes no será como especialista de algo sino como político, que eso sí lo soy. Pero no demos más preámbulo a mis excusas y comencemos de una vez.

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Se aproxima el día de la elección presidencial y la correlación de fuerzas y la aceptación o rechazo de los candidatos se hace más tensa. Los que hoy aparecen como derrotados afinan sus comandos de campaña, ya destartalados, y se preparan para quemar sus últimos cartuchos, no proponiendo opciones para el país sino en la mera práctica destructiva del contendiente, satanizando al otro. Pienso que muchos de esos comandos, quizá por asesorías descontextualizadas, equivocan la estrategia. Observan el desenvolvimiento del candidato triunfante y procuran encontrar sus debilidades para atacarlas de cualquier modo, sea racional o sea afectivamente. Dicho esto asomo una primera cuestión, ¿es racional el comportamiento del elector promedio en Venezuela?

Un ejercicio de sociología electoral en Venezuela nos mostraría sin dificultades que la mayoría de los electores se conducen más afectiva que racionalmente. Y esto es tanto aquí como en gran cantidad de países occidentales. Las familias, los grupos de amigos, y finalmente gran parte de la comunidad, se hace solidaria a la hora de elegir al próximo Presidente. Podemos decir que la sensación de pertenencia grupal se extiende al candidato y la votación se convierte en un ritual que une a los miembros de la Iglesia llamada “nación”. Así lo demuestran los estudios electorales realizados en Estados Unidos y algunos países latinoamericanos. Las estadísticas demuestran que los miembros de una familia votan en su mayoría por el mismo candidato. Igual pasa con el resto de los grupos primarios. En Venezuela, de acuerdo a las circunstancias presentes, esta situación tiende a agudizarse. Por más que desde distintos flancos se ataca el proyecto de asamblea constituyente por ser impropio para un país que tiene que resolver urgentemente los problemas económicos, esto es, por ser irracional, las encuestas dicen que la aceptación de la idea crece continuamente. Igual pasa cuando se acusa al candidato por su supuesta irracionalidad, por su voluntad manifiesta de violar las leyes y de dividir al país en dos. Queremos resaltar que el acto de votar suele ser más catéxico que racional, en pocas palabras, es más pasional que elección ponderada y razonada de un ciudadano profundamente democrático.

Esta catexia del voto ha sido muy bien comprendida por quienes hoy marchan primeros en las encuestas electorales. Ellos han apelado a la solidaridad del “polo patriótico” contra el inventado “enemigo común” y hacen de la campaña una guerra. Sociológicamente, los efectos de una declaración de guerra suelen ser un aglutinante colectivo. En estos casos, la gente olvida momentáneamente su egoísmo y se enlaza en una causa común contra el Enemigo. Del otro lado están los antipatriotas (los malos), de éste los buenos, los verdaderos hijos de Bolívar. Este tipo de campaña ha sido efectiva en la misma medida en que el resto de los candidatos se han conducido de un modo similar a los electores, esto es, a partir de sus propios afectos y de anteponer sus intereses personales e inmediatos por encima de los que razonadamente marcan la estrategia electoral, la cual parece indicar que lo más efectivo sería crear otro “polo” que haga frente al candidato que domina las preferencias, cosa que ya está en marcha y bajo las mismas tónicas afectivas. Efectivamente, al candidato patriótico los autollamados demócratas le ponen palabras en su boca que nunca ha dicho y lo acusan de todos los males habidos y por haber. Como se oye en las calles de Caracas, “ahora resulta que la culpa no es de los gobiernos anteriores, sino del que vendrá”.

En fin, pocos son los que hoy solicitan preocupados los planes de gobierno y las estrategias a seguir para reconvertir la economía, la educación, la cultura, etcétera. Así, queremos abrir el diálogo criticando fuertemente la tesis de que el voto supone un acto de voluntad racional. No lo es en Estados Unidos ni en Europa occidental, y mucho menos aquí donde la cultura se inclina más hacia lo afectivo, como expondremos más adelante.

2

Procuremos ahora avizorar algo de los ánimos que hay tras nuestros votantes. Ya se han realizado varios estudios sobre la motivación predominante en el voto de elecciones pasadas. Se ha dicho que la segunda elección de Carlos Andrés Pérez estuvo en concordancia con el imaginario colectivo de la “Venezuela Saudita” de su primer período presidencial. Particularmente yo no tengo mayores dudas acerca de esa hipótesis. Si recordamos que los primeros casos más sonados de corrupción administrativa se dieron durante su primera presidencia, si recordamos que se salvó por un voto de ser enjuiciado en el Congreso por el famoso “Sierra Nevada”, entonces es difícil presuponer que fue elegido por su condición de hombre probo. Más bien, todo parece indicar que el votante promedio creía, consciente o inconscientemente, que los “buenos tiempos” del consumo regresarían una vez que ese hiperquinético hombrecillo asumiera las riendas del país. Pienso que en esa elección lo moral se dejó de lado frente a la inclinación consumista. Además, ¿acaso no se ha sedimentado en el lenguaje popular de nuestro país aquello de que “los adecos roban y dejan robar”?

Fracasado el proyecto de retorno al sauditismo, y sumergida Venezuela en una supuesta cruzada moral contra el “malvado” Pérez, una vez acontecidos 27-F, 4-F y 27-N, los votantes volvieron a las urnas y en una elección muy reñida, y donde la abstención salió como verdadera triunfante, Rafael Caldera ganó las elecciones. Tras la imagen de Caldera estaba el Padre pacificador que anunciaba una “Carta de Intención con el Pueblo” para luchar contra las perversidades del F.M.I. Además, se esforzó por presentarse como hombre suprapartido y vendió bien la imagen en el mercado electoral. Al contrario que en la elección de Pérez aquí se elegía a un hombre de resaltantes características morales y volvía a operar en añadido el “voto castigo”. Pero el gran Padre traicionó a sus hijos desposeídos aliándose con los chulos de siempre, con quienes firmó otra carta de intención con el F.M.I.

¿Qué imaginario predomina ahora en la mayoría de nuestros votantes? Tratemos de llegar al mismo por vía de la negación. La mayoría rechaza a los partidos tradicionales dominantes, que son vistos como culpables de todos los males existentes. La mayoría rechaza aquellas imágenes que no logran posesionarse en la opinión pública como autoritarias, cuestión que está en correlación con la afirmación generalizada de que “aquí lo que hace falta es gobierno”. Por lo tanto, un primer punto está asociado con el predominio de figuras “independientes” y autoritarias. No en balde, según todos los sondeos de opinión, Chávez y Salas son quienes encabezan las preferencias. Finalmente, entre estos dos, el primero es el que tiene mayor aceptación, quizá porque es un hombre más afín al común de la gente que el otro que es más común a la minoría económicamente privilegiada de la población, pero seguramente también porque Chávez, quien tiene en su aval el haber sido militar, protagonizó la acción más contundente contra el régimen establecido. Estos supuestos nos llevan a concluir que gran parte de los electores se muestran contrarios al sistema, siendo su conducta más negativa que afirmativa, esto es, de lo que se trata es de derrumbar lo establecido aunque no se tenga bien claro qué es lo que se va a construir. Después de todo Chávez no ha ofrecido nada concreto más allá de una Asamblea Constituyente que derrumbe el status quo. No hay ofertas positivas sino negación, y el mercado electoral está dispuesto a comprar esa negación y castigar. Una vez más, si estas hipótesis se confirman, entonces podemos concluir que poco de racional tiene el voto en Venezuela.

Detrás de esta descripción encontramos dos tesis que también quisiera aportar a la discusión: 1) la mayoría de la sociedad venezolana no se asume como responsable del porvenir sino que sigue pensando en que es un hombre dotado de cierto carácter autoritario y carismático el que puede y debe conducir las riendas del país (tesis del líder mesiánico y ahora con el añadido de vengador); y, en relación con esto último, 2) es falso que el llamado sistema democrático forme parte de la vida cultural del venezolano promedio.

3

Nos proponemos discutir esta última tesis, pues, por una parte creemos que ella ilumina algo de lo oculto tras el voto; y, por la otra, nos deja entrever qué tan falsos son ciertos cánticos sobre la bondad democrática de nuestra nación. Sin embargo, antes de entrar en este punto, dejo explícita mi inclinación por el régimen democrático, pero, sobre todas las cosas, por la vida democrática.

Es sobre esta distinción de la democracia como sistema y como mundo de vida en la que me sostendré en esta última parte de la exposición. Pienso que la democracia antes que hacerse sistema debe ser mundo de vida. Entiendo por mundo de vida a aquella concepción que todos tenemos acerca de qué es y de qué finalidad tiene nuestra existencia y relación con los demás y los objetos. Entiendo también que esta concepción no es una teoría entre otras, sino que es una teoría práctica y una práctica teórica a la vez. Con ello quiero decir que es una concepción fundamental sobre la que orientamos el sentido de nuestras acciones y comprendemos el accionar de los demás. Afirmo además que sin un mundo de vida no es posible convivir ni sobrevivir, puesto que es dicho mundo el que nos proporciona el mapa para ubicarnos en la vida social y en relación con la naturaleza. Es entonces un mundo moral y ético, a la vez que epistémico, pues desde él valoramos y desde él conocemos. En síntesis, este mundo constituye nuestra sentido común y nuestra cotidianidad. Establece un orden simbólico básico que es a su vez condición de posibilidad de cualquier otro orden.

Una vez caracterizada nuestra concepción, afirmo que el mundo de vida hegemónico en Venezuela no es democrático. Lo que quiero significar es que las actitudes manifiestas en la mayoría de nuestras relaciones sociales no son actitudes caracterizadas por la tolerancia hacia la pluralidad o por la búsqueda del consenso y el trabajo en equipo ante las diferencias y dificultades. Por el contrario, la actitud predominante es la autoritaria, entendiendo por ésta a aquella que se caracteriza por ser impositiva, arrogante y portadora de una verdad no sometible a discusión. Este tipo de relaciones cruzan todo el tejido social: desde la familia matriarcal predominante hasta la escuela, desde los grupos de pares hasta la empresa, desde los distintos niveles de gobierno hasta las relaciones de pareja.

Ahora bien, si el mundo de vida, si el modo cultural no es democrático, entonces el sistema político difícilmente será algo más que una parodia de democracia. Y de facto, no pretendo extenderme sobre algo que doy por supuesto y que a toda luz se manifiesta en parlamentarios cuya conciencia es la que le pone el partido y presidentes que terminan siendo perfectos soberbios. Usted los elige cada cinco años, pero en realidad lo que les da es una carta en blanco y firmada.

Llegados aquí se entenderá un poco más mi exposición. Lo que quiero mostrar es que el acto de votar no necesariamente es un acto democrático, y mucho menos lo es en nuestras condiciones culturales y socioeconómicas. Tampoco ha de entenderse el votar como ejercicio de una voluntad libre. Quizá podríamos hablar de libre arbitrio, esto es, de elección entre lo dado, pero no propiamente de libertad como poner determinaciones el sujeto colectivo. Sé que muchos dirán que peco aquí de hegeliano, que la distinción hecha entre libre arbitrio y libertad es hegeliana, pero pienso que es viable para comunicarles que según mi punto de vista se elige para que otros elijan por nosotros, porque somos nosotros mismos como “sociedad civil” quienes no queremos asumir la responsabilidad sobre nuestras acciones como país. De ahí que nos dejamos llevar por el carisma y buscamos, consciente o inconscientemente, un padre duro pero afectuoso que nos dirija.

Así, la situación que hoy vivimos no es culpa de Chávez o del señor Salas, sino que ellos son nuestras criaturas, nuestra propia creación, y como tal, son el símbolo de nuestro estado como sociedad. Con ello, no quiero diluir las responsabilidades entre todos. Es obvio que las generaciones jóvenes, y aquellas que ya no lo son pero no han tenido cargos de dirección nacional, no son tan responsables como quienes han tenido la conducción del Estado durante cuarenta años. Pero también es obvio que a todos nos toca, aunque sea en cuota mínima, ser parte creadora de la miseria en que estamos sumergidos. Tenemos un modo cultural no democrático que reforzamos con nuestras elecciones. Y en ese sentido estamos condicionados pero a la vez somos los únicos culpables de tal condicionamiento. Como se verá soy pesimista pero también albergo la remota posibilidad de que podamos transformar esta situación aciaga si definitivamente aquellos que podemos, y en este recinto todos podemos, terminamos de asumir nuestra responsabilidad social y política. Tarea nada fácil si pensamos que el verdadero enemigo no está fuera de nosotros sino en cada uno de nosotros.

En síntesis, he tratado de aportar al debate que nuestro mayor problema es de orden cultural, esto es, de cómo hemos construido y cómo reproducimos el mapa simbólico con el que valoramos, conocemos y nos relacionamos. Y en ese sentido, somos anómicos en nuestro comportamiento social y poco tolerantes ante la diferencia. De ahí, que pienso que cualquier apelación a que vamos a perder nuestra “linda democracia” no cala en un porcentaje muy alto de la población electoral del país. Dicho esto, pienso que cualquier discusión sobre lo conveniente o inconveniente de un candidato o de un proceso electoral se queda en lo epifenoménico y no toca los puntos más sustantivos de la cuestión, allí donde realmente tenemos que desgarrarnos como individuos y como sociedad.

Muchas Gracias
Javier B. Seoane C.
Caracas, 1º de Diciembre de 1998
Inédito

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