jueves, 30 de agosto de 2007

Modernidad, religión y posmodernidad (2004)

Las líneas que presentamos a continuación pretenden relacionar la dimensión religiosa humana con las tónicas culturales de la modernidad y la posmodernidad. Para ello, presentaremos primero las tres nociones: dimensión religiosa, modernidad y posmodernidad; y, luego, una serie de vínculos que conseguimos entre ellas.

Dimensión religiosa

Consideramos lo religioso como una dimensión propia de la condición humana. Consideramos, del mismo modo, que el rasgo antropológico más distintivo consiste en la esencia simbólica de la configuración humana. Procuremos explicitar más este último aspecto para acceder a la dimensión religiosa.

Para comprender la naturaleza simbólica de lo humano se precisa partir de dos tesis entrelazadas, a saber: 1.) que el ser humano no está determinado biológicamente; y, 2.) que el lenguaje configura un centro constituyente fundamental para la acción humana. Sobre la primera premisa cabe decir que, siguiendo las ideas de la antropología moderna, el homo sapiens, a diferencia del resto del zoo, carece de instintos especializados y de una determinación genética de su vida social. No vamos aquí a detallar trabajos tan minuciosos como los de Arnold Gehlen, baste con afirmar que el comportamiento biológico humano (alimenticio, sexual, paternal, etc.) no está atado a instintos si por estos entendemos disposiciones conductuales hereditarias con respuestas específicas a estímulos específicos. Por el contrario, las conductas que responden a necesidades biológicas están siempre mediadas por la socialización, por el aprendizaje de las mismas por parte del individuo. Igualmente, la sociedad humana no está preprogramada genéticamente como sí lo están el resto de las sociedades animales que conocemos. El ser humano es un ser abierto al mundo, no cerrado por instintos biológicos. En ese sentido, no es un ser determinado sino condicionado por las necesidades y las limitaciones biológicas, sociales, culturales. Que es condicionado y no determinado abre el camino de la libertad, de la posibilidad de elegir, posibilidad negado para los animales atados a las disposiciones instintivas.

En cuanto a la segunda premisa o tesis, aquella que afirma que el lenguaje es un centro constituyente de la acción humana, se vincula estrechamente con la primera ya esbozada. Ello en la medida que al carecer de instintos y de una preprogramación genética para la acción individual y social, el ser humano se ve obligado a construir un mapa de su mundo que le sirva para orientarse en el mismo. El lenguaje permite construir ese mapa, permite recoger las experiencias en torno a lo venenoso y a lo que no lo es y transmitirlas de generación en generación. Ello resulta fundamental si pensamos que carecemos de identificadores biológicos sobre qué productos son comestibles y cuáles no lo son. El lenguaje es la residencia de la cultura y ésta es la condición humana que nos permite completar nuestra incompleta naturaleza biológica y nos salva al construir esos identificadores de que carecemos. Además, el lenguaje resulta constituyente del mundo y del pensamiento humano, pues no nos es dado pensar sin conceptos y nuestro mundo sociocultural es fundamentalmente un mundo que opera con relaciones sociales abstractas, conceptuales, tales como Estado, Universidad, Escuela, República, Venezuela, etc.

Por carecer de ecosistema, por carecer de instintos y aparatos sensoperceptivos especializados de cara a las funciones biológicas fundamentales para la autoconservación de la vida, pero, por poseer un lenguaje constitutivo de lo real ―en pocas palabras, por su “apertura al mundo”― el humano requiere urgentemente una interpretación de sí y de su entorno; esto es, precisa de la construcción de un mundo. Darse esa interpretación que da sentido a su carácter práxico se torna, entonces, tarea y cuestión de vida o muerte.

Emerge aquí la cuestión del sentido. El ser humano no está atado al presente instintivo y menesteroso del resto de los animales. Tampoco tiene resuelta su convivencia con los otros, pues su vida social no está preprogramada genéticamente. Al contrario, se encuentra abierto al mundo y tiene como tarea permanente el hacer su mundo y hacerse a sí mismo. Lo dicho lo empuja a tener que darse un sentido para sí y para su mundo. Pero ese sentido, sentido de la vida en última instancia, no lo consigue en sí mismo, sino que obligatoriamente trasciende a él. El ser humano es, por esencia, un ser para otro. Y ello en un doble aspecto. Por un lado, es ser para otro porque lo que es lo es gracias a otro que le da la vida y que lo forma, que lo humaniza y le permite vivir como humano. Por otro lado, porque viniendo del otro su ser se dirige a otro; esto es, el humano sólo encuentra su identidad en la relación con el otro.

Dado lo dicho, afirmamos seguidamente que lo religioso resulta una dimensión constitutiva de lo humano. En lo religioso encontramos el universo simbólico que da sentido a la vida y a nuestra relación con el mundo, incluido dentro de ese mundo al otro. El territorio de lo religioso es el territorio en que el individuo trasciende su mera individualidad para encontrar sentido y significado a su accionar. Además, constituye el territorio en el que el mundo se divide entre lo sagrado y lo profano (Durkheim) y que, en consecuencia, ayuda a la constitución del orden social que es, en última instancia, un orden moral. En términos de Peter Berger: “Podemos, pues, afirmar que la religión ha desempeñado un papel estratégico en la empresa humana de construcción del mundo. En la religión se encuentra la autoexteriorización del hombre de mayor alcance, su empresa de infundir en la realidad sus propios significados.” (Berger, 50).

Modernidad y religión


Mucho se ha escrito sobre modernidad en los últimos años, pero ya hace más de cien años el tema lo plantearon los grandes clásicos del pensamiento sociológico, especialmente Marx, Durkheim y Weber. Debemos a este último toda una comprensión de la modernidad como descentramiento y autonomización de las diferentes esferas culturas y como un proceso progresivo de racionalización formal conducente a un desencantamiento generalizado del mundo. Expliquemos un poco el asunto.

Max Weber aprecia que desde finales de la baja edad media se comienza a dar un proceso de pérdida de hegemonía cultural de la esfera religiosa de occidente. Si antes las diferentes esferas culturales ¾la ciencia, el arte, el pensamiento social y político, la filosofía¾ estaban supeditadas en cierto sentido al control cultural y a los motivos que ponía en agenda la religión cristiana administrada desde la Iglesia católica, a partir del siglo XV esas diferentes esferas comienzan a rebelarse progresivamente y a ganar en autonomía e independencia relativas. El arte renacentista gira hacia el desarrollo de nuevas técnicas y sus motivos dejarán gradualmente de ser religiosos para centrarse en lo humano, lo natural y lo social. Nuevos mecenazgos, producto de la pujante economía mercantil, contribuirán a financiar esa relativa independencia artística. Pero también las ciencias desde Roger Bacon, ya en el siglo XIII, y luego en el renacimiento, van abandonando los esquemas epistemológicos aristotélicos y dan un giro al experimentalismo con su consecuente revaloración de la ontología naturalista. Ni que decir de todo el desarrollo posterior a la revolución copernicana y la autonomización de la esfera cultural científica a partir de sus propios criterios de veracidad y de su institucionalización del método como forma de control institucional sobre el discurso. La fractura entre ciencia y religión no se hizo esperar, pues ambas postulaban concepciones muy diferentes del mundo. Lo mismo vale decir para la política y su autonomización, muy clara a partir de l pensamiento de Maquiavelo y los desarrollos ulteriores con Hobbes a la cabeza.

Weber, a diferencia de Marx, asume con plenitud que las causas de este fenómeno de autonomización relativa de las esferas culturales son múltiples e imposibles de comprender en su totalidad por el pensamiento humano. Por ello, no reduce la explicación a los cambios en la estructura material de la sociedad. Por el contrario, afirmará que ideas e intereses no admiten relaciones unívocas y que, un conjunto dado de ideas, puede servir a intereses de muy distinta índole, o viceversa, un interés determinado puede encontrar su canalización por medio de conjuntos muy diversos de ideas. De hecho, Weber afirmará que la acción humana está siempre atravesada por las consecuencias no previstas. La historia tiene a cada paso ejemplos de ello. Y uno de ellos, muy estudiado por el pensador alemán, es la reforma iniciada por Lutero.

Como habíamos visto, desde finales de la edad media la iglesia había ido perdiendo su hegemonía cultural de otrora. El desarrollo mercantil con el ascenso de la clase burguesa y los encuentros geográficos, con sus consecuentes derrumbes en la concepción tradicional del mundo, fueron dos factores fundamentales que contribuyeron a deslegitimar a la institución eclesiástica. A comienzos del siglo XVI fuerte era el cuestionamiento que sufría por supuestamente haberse alejado de su tarea de fe al estar inmiscuida en asuntos mundanos de la economía y la política. Así, en esa constelación histórica, emergió un movimiento con pretensiones revitalizadoras de la fe religiosa que se estaba aparentemente perdiendo: la Reforma. Weber señala, a partir de textos de Lutero y de sus seguidores, que la intención no era generar un gran cisma en el cristianismo sino salvar al cristianismo de la corrupción en que había caído. Mas, sabemos perfectamente que, por aquello de las consecuencias imprevistas de la acción, otros fueron los derroteros seguidos por la Reforma.

El naciente protestantismo buscó reencantar el mundo con una religión cristiana revigorizada. La noción weberiana de encantamiento apunta hacia la construcción sociocultural de sentido, hacia el encuentro de una misión individual y colectiva por el que vale la pena vivir. En este sentido, toda religión, al menos en sus inicios, supone un encantamiento del mundo. Sin embargo, cuenta Weber que la reforma luterana traía consigo la semilla de su propia destrucción, semilla que a la postre alimentaría el árbol histórico cultural de la modernidad. En buena medida ésta es la tesis que recorre su celebrado estudio sobre la Etica protestante y el espíritu del capitalismo.

Pero, ¿por qué el reencantamiento protestante portaba el germen del desencantamiento? ¿Qué tiene que ver este proceso de reencantamiento y desencantamiento con la modernidad? ¿Se puede concebir a la modernidad como otro reencantamiento surgido del desencantamiento protestante? Procuremos ensayar una respuesta a estas interrogantes siguiendo una vez más a Weber.

La reforma debilitó el lazo del hombre con la Iglesia, prácticamente lo disolvió. Puso la relación de hombre y Dios como una relación directa y, en uno de sus cambios revolucionarios, transmutó la concepción del trabajo en la religión, con lo cual, como veremos, vinculó lo sagrado religioso con lo profano económico. En efecto, relata Weber que ya en Lutero el deber profesional se entiende como Beruf, como un ser llamado a ejercer un trabajo en el mundo terrenal. El trabajo se vuelve vocación, misión encomendada por la divinidad para mantenerse distante del ocio y el pecado. Sin embargo, la posición de Lutero conserva aún muchos aspectos tradicionales que se fracturarán de modo definitivo con Calvino.

Los calvinistas hicieron del trabajo un fin en sí mismo y querido por Dios en su productividad, con lo cual quedó asociado con la producción de riquezas. Si bien la doctrina calvinista de la predestinación parecía presentarse indiferente a ese baremo de la riqueza, pues daba lo mismo producir o no si uno desde siempre ya había sido escogido o no para la vida eterna, los seguidores matizaron la doctrina y pusieron el éxito profesional como señal de elección divina. Con lo cual se despertó la ansiedad por obtener el querido indicador. Ello contribuyó a la racionalización del trabajo a partir de los métodos modernos y científicos de la administración y la contabilidad.

De esta manera, la reforma protestante impulsó el desarrollo de una racionalidad técnica y formalizante que pronto se extendería por las esferas culturales y las instituciones sociales. Una de esas esferas, la ciencia, que para los primeros protestantes se consagraría a apreciar la grandeza de Dios por medio del estudio de la naturaleza, pronto desalojó a Dios y a los valores del mundo y expulsó a la religión de los territorios del saber.

Weber interpreta la modernidad como ese proceso gradual de secularización y racionalización social que desaloja el encanto religioso tradicional para, en principio, formular una encantadora religión secular llamada ilustración. Ésta reemplazó el Dios cristiano con la diosa Razón y prometió liberar al hombre de su minoría de edad. En términos del posmoderno Lyotard, la modernidad construyó un metarrelato, un gran mito sobre la liberación del hombre, sobre la creación de un reino celestial en este reino terrenal. En las palabras de un hijo predilecto de la modernidad, Kart Marx, el reino de la necesidad se superará por medio de una razón histórica en un reino de la libertad.

Mas, el análisis weberiano resulta cáustico. La razón, para él, es un orden humano impuesto al mundo que resulta insuficiente para la constitución del sentido de la acción humana en el mundo. La razón puede disolver los sentidos humanos (religiosos, morales, estéticos) como construcciones sin justificación racional en la realidad, sin base empírica. La filosofía analítica del positivismo lógico fue el mejor paradigma de ello: la religión, la ética, la estética remitían a posturas metafísicas o, lo que resulta casi lo mismo para esa razón, charlatanería. Pero la razón no puede dar sentido a la vida, pues requiere del impulso afectivo humano, requiere del corazón.

El correlato de este proceso racionalizador en la organización institucional de la vida social resultó el creciente fenómeno de burocratización que formaliza las relaciones en términos administrativos pero que resulta incapaz de proporcionar un ethos y un sentido para la acción política. De ahí, que el sociólogo alemán vislumbrara en el demagogo de la práctica política moderna un sujeto que, si bien es por su razonar estratégico un cosificador del otro, es demandado porque con su discurso populista reencanto un mundo demasiado desencantado. De ahí el vaticinio weberiano del resurgir recurrente de líderes carismáticos en las sociedades modernas, líderes que prometen romper con el cinturón de hierro de la burocratización de la vida.

Weber aprecia, entonces, un proceso moderno que se inicia en su recorte relático con la reforma y que se caracteriza por una progresiva secularización y racionalización de la cultura y las instituciones sociales. Es un proceso de desencantamiento que menospreció la religión al reducirla a mito y charlatanería. Sin embargo, en ese proceso hubo un intermedio reencantador y que devino en ciertos momentos en religión secular: la Ilustración. El positivismo y el marxismo decimonónicos fueron emblemáticos al respecto. Pero la diosa que impulsó ese reencantamiento, la Razón, fue impotente para sostener el encanto y dar un sentido permanente. Nietzsche y Heidegger asumieron las consecuencias de las implicaciones de esa diosa: la muerte de Dios, de la razón, del sentido trascendente. Con ello, el desencanto se volvió un desencantamiento con la modernidad misma, acusada ahora de mito.

Posmodernidad o hipermodernidad y religión

¿Es la posmodernidad una ruptura radical con la modernidad o es la radicalización de la modernidad? Para no dispersarnos en el responder, sigamos de la mano de la inspiración weberiana. Dado lo dicho hasta aquí, la posmodernidad parece más la radicalización del impulso desencantador de la modernidad que una ruptura radical con ésta. Si reducimos la modernidad a Ilustración, sin duda se podría ensayar la hipótesis de esa ruptura. Pero esa reducción no parece del todo legítima si pensamos que la modernidad ha sido siempre crítica y que, en su línea lógica, habría de devenir en autocrítica. La posmodernidad sería entonces esa autocrítica radicalizada. Crítica desencantadora que deshace la ilusión de una razón emancipadora y de una ciencia que haría de los hombres dioses. La posmodernidad, vista así, resulta hipermodernidad.

El desenfado posmoderno con cualquier narrativa que pretenda subsumir lo diverso en lo universal, sea una narrativa científica, religiosa, moral o política; el desenfado con las instituciones sociales tradicionales, desde la familia hasta el Estado; el desenfado con lo otrora sagrado, se puede entender perfectamente como secularización y racionalización extrema. Pero donde la posmodernidad encuentra límites y cae en una contradicción de la que no puede salir es en lo implicado por su lema “vale todo”. En principio, se presenta como un lema de la liberación, de la posibilidad de construir cada quien su propia identidad. Mas, por otro lado, confronta un grave problema cuando se aplica en la dimensión moral de la vida humana. Y es que la sociedad es una realidad moral que hay que pactar. No hay sociedad posible que no suponga un orden moral en torno a la justicia y el bien de las relaciones. Allí no vale todo. El nazi no da lo mismo que la madre Teresa, porque sus discursos sociopolíticos y éticos no se pueden reducir a juicios estetizantes.

Así, el posmoderno clama por el tiempo de la diferencia y la diversidad pero no quiere saber nada de los garantes sociales que harían efectiva una ética de la diversidad. En su irresponsabilidad iconoclástica la institución le sabe a metarrelato y éste a universal dominante, subyugante. Su desencanto de los metarrelatos se volvió paradójicamente totalitario, negador de cualquier forma de universalidad, absolutización de cada postura singular. Y con ello, cada pequeño relato devien en su propio metarrelato. De esta forma, con un momento positivo y encantador, el canto de la diversidad y de la diferencia, el canto de un ethos plural y democrático, también nos da un momento nihilista y peligrosamente autoritario. El momento posmoderno es un momento transido por sus propias contrariedades como mhipermodernidad.

Seamos, para ir cerrando, dialécticos. Con lo último hemos querido significar que todo proceso de desencantamiento supone otro proceso de reencantamiento. La vida humana no resulta posible sin algún tipo de encanto. Las religiones, seculares y no seculares, como productoras de sentidos trascendentes a la singularidad del humano, son siempre formas de encantar. La modernidad consideró a la religión el opio de los pueblos, la charlatanería enemiga de la verdadera razón. Sin embargo, construyó otras religiones si bien seculares y algunas sumamente peligrosas como ciertos nacionalismos. A nuestro juicio ello pone de manifiesto que el sentimiento religioso es un sentimiento necesario de la vida humana, un sentimiento trascendente sin el que la vida se hace cuesta arriba. Por supuesto, se entiende aquí lo religioso en el sentido más amplio posible. Acaso, ¿los impulsos actuales hacia religiones exóticas y formas místicas no expresan culturalmente la necesidad religiosa por más extraviada que ésta se nos pueda presentar como narcisismo, hedonismo, esteticismo? Acaso, ¿no hay una búsqueda de llenar aquí vacíos dejados por la pérdida de legitimidad de las religiones tradicionales? Equivocada o no, la cultura posmoderna, como la moderna, son en sí mismas expresiones de la ineludibilidad de la religión.

Javier B. Seoane C.
Caracas, septiembre de 2004
Inédito

miércoles, 29 de agosto de 2007

Friedrich Schiller y la razón sensual según Marcuse (2005)


0. A modo de introducción

Friedrich Schiller (1759-1805), quien tuvo la impronta de la obra de Kant, procuró integrar a la ética y estética formalistas los contenidos procedentes de lo sensible. Próximo, por hijo de la época, a las mieles racionalistas de la Ilustración, Schiller fue pensador ecológico ―valga aquí el calificativo; mas no ecologista radical. Esto es, si bien bebió de la savia de la razón iluminista, no quiso poner a la naturaleza como objeto externo de la conciencia humana y digno de ser sometido al imperio humano. No, el ser humano pertenece a la naturaleza, es naturaleza. Lo que el ser humano pueda hacer con su accionar en el mundo está arraigado necesariamente en y desde su sensibilidad originaria. Para Schiller no hay moral sin estética, sin que pretenda reducir lo uno a lo otro. De ahí que Schiller apostara por el homo ludens. El juego es el lugar de encuentro de lo estético y de lo moral, de la sensibilidad y la voluntad de la conciencia por alcanzar una razón práctica.

Herbert Marcuse (1898-1979) fue uno de los máximos exponentes de la teoría crítica de la sociedad, inicialmente inspirada en el marxismo heterodoxo de Lukács y Korsch y, luego, a partir de los años cincuenta, un autor emblemático del freudomarxismo. En Eros y civilización de 1953, propone una de las tesis más polémicas del pensamiento político emancipatorio del siglo pasado, a saber, que tanto la dominación como la liberación se juegan a nivel de la generación de necesidades y el encauzamiento de las inclinaciones psíquicas del individuo. La dominación ya no es externa, sino que se ha hecho interna en el sentido de entronización de necesidades represivas en el individuo.

Las líneas que siguen pretenden presentar la interpretación de Schiller que hiciera Marcuse con motivo de exponer al que consideró uno de los máximos precursores de una razón sensual auténticamente emancipadora del individuo.

1. La razón represiva

Marcuse, tanto como Theodor W. Adorno (1903-1969) y Max Horkheimer (1895-1973), sus pares de la Escuela de Frankfurt, procuraron reconstruir y reconfigurar el potencial crítico y antropológico de los conceptos fundamentales de la tradición filosófica y, con especial atención, el de uno de ellos, el de Razón, concepto indisociable del de libertad. Antes del escrito de Marcuse objeto de este trabajo, Eros y civilización, ya en 1944 Horkheimer y Adorno llevaron a cabo un estudio genealógico y anatómico del concepto ilustrado de razón. Para ello, partieron del racionalismo moderno pero no se quedaron allí. Antes, se remontaron al origen mítico de esa razón en Homero, en los orígenes mismos del modelo civilizatorio occidental. Y allí, la apreciaron en uno de sus máximos exponentes ancestrales, el astuto Odiseo. En el Canto XII de la Odisea, ya encontramos, a los ojos de Horkheimer y Adorno, la razón presa de la racionalidad instrumental tan excelentemente sistematizada por la obra de Max Weber (1864-1920), uno de los insignes maestros de Lukács. En efecto, Odiseo tiene que atravesar un mar plagado de encantadoras sirenas. El héroe, que tiene un fin que cumplir, un objetivo al que siente que no debe renunciar, una empresa que llevar a buen término, sabe de antemano que ni él ni sus trabajadores ―los remeros― pueden sucumbir ante el encanto de los cantos sirénicos. No obstante, la sensual naturaleza le reclama y él no quiere renunciar completamente al gozo por lo que, historia conocida, en lugar de taparse los oídos para no escuchar los cantos, precisamente lo que sí ordena que hagan sus empleados, se hace amarrar al mástil de la nave. Así, a los trabajadores, ensordecidos por la razón astuta de Odiseo, a ellos, no les es permitido un momento sensual. El jefe sí puede, pero como cuerpo atado. No de otra manera unos remarán como si nada en el mar encantado y el otro, cuerpo atado, sentirá pero por su misma atadura imposible le será entregarse al goce reclamado por la naturaleza.

En ese homérico pasaje, aprecian Horkheimer y Adorno la razón represiva occidental en gestación ―si acaso no ya gestada. Represiva en tanto y en cuanto que mutiladora de la condición sensual antropológica. Desde allí, desde las raíces de la civilización occidental, resulta entonces posible la reconstrucción de la inveterada dicotomía entre razón y naturaleza, entre unas facultades llamadas “superiores” (racionales) y otras “inferiores” (sensuales). Mas, Horkheimer, Adorno y Marcuse no se conforman con reconstruir, sino que la teoría crítica les reclama una actitud de impugnación de esa dicotomía y su carácter alienante, así como una voluntad dialéctica de síntesis entre razón y sensualidad. Es justamente en este último punto, que Marcuse, en su intento de reconfigurar el concepto filosófico de razón, encuentra en Schiller un bastión fundamental.

2. Schiller precursor de una razón sensual emancipadora

Marcuse nos dice que, para Schiller, lo que conduce a la libertad es la belleza. Empero, la belleza, el arte, lo estético, ha sido relegado por la filosofía, ha quedado en segundo plano como atado a funciones secundarias o inferiores frente a las funciones superiores del razonamiento y de la lógica. En ello, la filosofía ha sido fiel a la dominación represiva ejercida por la civilización occidental contra los potenciales sensuales de la humanidad. El calificativo del hombre como animal racional, antes que como animal simbólico y sensual, ese calificativo de racional tan caro a la filosofía, muestra la alianza entre pensamiento y dominación. Marcuse comenta: “Y en tanto que la filosofía acepte las reglas y valores del principio de la realidad, la aspiración de una sensualidad libre del dominio de la razón no encontrará lugar en la filosofía; muy modificada ha encontrado refugio en la teoría del arte. La verdad del arte es la liberación de la sensualidad mediante su reconciliación con la razón: éste es el concepto central de la estética idealista clásica.” Y, seguidamente, “El arte reta al principio de la razón prevaleciente: al representar el orden de la sensualidad evoca una lógica convertida en tabú ¾la lógica de la gratificación contra la de la represión.” (Marcuse, 1981: 174).

En el desarrollo de occidente encontramos, entonces, un enfrentamiento entre el orden de la sensualidad y el orden de la razón, cuyos correlatos psicoanalíticos serían el perpetuo enfrentamiento entre principio del placer y principio de la realidad. Y ciertamente no se trata de una artificialidad toda vez que durante la mayor parte de la historia la administración de recursos para la sobrevivencia se ha impuesto ante la escasez que nos ha asolado. Hay, por consiguiente, una justificación histórica para la oposición entre sensualidad y racionalidad, independientemente de los modos que esta oposición haya tomado en las concretas formas de la dominación. No obstante, esa justificación histórica, para Marcuse, se deprecia cada vez más ante los logros técnicos y tecnológicos alcanzados por el orden de la racionalidad. Hoy, nos dice Marcuse, hay que cuestionar el argumento de la escasez, al menos desde el punto de vista de la satisfacción de las necesidades vitales de los seres humanos. En tal sentido, la utopía marcusiana se constituye desde la sensualidad ya no sacrificada por la razón. El reino de la libertad se posibilita como superación del reino de la necesidad, tal como Marx propuso en sus primeras obras.

Precisamente, en Schiller encontramos, a los ojos de nuestro freudomarxista, un precursor para la síntesis de un nuevo orden constituido sobre los anteriores dicotómicos. No se trata de poner ahora el orden de la sensualidad por encima del de la razón, de someter éste a los imperativos de aquel; se trata, por el contrario, de generar una razón sensual: una reconciliación dialéctica que limite el campo de la represión a la estrictamente necesaria para el sustento de la vida humana. Marcuse apela a las Cartas sobre la educación estética del hombre, donde Schiller sentencia el dolor humano ejercido por la represión excesiva: “...el gozo está separado del trabajo, los medios del fin, el esfuerzo de la recompensa. Encadenado eternamente sólo a un pequeño fragmento de la totalidad, el hombre se ve a sí mismo sólo como un fragmento; escuchando siempre sólo el monótono girar de la rueda que mueve, nunca desarrolla la armonía de su ser, y, en lugar de darle forma a la humanidad que yace en su naturaleza, llega a ser una mera estampa de su ocupación, de su paciencia.” (Schiller en Marcuse, 1981: 175-176). Es un pasaje que se adelanta en más de cien años a la crítica que al industrialismo hiciera en “Metrópolis y vida mental” George Simmel, o a la metáfora visual ácida del hombre vuelto engranaje de Tiempos modernos de Charles Chaplín.

Pero, si Schiller procura una síntesis en una razón sensual, y es consciente como se muestra en el último pasaje de lo alienante del trabajo humano en la civilización moderna, ¿cómo sería posible una razón sensual en el trabajo? La respuesta a esta interrogante supondrá tratar una de las aportaciones más ricas de Schiller a la filosofía: el juego.

2. Juego y libertad

Marcuse dice: “Schiller afirma que para resolver el problema político, «uno debe pasar por la estética, pues aquello que conduce a la libertad es la belleza». El impulso del juego es el vehículo de esta liberación.”(Marcuse, 1981: 176-177). El juego resulta acción que enlaza belleza y trabajo, pues jugar no significa aquí jugar con algo, con un objeto, que conserva el divorcio entre sujeto (jugador) y objeto (lo jugado). Jugar significa dar pie al realizarse de las potencialidades y su vínculo con la naturaleza. Nuevamente con Marcuse: “La realidad que «pierde su seriedad» es la inhumana realidad de la necesidad y el deseo insatisfecho, y pierde su seriedad cuando la necesidad y el deseo pueden ser satisfechos sin trabajo enajenado. Entonces, el hombre es libre para «jugar» con sus facultades y potencialidades y con las de la naturaleza, y sólo «jugando» con ellas es libre. Su mundo entonces es el despliegue (Schein) y su orden el de la belleza.” (Ibid: 177).

Ya Marcuse, a comienzos de la década de los treinta, cuando recién habían aparecido los Manuscritos de París de 1844 de Marx, e inspirado en esos mismos manuscritos, había propuesto que el trabajo en el Reino de la Libertad tenía que ser juego en este sentido, estableciendo una conexión entre Schiller y Marx. Veinte años después desarrolla dicha propuesta directamente desde Schiller, comprendiendo que la misma supone suprimir el futuro como represión excedente del presente, esto es, el futuro como el lugar al que hay que postergar las gratificaciones posibles en el presente. Una vez más nuestro autor: “Así, Schiller atribuye al impulso liberador del juego la función de «abolir el tiempo en el tiempo», de reconciliar al ser con el llegar a ser, al cambio con la identidad. Con este tarea culmina el proceso de la humanidad hacia una forma superior de cultura.” (Ibid: 180). La fatiga del trabajo daría paso al despliegue de la creatividad del juego y se conquistaría, entonces, el tiempo hacia una gratificación continua.

3. A modo de conclusión: la estética como anhelo y anuncio de liberación humana

Procuremos, para finalizar, sintetizar en unas pocas proposiciones para la discusión la lectura marcusiana de la relación entre política y estética en Friedrich Schiller.

1.) Estética y ética no se deben considerar como esferas separables. No porque sea imposible su divorcio, sino porque su divorcio constituye una especie de aberración de una racionalidad represiva que pretende relegar y quitar importancia a la dimensión sensual de la condición humana. Mucho menos ha de ser tolerable en un orden civilizatorio capaz de satisfacer las necesidades vitales de los individuos. Así, la represión, justificada por la necesidad de administrar en la escasez, ya no se justifica.

2.) En consecuencia, la razón puede devenir razón sensual, esto es, una razón que reconozca la dimensión humana de la sensualidad como parte de sí, como factor que no es irracional, sino, contrariamente como factor que potencia la humanidad del individuo. Marcuse aprecia que Schiller constituye uno de los principales precursores de este tipo de razón que, antes de objetivar a la naturaleza, la integra dentro de sí.

3.) En Schiller, según Marcuse, el juego, como despliegue de la sensibilidad y potencialidad humanas, constituye el tipo de acción en el que se encuentran estética, moral y política, sensibilidad y voluntad encaminada hacia el establecimiento del mundo como hogar y no como instrumento de manipulación y trabajo. En el mundo del juego, de este juego schilleriano, prevalecerían las metáforas de la orquesta sinfónica o de la coreografía del ballet, no las de la lucha y la guerra. Y ello sería así porque emergería otro principio de realidad humana sellado por el reconocimiento y la complementación de unos con otros.

En muy pocas palabras, la concepción estética de Schiller le ha aportado a la crítica política de Marcuse la dirección del cambio social hacia un orden armónico, no represivo. El arte conserva el anhelo y anuncio de ese orden que pugna en lo más recóndito de la condición humana por emerger.


Bibliografía citada:

Marcuse, Herbert (1981): Eros y civilización, tr. Juan García Ponce, Ariel, Barcelona.

Javier B. Seoane C.
Caracas, noviembre de 2005

¿Democracia sin educación? (2007)


Entre 1996 y 1998 publicamos en El Nacional no pocos artículos sobre educación y democracia. Exponíamos en ellos nuestra preocupación sobre la disfuncionalidad de la Escuela venezolana en materia de formación ciudadana. En aquellos tiempos se apreciaba con claridad que el problema no consistía sólo en la buena voluntad política de emprender reformas educativas, sino que antes se precisaba conquistar la voluntad de los actores de la educación, especialmente la voluntad de los educadores. Mas, para conquistar esa voluntad se requería también convencerlos y persuadirlos de que había una serie de obstáculos que enfrentar, unos que dependían más de sí mismos, otros que encontraban su lugar fuera de la escuela. En cuanto a los primeros, se necesitaba vencer una cultura autoritaria y magistrocéntrica, cultura dominante entre maestros y profesores, con una dimensión actitudinal y otra cognitiva. Actitudinal, pues se refleja en las formas autoritarias de proceder frente a los alumnos. Cognitiva, pues modificar esas actitudes supone alcanzar un conocimiento efectivo del carácter práctico de la educación para la democracia. De los obstáculos externos a la Escuela, que hallamos en la familia, en los medios de comunicación social y en los diversos entes de la comunidad, no vamos a hablar aquí.

Hoy nos preguntamos: ¿qué se ha hecho en los últimos años en esta materia? Estimamos que por un lado se ha hecho mucho, pero por otro muy poco. Mucho, pues se ha ganado una conciencia en la sociedad que antes no había. Los avatares de la democracia en estos tiempos, la fractura social y política, la emergencia de nuevas formas autoritarias, ha hecho que partes importantes de nuestra sociedad se movilicen y comprendan que no hay sistema democrático sin apoyo en un ethos ciudadano, tolerante y solidario. Y que comprendan, además, que este ethos no se constituye por generación espontánea sino por medio de la socialización y la educación metódica. En este sentido, en las distintas universidades del país se han llevado a cabo eventos de distinta naturaleza sobre estos tópicos, si bien los mismos no se han materializado todavía en cambios curriculares sustantivos.

Mas, por otro lado, se ha hecho muy poco y hasta quizás se pueda afirmar que hemos retrocedido. En términos de políticas educativas estatales se ha procurado, ciertamente, rescatar una reflexión social y sobre la historia nacional en el salón de clases. No obstante, no ha contado con la legitimidad de la sociedad venezolana cuando una parte importante de ésta ha cuestionado los cambios por ser de naturaleza ideológica pro gubernamental. En el campo propio de la educación ciudadana nada más se ha hecho, a pesar de que en la agenda del gobierno ha estado siempre presente la necesidad de hacer participativa la democracia venezolana, de concienciar a la población sobre el papel de los medios de comunicación social y de extender la educación a todos los sectores de la sociedad. El problema de la educación para la democracia es cuantitativo en el sentido de esta extensión, de que se fracasa en el intento democratizador si no se forma a toda la población. Empero, se trata también de un problema cualitativo en cuanto que se trata de constituir un ethos, una personalidad moral. Con relación a este último aspecto, seguimos teniendo una escuela magistrocéntrica, autoritaria, bancaria (Freire).

Todo lo dicho no puede servir de justificación para la inacción. Venezuela está por hacerse y quienes nos sentimos llamados a consolidar la democracia en el país debemos no desfallecer y seguir en el camino de ofrecer opciones a partir de diagnósticos bien elaborados. Además, hay un sendero andado por nuestras instituciones. Hay una tradición ganada hacia la lógica electoral y, además, el influjo mundial, globalizador, apunta en la dirección de institucionalizar regímenes democráticos orientados por una ética de los derechos humanos. Nuestra misión consiste en abrir brechas que conduzcan hacia esa Venezuela próspera, humana y democrática que anhelamos la mayoría. El principio esperanza (E. Bloch) nos da aliento para actuar en conjunto, en equipo, ganando capital social para el logro de esos anhelos.

Con este escrito nos hemos propuesto dar unas pinceladas que sirvan para precisar más adelante algunos objetivos que estimamos relevantes. En próximos artículos trataremos temas afines a la educación para la democracia como son, entre otros, la relación entre familia y escuela; medios de comunicación social y ciudadanos informados; el mundo social del aula; y, capital social, educación y democracia.

Javier B. Seoane C.
Caracas, agosto de 2007
Inédito

martes, 28 de agosto de 2007

Hacia una transformación de la práctica profesional del cientista social (2007)



1. El profesional de las ciencias sociales en la mira


De seguro resulte una perogrullada afirmar que miles de estudiantes de ciencias sociales se preocupan hoy por su identidad profesional. Sin duda, dicha inquietud pertenece a cualquiera de los campos profesionales y académicos existentes. No obstante, el de las ciencias sociales nunca ha dejado de mostrar una peculiar sensibilidad sobre este asunto, pues, sus estudios y todos sus productos, mal que bien, están directamente imbricados con cuestiones políticas y éticas. De hecho, seleccionar estudios en este campo suele marchar en compañía de algún tipo de inquietudes sobre la vida social humana, sobre cómo es la misma y, no en pocas ocasiones, sobre cómo sería mejor ésta.

Quizás sea por esa razón, por la vinculación de este campo del saber con la organización de la vida humana, que las ciencias sociales desde sus mismos orígenes no han dejado de pensarse y cuestionarse constantemente a sí mismas. Si, como bien han dicho Ágnes Heller (en Heller y Fehér, 1994) y Salvador Giner (2003), las ciencias sociales son autoconciencia reflexiva de la modernidad, entonces ellas no pueden dejar de plantearse su relación de aportes a su realidad contextual. Es justo en este punto donde se muestra el perfil ético-político del profesional de la sociología, de la economía, de la politología, de la etnología y de tantas otras disciplinas sociales.

Y en tanto y en cuanto que siempre caben distintos perfiles profesionales en las ciencias sociales, los mismos no dejan de competir entre sí por ganar mayores adherentes. En estos albores del siglo XXI visualizamos una lucha por la hegemonía del campo de las ciencias sociales entre tres perfiles típicos ideales de profesional, y que para los fines de este trabajo calificamos como profesional especialista, profesional misional y profesional dialógico.


Profesional especialista


Existe una larga tradición en el campo de las ciencias sociales ¾en la sociología se remonta al propio Comte¾ que ha apuntado a la misión de constituir un saber especializado, dotado de un lenguaje científico y técnico apartado del lenguaje vulgar, y que se ha procurado legitimar por la obtención y posesión de un arsenal de conocimientos valiosos y distantes del lego, de la mujer y del hombre de la calle.

El lego no accede a ese saber porque carece de las herramientas teórico-metodológicas especializadas que le permitan comprender el complicado y en principio oculto entramado de lo social manifestado en instituciones y acciones. A continuación presentamos cuatro rasgos característicos que consideramos dentro del tipo ideal del profesional especialista:

a) Se trata de un profesional constituido sobre una ética de la neutralidad axiológica en el conocimiento y que, en tal dirección, rechaza tener compromisos con actores y fuerzas sociales concretas, pues su compromiso es con su propio saber, con sus técnicas y con las solicitudes de su cliente en tal materia.
b) Sostiene una clara separación entre la ciencia pura y la ciencia aplicada, así como entre el científico y el técnico. El primero, el científico, se orienta por la investigación de cara a la producción teórica de la disciplina; el segundo es concebido como una especie de “ingeniero social” orientado a prácticas de corte terapéutico en el sentido de introducir cambios institucionales puntuales para “el mejoramiento funcional”.
c) Su concepción del saber suele ser de naturaleza procedimental en cuanto que el acento disciplinario resulta puesto sobre los métodos y las técnicas de investigación, generalmente con la ambición de obtener predicciones y control de variables. De este modo, en el plano epistemológico suele partir de la representación positivista de las ciencias naturales, especialmente la física matemática moderna.
d) Finalmente, y en estrecha relación con el punto inmediatamente anterior, el esquema epistémico de corte cartesiano —clara separación entre sujeto y objeto¾ de este perfil profesional impulsa actitudes cosificadoras de lo social. La búsqueda cognoscitiva es de naturaleza nomotética y la relación profesional con el objeto de estudio se instituye por una concepción de la jerarquía de los saberes, en las que la autoridad ha de recaer sobre el interlocutor legítimo, es decir, el profesional.


Profesional misional


El discurso del profesional misional ha servido de insumo para el diseño de planes de estudio de ciencias sociales “comprometidos ideológicamente”. A diferencia del profesional especializado, el misional suele rechazar hasta del propio calificativo de “profesional” prefiriendo en muchas ocasiones el de “intelectual” ¾intelectual orgánico, diría Gramsci¾, laico comprometido u otro que exprese mejor lo que considera su deber según su contexto. Sin embargo, para los fines de nuestra exposición permítasenos seguirlo calificando de “profesional”.

Generalmente, como el profesional especialista, el misional se siente también portador de un saber que muchas veces se oculta al lego, sólo que por otros motivos diferentes. Esto es, si el lego desconoce el valioso saber no es porque carezca de información, teorías y entrenamiento, sino porque algún tipo de intereses dominantes le velan ese tipo de saber o porque alguna situación aberrante lo limita para su comprensión. Así, el profesional misional suele sentirse “llamado” a concienciar a las mentes necesitadas, esa es precisamente su encomienda o misión evangelizadora. De acuerdo con esto último, el profesional misional suele afirmarse en su vocación, si bien no lo llamamos vocacional porque también los otros dos pueden reclamar este aspecto para sí. Pasemos revista a cuatro rasgos característicos de este tipo ideal:

a) Su ética profesional está marcada por el «compromiso con...», por lo que rechaza el ideal prístino de la neutralidad axiológica. El saber no se defiende como un fin en sí mismo, sino como un medio para la realización o redención de la humanidad negada.
b) Impugna la separación entre ciencia y técnica o entre ciencia y práctica, pues una conlleva necesariamente a la otra. Su práctica profesional se orienta en términos redentores.
c) Su concepción del saber se estructura en términos directamente éticos y políticos. El eje disciplinario ronda en la relación teoría praxis, siendo su actitud teórico-metodológica más sintética que analítica y, sobre todo, crítica. Su modelo epistemológico apunta, en este vector, más bien hacia la interdisciplinariedad y transdisciplinariedad.
d) Igualmente, el profesional misional impugna la tradición epistémica cartesiana, reclamando una orientación humanística, es decir, una orientación guiada desde una ética redentora. Su búsqueda cognoscitiva es idiográfica y comprensiva. Su relación profesional con el objeto de estudio suele estar marcada por actitudes dicotómicas reducibles la más de las veces a fuerzas benévolas y fuerzas malignas u opositoras.


Profesional dialógico


Los dos tipos precedentes de profesional están anclados en tradiciones de larga data. Sin embargo, a nuestro juicio en los últimos decenios viene emergiendo una nueva conciencia, sensibilidad y práctica profesionales en el campo de las ciencias sociales. Las mismas son deudoras de los grandes cambios socioculturales acontecidos en las sociedades occidentales contemporáneas, entre los que ciertamente caben mencionar las paulatinas presiones por una mayor democratización de todas las esferas sociales: movimientos antirracistas, feministas, gays, contraculturales, etc.; el surgimiento de una cultura posmoderna que oportunamente trataremos de conceptuar y describir; y, el paso en el debate teórico-filosófico de un paradigma centrado en la conciencia a un paradigma centrado en la intersubjetividad (Habermas, 1999).

En este sentido, el profesional dialógico se presenta más como un mediador entre actores sociales en conflicto que como un militante de una causa o un especialista. Su «misión», su «causa» y su «especialidad» consisten en facilitar el diálogo y ser un operador en el establecimiento de acuerdos entre partes. De esta manera, en este marco profesional no hay inclinación por llamar lego al no profesional, sino considerar a éste como alguien que tiene algo que decir y que tiene todo el derecho de decirlo y de participar en las tomas de decisiones. Quizás por ello, el radio de acción del profesional dialógico se ubica generalmente entre las organizaciones no gubernamentales y no dependientes de grandes conglomerados de empresas privadas. Presentemos a continuación cuatro rasgos característicos:

a) El profesional dialógico no está montado sobre el ideal de la neutralidad axiológica pero tampoco lo está sobre la convicción de algún compromiso misional. Su orientación axiológica apunta hacia las éticas del discurso y de la acción comunicativa, hacia aquellos intentos prácticos por establecer y facilitar un diálogo lo menos asimétrico posible entre actores implicados e interesados en la resolución de conflictos y la definición de determinadas estrategias y políticas a seguir en un contexto dado. Si se quiere, bien se podría decir que este tipo de profesional está impregnado de un ethos democrático (Dewey) abierto realmente a la diversidad y al reconocimiento de la otredad. Para este profesional, el saber tampoco es un fin, sino un medio en la creación de acuerdos y sentidos sociales.
b) Para este tipo profesional tanto como para el misional, los saberes científicos, como cualquier saber que se precie de tal, resultan indisociables de la práctica, pero tal indisociabilidad obedece a una visión muy diferente. Mientras que para el misional la práctica ha de estar en función de una convicción, de alguna especie de verdad revelada, para el profesional dialógico el saber está en función de corroer los prejuicios que levantan los obstáculos al diálogo y el acuerdo.
c) Como el profesional misional, el dialógico pone a girar su eje disciplinario en torno a la relación teoría-práctica, y se centra más en actitudes sintéticas y críticas que analíticas. Como aquel, el profesional dialógico se inclina hacia las nuevas lógicas de la interdisciplinariedad y transdisciplinariedad y da la bienvenida al hecho de la pluriparadigmaticidad de las ciencias sociales.
d) Finalmente, al igual que el misional el profesional dialógico impugna categóricamente la epistemología de la tradición cartesiana pero, una vez más, a diferencia de aquel no lo hace en función de una ética redentora sino de negarse a cosificar al otro y poder abrir las puertas al diálogo y el entendimiento. Por ello, su orientación cognoscitiva es comprensiva y tiende a rechazar las posiciones dicotómicas acerca del bien y del mal. En síntesis, este tipo de profesional no concibe su saber separado de la acción social.

2. Epistemología, ética y perfil profesional del científico social


Los tres modelos precedentes de perfil ético-profesional del científico social tienen, como ya se ha asomado, un claro compromiso epistemológico. En estas últimas líneas pretendemos visualizar sucintamente esos compromisos y ofrecer nuestra apuesta desde una teoría crítica mínima de la sociedad.

El profesional especialista suele tener un anclaje en un tronco epistémico que afirma que el conocimiento de lo real, si es un conocimiento descontaminado de los prejuicios de la subjetividad, resulta neutro con relación a los juicios de valor. Es decir, lo real nada nos dice acerca de qué decisiones tomar en materia ética, estética, religiosa o política. Max Weber (1967), buen lector de Nietzsche, resulta un excelente exponente de esta visión epistémica, como también las propuestas del positivismo lógico generadas desde el Círculo de Viena. No así el positivismo decimonónico que, por ejemplo en Comte, introduce tras bastidores una filosofía de la historia; o, en el caso del Durkheim (1998) temprano, que aprecia que hay lógicas evolucionistas para las sociedades que permiten al científico discernir entre fenómenos normales y fenómenos patológicos.

Para el profesional especialista, la producción de conocimientos ha de circunscribirse a parcelas reducidas de lo real, dada la imposibilidad del sujeto de aprehender la totalidad, categoría esta última que sólo puede considerarse en términos regulativos. La práctica del saber ha de resultar lo más ascética posible para obtener un saber incontaminado. Por ello, la disciplina metodológica, que pone al sujeto y sus simpatías dentro de una camisa de fuerza, resulta fundamental. En el fondo, y como ya se dijo, lo que hace este perfil profesional es consagrar el divorcio cartesiano entre sujeto y objeto, entre teoría y hechos, supeditando el primer polo al segundo por medio del método que, en última instancia, determinará lo cognoscible.

El resultado en la práctica profesional es el de un especialista portador de un saber neutro pero seguro de sí mismo, que no se hace responsable por las decisiones que, en su visión, corresponde tomar al político. En el caso concreto de las ciencias sociales, ello da lugar a una visión cosificada del objeto que, como objeto social, es un sujeto.

Precisamente contra esa cosificación de lo humano se levantó críticamente en más de una oportunidad lo que aquí hemos calificado de profesional misional. Para este profesional el saber no puede considerarse ascética ni neutralmente sino como medio para la emancipación, terrenal o no, del ser humano. Generalmente el marco epistemológico está cargado de una metafísica dura en el sentido de que en lo real se va desentrañando un sentido que apunta en la dirección de la liberación humana. Las filosofías de la historia derivadas de la Ilustración (Hegel, Marx, Comte) o teorías con un claro matiz de verdad teológica, revelada, son diáfanas expresiones de esta matriz. Este profesional es portador de una verdad por convicción y tiene la misión de ayudar a que se termine de reconocer e, incluso, de realizar en el mundo.

Ambos perfiles profesionales aplicados a las disciplinas sociales están comprometidos con epistemologías autoritarias. El primero, el especialista, porque se legitima a sí mismo como portador de un saber especial al que el lego no tiene acceso por carecer de método. Sólo algunos, entrenados para ese fin, acceden a ese saber que el otro no sabe y al que debe plegarse si quiere obtener éxito en los objetivos propuestos. Así, en lugar del diálogo se impone la información, si bien la ejecución final la tendrá el decisor. Esta ha sido la forma tradicional de legitimarse las profesiones en su estatus social en el último siglo. El misional es autoritario en un sentido diferente: procura divulgar, imponer y realizar en el mundo una verdad redentora. Esta no ha sido la forma tradicional de legitimar las profesiones modernas, pero en determinados contextos políticos se ha impuesto a la hora de diseñar planes de estudio en el marco de las ciencias sociales. Así, en los llamados socialismos reales o en muchas Escuelas de América Latina que arrastradas por el influjo de la revolución cubana institucionalizaron programas marxistas con una clara vocación de formar cuadros políticos, toda vez que lo político y lo científico resulta inseparable en este último perfil. No resulta de extrañar tampoco que dichos programas marxistas se hallan conjugado perfectamente con las metodologías positivistas, tal como lo conseguimos en los manuales de la Academia de Ciencias de la extinta URSS. Finalmente, el especialista y el misional no tienen dudas de haber llegado al conocimiento del funcionamiento de lo real.

En la epistemología del siglo XX Ludwig Wittgenstein resulta un pensador emblemático. En una u otra medida, su centro de reflexión siempre giró alrededor del lenguaje. En su primera etapa como intento de construir un lenguaje depurado, lógico descriptivo. Intento que impulsó al neopositivismo en Viena durante las primeras décadas del siglo. Pero después, a partir de los cuarenta, emerge un Wittgenstein diferente, un Wittgenstein que desdice gran parte de su intento primero y que con su tesis de los juegos de lenguaje va a dar apertura a la revolución copernicana que supone la epistemología postpositivista. Si el positivismo y las corrientes próximas a éste —como el racionalismo crítico de Popper— afirmaban que los lenguajes teóricos eran negados o no por los hechos, el postpositivismo afirmará que no hay hechos sin lenguaje teórico previo que los constituya. En consecuencia, los hechos no niegan ni confirman una teoría, a menos que aparezca una triangulación con una segunda teoría que, según unos determinados criterios, resulte mejor a la anterior. Pero con ello, lo que tenemos, en principio, es una confrontación entre dos lenguajes teóricos compitiendo entre sí para dar cuenta de un hecho X.

Ante los hechos hay, entonces, un mercado de teorías con sus propias hechuras, esto es, con sus propias formas de construir lingüísticamente esos hechos; con lo cual, ya aparece una inquietante duda sobre si se trata en el fondo del mismo hecho X cuando al menos dos teorías tratan de dar cuenta del mismo. Mas, por razones de espacio, no abordaremos aquí esta cuestión. Bástenos decir, por el momento, que los hechos admiten diferentes construcciones, que algunas de ellas no resuelven unos problemas dados mientras otras sí. En todo caso, la epistemología postpositivista, al afirmar el primado de la teoría sobre los hechos se abre a la cuestión hermenéutica, esto es, a la cuestión de que sobre lo real siempre pueden caber diversas interpretaciones legítimas, con lo que se quiebra el autoritarismo veritativo del positivismo o del marxismo, de los fundamentos epistémicos de los perfiles profesionales especialista y misional. Y con ello emerge también un nuevo perfil profesional, el que hemos denominado dialógico.

La legitimidad del profesional dialógico no vendrá dada por ser portador de un saber especial completamente desconocido al lego, ni por ser portador de un saber verdadero que clama por realizarse para liberar a la humanidad, sino que vendrá dada por una voluntad de escucha de diferentes voces (interpretaciones) que tienen algo que decir sobre los hechos de la vida social. Ahora bien, ¿qué hacer con esa capacidad de escucha? La respuesta dentro del postpositivismo no es unívoca. Las tendencias posmodernistas tienden a estetizar la cuestión al suprimir la cuestión ética como parte de relatos de dominación. Las corrientes pragmáticas, por el contrario, y ante la imposibilidad de tener criterios sólidos del carácter veritativo de una teoría dada, considerarán que el lugar de elección ha de ser ético pues las teorías adoptadas tendrán consecuencias prácticas.

3. Apuesta por una teoría crítica mínima


En los últimos años hemos venido proponiendo unas cuantas líneas gruesas para delinear una teoría crítica mínima de la sociedad (Seoane 2001; 2005). La inspiración original la encontramos en la teoría crítica de la primera generación de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Marcuse y Adorno). Para estos pensadores sólo cabe hablar de teoría como intento de mejorar la vida humana. De otro modo, la teoría carecería de sentido. En tal dirección, la teoría en las ciencias sociales debe abocarse a proporcionar los criterios más viables y menos dolorosos posibles para, dados los recursos existentes, aminorar al máximo el sufrimiento de los excluidos por medio de una mayor inclusión.

El problema con la teoría crítica frankfurtiana original era su carácter maximalista en materia ético-política. Para ella el cambio parcial era falso porque la totalidad determinaba a las partes. Así, comprometida en sus inicios con un marxismo heterodoxo, lukacsiano, se volvió políticamente estéril al, por un lado, proclamar la necesidad de una acción transformadora radical pero, por otro lado, ser consciente de la inviabilidad contemporánea de tal accionar y hasta de su inconveniencia por la peligrosidad de incluso en tal accionar llegar a perder algunas conquistas democráticas logradas, por mínimas que hayan sido.

Precisamente, el calificativo de mínima que añadimos a la teoría crítica pretende incorporar en ésta las corrientes ético-políticas democráticas que, si bien inspiradas en filósofos como Kant o Dewey, se han venido desarrollando en las últimas décadas con los planteamientos de Habermas, Apel, Rawls, Cortina, Savater, por sólo citar unos pocos. Son éticas que se orientan hacia principios de justicia y no máximos de felicidad. Y se orientan en esa dirección porque precisamente reconocen que sobre los máximos de felicidad pueden haber muchas concepciones diversas, más o menos subjetivas, que pueden coexistir siempre y cuando existan unos principios de justicia que regulen las relaciones sociales. En efecto, mientras la felicidad puede llegar a ser una elección completamente personal, la justicia implica siempre una relación que no puede reducirse a una sola persona. La justicia es, en sí misma, una cuestión social; insoslayable para una teoría crítica de la sociedad. La felicidad está más comprometida con el ámbito de lo privado, y en una sociedad democrática a la diversidad de las concepciones de felicidad se le tiene que dar la bienvenida.

De esta manera, la teoría crítica mínima de la sociedad busca proporcionar un conocimiento que impulse acciones democratizadoras de las instituciones y los diferentes espacios societales con miras a una mayor emancipación humana. Lugares como la empresa, los medios de comunicación social, las escuelas y universidades, las dependencias gubernamentales, etc. Son sitios privilegiados para la acción democratizadora. En especial, en las instituciones de educación formal se requiere de una mayor concienciación de las implicaciones éticas de los discursos epistemológicos hegemónicos. En función de esto último es que hemos estado presentando estas líneas.

Si, para ir cerrando, conjugamos, 1.) la demanda ética de la primera teoría crítica frankfurtiana, demanda que se expresaba en que el sentido del quehacer de la teoría consistía en el mejoramiento de la vida humana; 2.) la demanda de las corrientes éticas mínimas contemporáneas de concentrarse en cuestiones de justicia más que de felicidad de cara a una mayor democratización social; y, 3.) las propuestas postpositivistas que vinieron a quebrar los autoritarismos y pretensiones totalitarias epistemológicas que servían de plataforma a lo que aquí hemos llamado los perfiles ético profesionales especialista y misional; concluiremos, entonces, que la teoría crítica mínima aquí propuesta apuesta, a la hora de pensar en diseñar programas para la formación de científicos sociales, por un perfil dialógico. Así, ciencias sociales dialógicas y teoría crítica mínima marchan parejas, implicándose, en cierto modo, una a la otra.

Bibliografía

Durkheim, Émile (1998): Las reglas del método sociológico, Barcelona, Altaya.
Giner, Salvador (2003): “Sociología y filosofía moral” en CAMPS, Victoria (Ed.): Historia de la ética, Madrid, Crítica.
Habermas, Jürgen (1999): Teoría de la acción comunicativa, Barcelona, Taurus.
Heller, Ágnes y Férenc Fehér (1994): Políticas de la postmodernidad. Ensayos de crítica cultural, Barcelona, Península.
Seoane, Javier (2001): Marcuse y los sujetos. Teoría crítica mínima en la Venezuela actual, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello.
Seoane, Javier (2005): Epistemología y ética en la constitución del campo sociológico, Caracas (Mimeo. Trabajo de Ascenso para la categoría de Profesor Agregado).
Weber, Max (1967): El político y el científico, Madrid, Alianza.

Javier B. Seoane C.
Caracas, marzo de 2007
Inédito